Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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Los ojos atentos del taxidermista se fijan en todo. La dirección de la que vino la bomba, el ángulo de incidencia, los daños. Viento de levante, hoy. Moderado. Procurando no llamar la atención, camina desde el lugar donde cayó el proyectil hasta la esquina de la iglesia del Rosario mientras cuenta los pasos y calcula la distancia: unas veinticinco toesas. Discretamente lo anota con un lápiz de plomo en un cuadernito con tapas de cartón que saca del bolsillo del sobretodo; de allí lo trasladará más tarde al mapa que tiene dispuesto en la mesa de su gabinete. Rectas y curvas. Puntos de impacto en la trama en forma de telaraña que crece lentamente sobre el trazado de la ciudad. Estando en ello ve pasar a las dos mujeres jóvenes que vio en la tienda del jabonero, que acuden a curiosear los estragos de la bomba. Mientras las observa de lejos, el taxidermista tropieza con un hombre tostado de tez que viene en dirección contraria, vestido con sombrero negro de puntas y casaca de paño azul con botones dorados. Tras breve disculpa por parte de Fumagal, cada uno sigue su camino.

Pepe Lobo no presta atención al hombre vestido de oscuro que se aleja despacio, con dos paquetes en las manos largas y pálidas. El marino tiene otras cosas en que pensar. Una de ellas es el modo en que se acumula su mala suerte. Bajo los escombros de la pensión donde vive -o ha vivido hasta hoy- está sepultado su baúl de camarote con el equipaje. No es que dentro haya gran cosa, pero allí quedan tres camisas y otra ropa blanca, una casaca, calzones, un catalejo y un sextante ingleses, un reloj de longitud, cartas náuticas, dos pistolas y algunos objetos necesarios, entre ellos su patente de capitán. Dinero, ninguno; el que posee es tan escaso que puede llevarlo encima. Apenas hace ruido en el bolsillo. El resto, lo que le adeudan del último viaje, ignora cuándo lo cobrará. Su última visita al armador de la Risue ñ a acaba de efectuarla hace media hora con resultados poco alentadores. Pásese en unos días, capitán. Cuando hayamos hecho balance de ese viaje desastroso y todo esté resuelto. Primero tenemos que pagar a los acreedores con los que nos comprometió el retraso del barco. Su retraso, señor. Espero que se haga cargo del problema. ¿Perdone? Ah, sí. Lo lamento. No tenemos ningún otro mando disponible. Por supuesto que le avisaremos llegado el caso. Descuide. Y ahora, si me permite. Que usted lo pase bien.

Cruzando la calle, el marino se acerca a la gente reunida ante la casa. Comentarios indignados, insultos a los franceses. Nada nuevo. Se abre paso entre los curiosos hasta que un sargento de Voluntarios le dice, con malos modos, que no puede ir más allá.

- Vivo en la casa. Soy el capitán Lobo.

Mirada de arriba abajo.

- ¿Capitán?

- Eso es.

El título no parece impresionar al otro, que viste el uniforme azul y blanco de las milicias urbanas; pero como gaditano que es, olfatea al marino mercante y suaviza la actitud. Cuando Lobo explica lo del baúl, el sargento ofrece que un soldado ayude a buscarlo, desescombrando, a ver qué puede rescatarse de aquella ruina. De manera que Lobo da las gracias, se quita la casaca, y en mangas de camisa se pone a la faena. No va a ser fácil, piensa inquieto mientras remueve piedras, ladrillos y maderos rotos, encontrar otro alojamiento decente. La afluencia de forasteros lleva al extremo la escasez de vivienda. Cádiz ha duplicado su número de habitantes: pensiones y posadas están llenas, e incluso cuartos y terrazas de casas particulares se alquilan o subarriendan a precios extravagantes. Es imposible encontrar nada por menos de 25 reales diarios, y el alquiler anual de una vivienda modesta supera ya los 10.000. Cantidades, ésas, que no todos pueden pagar. Algunos refugiados pertenecen a la nobleza, disponen de recursos, reciben dinero de América o alcanzan rentas de sus tierras, situadas en zona enemiga, a través de casas de comercio de París y Londres; pero la mayor parte son propietarios arruinados, patriotas que se negaron a jurar al rey intruso, empleados cesantes, funcionarios de la antigua administración traídos por el flujo y reflujo de la guerra, siguiendo con sus familias a la Regencia fugitiva desde la entrada de los franceses en Madrid y Sevilla. Innumerables emigrados se hacinan en la ciudad sin medios para vivir con decoro, y el número crece con los que a diario huyen de la España ocupada o en peligro de serlo. Por fortuna no faltan alimentos, y la gente se avía como puede.

- ¿Es éste su baúl, señor?

