Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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El corsario se queda callado un momento, sin apartar los ojos de ella. Muy serio.

- Mire, señora… ¿O prefiere que la llame señorita?

- Señora. Hágame el favor.

- Escuche. En nuestra balandra, usted y don Emilio invierten dinero que podrían poner en otro sitio. Yo pongo cuanto tengo. Si algo sale mal, sólo pierden la inversión.

- Olvida nuestro crédito como armadores…

- Puede. Pero ese crédito se recupera. Tienen con qué. Mientras que yo me pierdo con el barco.

Mueve Lolita la cabeza, muy despacio. Sosteniendo sin pestañear la mirada del hombre.

- Sigo sin entender qué tiene que ver eso con esta conversación. Con su necesidad de explicarme cosas.

Por primera vez el otro parece incómodo. Sólo un instante. Un ligero atisbo, que desentona en él como un traje mal cortado. O en su caso, piensa Lolita con maldad, bien cortado. Pepe Lobo se contempla las manos -anchas, fuertes, con uñas romas- y después desvía la mirada, paseándola brevemente por el salón. Ella repara ahora en que lleva la misma casaca de mangas rozadas que vestía en el despacho de la calle del Baluarte: bien cepillada y planchadas las solapas, pero la misma. También la camisa, limpia y almidonada, se deshilacha ligeramente en los filos del cuello, sobre el corbatín de tafetán negro. Por alguna inexplicable razón, eso la enternece un poco. Aunque quizá enternecerse sea excesivo, en su caso. Tal vez peligroso. Por eso busca en sus adentros un término adecuado. La suaviza, tal vez -ése puede valer-. O la relaja.

- Pues no estoy seguro, la verdad -responde el marino-. Nunca fui hombre de muchas palabras… Sin embargo, por alguna causa que no comprendo del todo, siento necesidad de explicárselas.

- ¿A mí?

- A usted.

Lolita, que todavía digiere la incomodidad anterior, acoge la nueva irritación casi con alivio.

- ¿Siente necesidad? ¿Conmigo?… Oiga, capitán. Me temo que se da demasiada importancia.

Otro silencio. Ahora el corsario la mira pensativo.

Quizás haya matado hombres, piensa ella de pronto. Mirándolos con aquellos ojos felinos e impasibles.

- No la molesto más -dice de pronto-. Lamento importunarla, doña Dolores… ¿O la llamo señora Palma?

Ella se mantiene erguida y golpetea suavemente con el abanico cerrado sobre la otra mano, intentando disimular su turbación. Turbada por sentirse turbada. A sus años. Propietaria de la firma Palma e Hijos.

- Llámeme como quiera, mientras lo haga con respeto.

El hombre asiente ligeramente y hace ademán de retirarse. Se detiene un instante de lado, vuelto a medias. Todavía parece reflexionar. Al fin alza apenas una mano, como solicitando una tregua.

- Zarpamos la noche del martes próximo, si todo va bien -dice casi en voz baja-. Tal vez le interese hacer antes una visita a la Culebra. Con don Emilio y Miguel, por supuesto.

Impasible, Lolita Palma le sostiene la mirada. Sin pestañear.

- ¿Por qué habría de interesarme? Ya he estado a bordo de una balandra, antes.

- Porque también es su barco. Y a mi tripulación le iría bien comprobar que uno de sus jefes, por decirlo de algún modo, es una mujer.

- ¿De qué serviría eso?

- Bueno. Es algo difícil de razonar… Digamos que nunca se sabe cuándo puede ser útil cierta clase de cosas.

- Prefiero no conocer a su tripulación.

Parece que aquel su dé que pensar al corsario. Un momento después se encoge de hombros. Ahora sonríe distraído, como si estuviera en otro sitio. O camino de él.

- También lo es suya. Y podrían hacerla rica.

- Se confunde mucho, señor Lobo. Yo ya soy rica. Buenas noches.

