Arturo Pérez-Reverte - El Asedio
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Este último lo está mirando, pensativo.
- Supongo -comenta- que se hace cargo de las circunstancias.
Vaya si me hago, piensa Tizón volviendo al presente. Para eso me has traído aquí. A esta encerrona con el ilustre.
- Si hay más asesinatos, no podremos seguir ocultándolos -dice.
Ahora García Pico frunce el gesto.
- Diantre. Nada indica que los vaya a haber… ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez?
- Cuatro semanas.
- ¿Y sigue usted sin indicios sólidos?
A Tizón no le pasa inadvertido el sigue usted. Mueve la cabeza.
- Ninguno. El criminal siempre actúa del mismo modo. Ataca en lugares solitarios a jóvenes solas. Las amordaza y las azota hasta la muerte.
Por un brevísimo instante se ve tentado a añadir lo de las bombas y sus lugares de impacto, pero no lo hace. Mencionar eso lo obligaría a dar demasiadas explicaciones. Y no está de humor. Ni tiene argumentos. Todavía.
- Ha pasado un mes -comenta el intendente-. Quizá el asesino se ha cansado.
Hace Tizón una mueca dubitativa. Todo es posible, responde. Pero también puede estar esperando la ocasión adecuada.
- ¿Cree que volverá a matar?
- Puede que sí. Puede que no.
- En cualquier caso es asunto suyo. Su responsabilidad.
- No es fácil. Necesitaría…
Lo interrumpe el otro, dando un irritado manotazo al aire.
- Mire. Cada uno tiene sus preocupaciones. Don Juan María tiene las que le corresponden, yo las mías y usted las suyas… Su trabajo consiste en evitar que las suyas se conviertan en mías.
Las últimas palabras las ha pronunciado mirando la puerta cerrada por la que desapareció Villavicencio. Un momento después se vuelve de nuevo a Tizón.
- No puede ser difícil dar con un asesino que actúa de ese modo. Usted lo ha dicho antes: ésta es una ciudad pequeña.
- Llena de gente.
- Controlar a esa gente es también asunto suyo. Tienda sus redes, espabile a sus confidentes. Gánese el sueldo -García Pico señala la puerta cerrada y baja la voz-. Si hay otra muerte, necesitamos un culpable. Alguien para mostrar en público, ¿comprende?… Alguien a quien castigar.
Ya nos vamos definiendo, concluye Tizón casi con regocijo.
- Estas cosas son difíciles de probar sin confesión del sujeto -argumenta.
Lo deja ahí, mirando con intención a su interlocutor. Los dos saben perfectamente que la tortura está a punto de ser abolida de modo oficial por las Cortes, y que ni siquiera jueces, juzgados o tribunales tendrán ya potestad para autorizarla.
- Deberá asumir las responsabilidades pertinentes, entonces -zanja García Pico-. Todas.
Regresa Villavicencio al despacho. Parece preocupado. Ausente. Los mira como si hubiera olvidado qué hacen allí.
- Tendrán que excusarme… Acaban de confirma que la expedición del general Lapeña ha desembarcado e Tarifa.
Tizón sabe lo que eso significa. O se lo imagina. Hace unos días, 6.000 soldados españoles y otros tantos ingleses, bajo las órdenes de los generales Lapeña y Graham, salieron de Cádiz en dos convoyes rumbo a levante.
Un desembarco en Tarifa supone acciones militares cerca de Cádiz, posiblemente en torno al nudo de comunicaciones de Medina Sidonia. Y quizás una gran batalla, de esas cuyo resultado, de derrota en derrota hasta la victoria final, como chirigotean los guasones locales, la opinión pública gaditana discutirá durante semanas en periódicos, cafés y tertulias mientras los generales -que se envidian a muerte y no se soportan unos a otros- y sus partidarios se tiran los trastos a la cabeza.
- Debo pedirles que se marchen -dice Villavicencio-. Tengo asuntos urgentes que atender.
Se despiden Tizón y García Pico, este último con reverencias protocolarias que el gobernador acepta con aire distraído. Cuando están a punto de abandonar el despacho, Villavicencio parece recordar algo.
