Arturo Pérez-Reverte - El Asedio

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- ¿No juega otra? -Barrull parece decepcionado, insatisfecha su sed de sangre-. ¿No quiere una revancha?

- Hoy tengo de sobra.

Recogen las piezas, guardándolas en la caja. Tras la escabechina, Barrull retorna a la normalidad. Su cara equina es casi afable, de nuevo. Un minuto más y será el hombre afectuoso y cortés de siempre.

- El jugador más atento vence al más hábil -apunta, ofreciéndole consuelo al vencido-. Todo es cuestión de estar al acecho. Prudencia y paciencia… ¿No es cierto?

Asiente Tizón, distraído. Estiradas las piernas bajo la mesa, con el respaldo de la silla puesto contra la pared, mira a la gente alrededor. Es media tarde. El sol en declive dora los vidrios de la montera de cristal que cubre el patio. Conversaciones, periódicos abiertos, camareros que hienden el humo de cigarros y pipas yendo y viniendo con chocolateras, cafeteras y vasos de agua fresca. Comerciantes, diputados en Cortes, militares, emigrados con recursos o sin ellos, sablistas a la caza de una invitación o un préstamo, ocupan mesas y veladores de mármol, entran y salen del salón de billar y del de lectura. El sector masculino de la ciudad se encuentra en pleno ocio vespertino, rematando la jornada. Colmena bulliciosa, aquélla, donde no faltan zánganos y parásitos que el ojo experto del policía identifica con mirada metódica, rutinaria.

- ¿Cómo van sus huellas en la arena?

Barrull, que ha sacado la tabaquera para aspirar una pulgarada de rapé, sigue la mirada de Tizón. Lejos ya el fragor del combate entre piezas blancas y negras, su expresión es benevolente. Serena.

- Hace tiempo que no menciona el asunto -añade.

Asiente otra vez el policía, sin apartar la vista de la gente. Por un rato no dice nada. Al cabo se rasca una patilla, sombrío.

- El criminal lleva demasiado tiempo tranquilo.

- Quizá ya no mate más -aventura Barrull.

Se remueve Tizón. Dubitativo. Realmente no lo sabe.

- Realmente no lo sé -confiesa.

Un silencio largo. El otro lo observa con extrema atención.

- Diablos, comisario. Parece lamentar que eso no ocurra.

Ahora Tizón sostiene la mirada de Barrull. Este curva los labios como si fuera a silbar, admirado.

- Vaya por Dios. Se trata de eso, ¿verdad?… Si no vuelve a matar, no habrá nuevas pistas. Usted teme que el asesino de esas pobres muchachas se haya asustado de sus propios actos, o saciado de ellos… Que permanezca en la oscuridad y nunca vuelva a ponerse a tiro.

Tizón sigue mirándolo inexpresivo, sin decir nada. Su interlocutor se sacude de encima los restos de polvo de tabaco, con golpecitos del pañuelo arrugado que saca de un bolsillo. Luego alza el dedo índice y lo apunta al botón superior del chaleco del comisario, como una pistola.

- Se diría que teme que no mate de nuevo… Que el azar lo mantenga lejos.

- Hay algo en él de riguroso -argumenta grave el policía, mirando el dedo que le apunta-. De exacto. No creo que se trate de azar.

Barrull parece reflexionar sobre eso.

- Interesante -concluye, recostándose en la silla-. Y es cierto que puede hablarse de precisión. Quizá se trata de un fanático.

Mira Tizón el tablero de ajedrez vacío. Las piezas dentro de su caja.

- ¿Podría estar jugando?

La pregunta suena ingenua en boca de un hombre como él. De pronto es consciente de ello y se siente un poco ridículo. Embarazado. Por su parte, Barrull esgrime una sonrisa cauta. Alza ligeramente una mano, eludiendo responsabilidades.

- Puede. No sabría decirle. A todos nos motivan los juegos. Los desafíos. Pero matar de esa forma va más allá… Hay gente a la que, como en el caso de los animales, se le despierta el instinto por algo: ruido de bombas, sensaciones… Cualquiera sabe. Diría que el caso roza la locura, si no supiéramos de sobra que los límites de ésta no siempre están claros.