Dejando atrás al corsario, se despide de los Sánchez Guinea, de Fernández Cuchillero, de Curra Vilches y del primo Toño. Este quiere escoltarla a casa, pero ella no lo permite. Estás a gusto con estos amigos, dice, y vivo cerquísima. En el vestíbulo, mientras recupera su capa, coincide con Lorenzo Virués. El militar también se marcha, pues, según cuenta, debe estar en la isla de León a primera hora de la mañana. Bajan juntos las escaleras iluminadas y salen a la calle, pasando entre los vecinos curiosos que se agrupan junto a las calesas, a la luz de las velas y hachones. Lolita se ha puesto sobre la cabeza la holgada capucha de su capa de terciopelo negro. El militar camina cortés a su izquierda, bicornio puesto, capote sobre los hombros y sable bajo el brazo. Siguen el mismo camino, y Virués se muestra sorprendido de que ella regrese sola.

- Vivo a tres manzanas de aquí -responde Lolita-. Y ésta es mi ciudad.

La noche discurre agradable, serena. Un poco fría. Los pasos resuenan en las calles rectas y bien empedradas. Algunas palomillas de aceite iluminan la Virgen de la esquina del Consulado Viejo, donde un vigilante nocturno con chuzo y farol, que reconoce a Lolita y advierte el uniforme de su acompañante, se quita la gorra.

- Buenas noches, doña Lolita.

- Gracias, Pedro. Lo mismo le digo.

Desde las terrazas de Cádiz, apunta el capitán Virués, podrá verse hoy el cometa que estos días cruza el cielo de Andalucía, y del que todo el mundo habla. Grandes males y cambios en España y Europa, pronostican los que dicen conocer tales cosas. Como si para esas previsiones fuera menester mucha ciencia. Con la que está cayendo.

- ¿Qué ocurrió en Gibraltar?

- ¿Perdón?

Sigue un breve silencio. Sólo ruido de pasos. La casa de Lolita Palma ya está cerca, y ella sabe que no dispone de mucho tiempo.

- El capitán Lobo -apunta.

- Ah.

Un trecho más, sin otro comentario. Ahora Lolita camina despacio y Virués ajusta su paso al de ella.

- Estuvieron juntos, dijo antes. Usted y él. Prisioneros.

- Así es -admite Virués-. A mí me capturaron en una salida que hicieron los ingleses contra una línea de trincheras que intentábamos abrir entre la torre del Diablo y el fortín de Santa Bárbara. Fui herido y llevado al hospital militar del Peñón.

- Dios mío… ¿Grave?

- No demasiado -Virués alza horizontal el brazo izquierdo y gira a medias la muñeca-. Como puede ver, me repararon razonablemente. No hubo destrozos grandes, ni infección, ni necesidad de amputar. A las tres semanas estaba paseándome por Gibraltar bajo palabra, en espera de un canje de prisioneros.

- Y allí conoció al capitán Lobo.

- Sí. Allí lo conocí.

El relato del militar es conciso: oficiales aburridos que mataban el tiempo y comían de la caridad inglesa o de los pocos recursos que recibían del lado español, a la espera del fin de la guerra o el acuerdo que les permitiera regresar con los suyos. Clase privilegiada, pese a todo, si se comparaba su suerte con la de los simples soldados y marineros encerrados en cárceles y pontones, para quienes la posibilidad de un canje era remota. Entre la veintena de oficiales españoles que gozaban de libertad de movimientos por haber comprometido su palabra de honor en no escapar, se encontraba gente del Ejército y la Armada, y también capitanes de barcos corsarios capturados. A este último grupo no podía acogerse cualquiera, sino sólo marinos con patente de capitán que hubieran mandado embarcaciones de cierto porte y tonelaje. De ésos había dos o tres, y uno era Pepe Lobo. Iba a su aire, y no frecuentaba a los oficiales. Parecía más a sus anchas entre la gentuza del puerto.

- ¿Mujerzuelas y demás? -se interesa Lolita, en tono ligero.

- Más o menos. Ambientes poco recomendables, desde luego.

- Pero usted no lo detesta por eso.

- Yo nunca he dicho que lo deteste.

- Es cierto. No lo ha dicho. Pongamos que no simpatiza con él. O que lo desprecia.

- Tengo motivos.

Los dos embocan la calle del Baluarte. Cerca de la casa de los Palma, Lolita apoya una mano en el brazo del militar. Está decidida a dejarse de rodeos.

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