- Maldita sea… Lo era.

Dos horas más tarde, un sucio, sudoroso, resignado Pepe Lobo -no es la primera vez que lo dejan con poco más de lo puesto- camina cerca de la Puerta de Mar, cargado con un talego de lona donde lleva los restos de su particular naufragio: las pocas pertenencias que pudo rescatar del baúl aplastado. Ni el sextante, ni el catalejo, ni las cartas náuticas han sobrevivido al desplome. El resto, a duras penas. En todo caso, de no haber ido temprano a visitar al armador de la Risue ñ a, podría haber sido peor. Él mismo bajo los escombros, quizás. Un bombazo y angelitos al cielo, o a donde le toque ir cuando piquen las ocho campanadas. Situación incómoda, en resumen. Delicada. De todas formas, una ciudad como Cádiz siempre deja margen de maniobra: la idea lo conforta un poco mientras se interna por las callejas y tabernas cercanas al Boquete y la Merced, entre marineros, pescadores, mujerzuelas, chusma portuaria, extranjeros y refugiados de la más baja condición. Allí, en lugares que tienen nombres elocuentes como calle del Ataúd, o de la Sarna, conoce antros donde todavía un marino puede encontrar un jergón para pasar la noche a cambio de pocas monedas; aunque sea preciso dormir con una mujer, un ojo abierto y un cuchillo bajo la casaca doblada que haga las veces de almohada.

El tiempo parece suspendido en el silencio de las criaturas inmóviles que ocupan las paredes del gabinete. La luz que entra por la puerta acristalada de la terraza se refleja en los ojos de vidrio de las aves y mamíferos disecados, en el barniz que cubre la piel de los reptiles, en los grandes frascos de cristal cuya ingravidez química preserva, en posturas fetales, criaturas inmóviles de piel amarillenta. En la habitación sólo se oye el rasgueo apresurado de un lápiz. En el centro de ese mundo singular, Gregorio Fumagal escribe con letra apretada, diminuta, en una pequeña hoja de papel muy fino. Vestido con bata y bonete de lana, el taxidermista está de pie, un poco inclinado sobre un atril alto, de escritorio. De vez en cuando desvía la vista para mirar el plano de Cádiz desplegado sobre la mesa de despacho, y en dos ocasiones coge una lupa y se aproxima a éste para estudiarlo de cerca, antes de volver al atril y continuar escribiendo.

Suenan las campanas de la iglesia de Santiago. Fumagal dirige una mirada al reloj de bronce dorado puesto sobre la cómoda, se apresura en las últimas líneas de escritura, y sin releer el papel lo enrolla hasta hacer con él un cilindro corto, muy fino, que introduce en un cañón de pluma de ave que saca de un cajón y sella con cera por ambos extremos. Después abre la puerta acristalada y asciende los pocos escalones que llevan a la terraza. En contraste con la luz moderada del gabinete, la brutal claridad hiere allí la vista. A menos de doscientos pasos de distancia, la cúpula inacabada y el arranque de los campanarios de la catedral nueva, todavía con andamios alrededor, se recortan en el cielo de la ciudad sobre el amplio paisaje del mar y la línea de arena, blanca de sol y ondulante de reverberación, que a lo largo del arrecife se aleja y curva hacia Sancti Petri y las alturas de Chiclana, como un dique que estuviese a punto de verse desbordado por el azul oscuro del Atlántico.

Fumagal suelta la gaza de cordel que cierra la puerta del palomar, y se mete dentro. Su presencia allí es habitual; los animales apenas se alteran. Un breve agitar de alas. El zureo de las aves sueltas o enjauladas y el olor familiar a cañamones y arvejas secas, aire tibio, plumas y excrementos, envuelven al taxidermista mientras elige, entre las palomas que están encerradas en jaulas, el ejemplar adecuado: un macho fuerte de plumaje gris azulado, pechuga blanca y reflejos verdes y violetas en el cuello, protagonista ya de varias idas y venidas entre uno y otro lado de la bahía. Se trata de un buen ejemplar, cuyo extraordinario sentido de la orientación lo convierte en fiel mensajero del emperador, veterano superviviente de lances bajo sol, lluvia o viento, inmune hasta ahora a garras de rapaces y escopetazos suspicaces de bípedos implumes. Otros hermanos de palomar no regresaron de sus arriesgadas misiones; pero éste llegó siempre a su destino: viaje de ida de dos a cinco minutos de duración, según el viento y el clima, volando en valerosa línea recta sobre la bahía, con feliz retorno clandestino en jaula disimulada y embarcación de contrabandista pagadas con oro francés. Librando el ave tan particular combate -su propia y minúscula guerra de España- a trescientos pies de altura.

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