Llaman a un mozo, que llena sus pocillos con dos onzas morenas y su dedito de espuma. El café es bueno, muy caliente y aromático. El mejor de Cádiz. Mientras bebe, Rogelio Tizón observa a un grupo que hace tertulia al otro lado del patio. En él figuran un emigrado sospechoso -su padre sirve en Madrid al rey intruso- y un miembro de las Cortes cuyo correo hace abrir el comisario secretamente; precaución ésta que, por instrucciones reservadas del intendente general, se extiende a casi todos los diputados, sin distinción entre civiles y eclesiásticos. Tizón tiene a varios agentes trabajando en ello.

- El asesino puede estar desafiando a todo el mundo -comenta el policía-. A la ciudad. A la vida. A mí.

Otra mirada atenta de Barrull. El policía advierte que éste lo estudia como si descubriese en él ángulos insospechados.

- Me preocupa ese toque personal, comisario. Usted… Vaya.

Deja la frase en el aire, meneando la cabeza de pelo abundante y gris. Ahora juguetea con la cajita de rapé. Al fin la pone sobre un escaque negro del tablero, cual si se tratara de una pieza.

- Desafío, ha dicho -continúa, un momento después-. Y desde su punto de vista, quizás lo sea. Pero ésas son conjeturas. Estamos construyendo en el aire… Esto es pura conversación.

Rogelio Tizón sigue observando a la clientela del café. En la ciudad no faltan espías que mantienen correspondencia con los franceses; a uno se le dio ayer garrote en el castillo de San Sebastián. Por eso tiene orden de endurecer el control de emigrados, incluso cuando se presentan como fugados de zona enemiga, y detener a quienes llegan sin documentos legales. Aunque supone más trabajo y preocupaciones, a Tizón le viene de perlas: familias recién llegadas, vecinos y posaderos que las acogen, han visto subir las tarifas oficiales, y en consecuencia las que él cobra bajo cuerda. El dueño de una posada de la calle Flamencos Borrachos, que hospeda a forasteros sin licencia en regla, pagó esta mañana 400 reales para evitar una multa de tres veces esa cantidad; y un emigrado, cuyo pasaporte estaba falsificado con ácido muriático oxigenado, acaba de eludir la cárcel y la expulsión poniendo 200 reales uno encima de otro. Lo que suma hoy un beneficio, para el comisario, de 30 pesos como treinta soles. Una jornada redonda.

- Ayante -dice en voz alta.

Hipólito Barrull lo observa» sorprendido, por encima de su café.

- Hablo de semejanzas con el manuscrito que usted me prestó -prosigue Tizón-. El otro día, leyéndolo de nuevo, encontré, casi juntos, dos párrafos que me dejaron incómodo. Mujer, el silencio es el adorno de las mujeres, dice uno. Y el otro: Se quejaba sordamente, sin proferir gritos, como cuando un animal muge.

Barrull, que ha dejado el pocillo sobre la mesa, sigue mirándolo atento. -¿Y bien?

- Esas chicas amordazadas mientras las torturaban… ¿No ve la relación?

Mueve el otro la cabeza, el aire desalentado. Lo que veo, responde, es que tal vez vaya usted demasiado lejos. Acabará obsesionado. El Ayante es sólo un texto. Una coincidencia.

- Pasmosa, en todo caso.

- Creo que exagera. Mezcla demasiadas ideas personales. Lo creía con más conchas… Empiezo a lamentar haberle prestado el manuscrito.

Una pausa, mientras Barrull le pone voluntad al asunto. Es evidente que medita en serio.

- Ha de ser casual -concluye-. No creo que el asesino lo haya leído. En España no está impreso en traducción, todavía… Sería alguien muy culto, en tal caso. Y aquí no abundan las personas así. Incluso con todos estos emigrados y gente de paso. Lo conoceríamos.

- Quizá lo conozcamos.

No puede descartarse, reconoce el profesor. Pero lo más seguro es que se trate de azar. Otra cosa es que Tizón lo relacione. Que anude en su imaginación cabos reales o supuestos. A veces, el individuo imaginativo resulta ser el más incapaz de analizar correctamente. Como en el ajedrez. Su fantasía puede llevar al buen camino, pero a menudo despista. De todas formas, es bueno desconfiar del propio exceso de conocimientos: tiende a volcar demasiadas cosas sobre los hechos, enmascarándolos. Y a menudo, lo simple es lo más derecho.

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