- Seré claro, caballeros. Vivimos una situación extraordinaria y trágica. Como responsable político y militar, no sólo debo entenderme con la Regencia, sino con las Cortes, los aliados ingleses y el pueblo de Cádiz. Eso, guerra y franceses aparte. Añadan el gobierno de una ciudad que ha duplicado su número de habitantes y que depende del mar para su abastecimiento, sin contar riesgos de epidemias y otros problemas… Como comprenderán, que un loco desalmado ande haciendo barbaridades a las muchachas es terrible, pero no la mayor de mis preocupaciones. No, al menos, mientras el asunto no se convierta en escándalo público… ¿Me explico, comisario?
- Perfectamente, mi general.
- Los días que vienen son decisivos, porque la expedición del general Lapeña puede cambiar el curso de la guerra en Andalucía. Durante cierto tiempo, eso dejará el asunto de los crímenes en segundo plano. Pero si se da una muerte más, si esa historia trasciende demasiado y la opinión pública exige un culpable, quiero tenerlo inmediatamente… ¿Me sigo explicando bien?
Bastante bien, piensa el policía. Pero no lo dice y se limita a asentir. Villavicencio les da la espalda, camino de su mesa.
- Es más -añade, sentándose-. Si yo tuviese a mi cargo este enojoso asunto, dispondría soluciones alternativas… Algo que, llegado el caso, agilice el trámite.
- ¿Se refiere usía a un sospechoso previsto de antemano?
Ignorando el sobresalto de García Pico y la mirada furiosa que le dirige, Tizón permanece en el umbral de la puerta, a la espera de una respuesta. Ésta llega tras un corto silencio, malhumorada y seca:
- Me refiero al asesino, y punto. Con tanta gentuza forastera metida en la ciudad, no sería extraño que fuese cualquiera.
La casa de los Palma es grande, señorial, de las mejores de Cádiz; y Felipe Mojarra la contempla complacido, orgulloso de que su hija Mari Paz sirva en ella. Situado a una manzana de la plaza de San Francisco, el edificio ocupa toda la esquina: cuatro plantas con cinco balcones y puerta principal en la calle del Baluarte, y otros cuatro balcones sobre la calle de los Doblones, donde está la entrada de las oficinas y el almacén. Apoyado en el guardacantón de la esquina opuesta, con una manta zamorana sobre los hombros y el calañés calado sobre el pañuelo que le envuelve la cabeza, Mojarra espera a que salga su hija mientras fuma un cigarro de tabaco picado con la navaja. El salinero es hombre orgulloso, con ideas propias sobre el lugar que corresponde a cada cual. Por eso ha rechazado la invitación de esperar a la muchacha en el patio con verja de hierro labrado, losetas de mármol en el suelo, tres arcos con columnas enmarcando la escalera principal y altarcito con la Virgen del Rosario en una hornacina de la pared. Aquello impone demasiado. Su sitio son los caños y las marismas, y los pies hinchados y curtidos por la sal se adaptan mal a las alpargatas que se ha puesto para venir a Cádiz, y que está deseando quitarse. Salió muy temprano, con pasavante en regla, aprovechando que el capitán Virués asiste a una reunión de jefes y oficiales en la Carraca -algo relacionado con la expedición militar a Tarifa- y no lo necesita. Así que, a instancias de su mujer, Mojarra ha venido a Cádiz a visitar a su niña. Por las circunstancias y la guerra, padre e hija no se ven desde que, hace cinco meses, la joven entró a trabajar en casa de los Palma, recomendada por el párroco.
Ella sale al fin, por la puerta de la calle de los Doblones, y se enternece el salinero mirándola llegar con su saya parda, el delantal de muselina blanca y el mantoncillo cubriéndole cabeza y hombros. Tiene buen color. Sano. Seguramente come bien, gracias a Dios. Mejor están en Cádiz que en la Isla.
- Buenos días, padre.
No hay besos ni carantoñas. Pasa gente por la calle, hay vecinos en algún balcón y los Mojarra son gente honrada, que no da que hablar a nadie. El salinero se limita a sonreír afectuoso, los pulgares en la faja donde lleva metida la cachicuerna de Albacete, y contempla a Mari Paz, satisfecho. La ve muy cuajada. Casi mujer. También sonríe ella, marcándosele los hoyuelos que tiene desde niña. Siempre más graciosa que bonita, con ojos grandes y dulces. Dieciséis años. Limpia y buena como ella sola.
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