Vicente Blasco Ibáñez - Oriente
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Las diferencias entre ambos países, con ser de poca monta, resultan de gran interés.
En la orilla francesa se ven mujeres hermosas y elegantes, rodeadas de hombres que las siguen y las envuelven en las más respetuosas atenciones, como sagradas vestales. Son cocottes que poseen el chic, ese espíritu indefinible y misterioso que nadie sabe en qué consiste, santo tabou que hace caer de rodillas á los salvajes de la imbecilidad elegante.
En la orilla suiza se ven mujeres solas, de ademanes sueltos y aire decidido, que van de un lado á otro con la más tranquila audacia. Son señoras decentes, que pueden moverse con entera libertad, sin miedo á verse confundidas con una clase que no existe, ó caso de existir, excepcionalmente, se ve repelida por la hostilidad del ambiente protestante.
Á un lado del lago campea el anuncio francés, gracioso y ligero; damas escotadas, con grandes sombreros y las piernas al aire, que pregonan las excelencias de un chocolate ó unos baños. En la ribera suiza, el cartel de macizos colores representa siempre una niña ordeñando una vaca, una osa dando el biberón á un osezno, ó un chalet á cuya puerta bebe glotonamente la tranquila familia el licor de sus rebaños. La leche y el oso (animal amado de los suizos y símbolo de su país) son los dos principales elementos artísticos de este pueblo, que es siempre pesado y sólido cuando se propone hacer imaginación.
El lago Leman tiene en un extremo más cerrado y abrupto una joya histórica, un lugar de peregrinación, al que acuden todos los extranjeros.
El castillo de Chillón vale tanto para los suizos como el recuerdo de Guillermo Tell. Hasta tiene sobre éste la ventaja de que, siendo muchos los que dudan de la existencia del héroe suizo, nadie puede dudar de la del castillo, pues ahí está, cuidadosamente conservado y restaurado, hundiendo sus cimientos en las aguas profundísimas del Leman y destacando sobre el verde de las montañas las caperuzas rojas de sus torres.
Cada país ama lo que no tiene y se lo apropia inventándolo. El plácido montañés suizo, que vive en plena libertad, en el tranquilo equilibrio de una buena digestión, sin conocer brujas ni temer ánimas en pena, en medio de un paisaje sonriente y gracioso, necesita salpimentar su existencia con algo terrorífico y espeluznante.
Así como España se esfuerza en demostrar que la Inquisición y las expulsiones de judíos y moriscos no fueron tan terribles como se ha dicho, y Francia arregla á su modo lo de San Bartolomé y las Dragonadas, y todos los países se sacuden como pueden las ferocidades del pasado, el buen suizo amontona horrores sobre horrores en el castillo de Chillón, especie de Bastilla helvética, con vistas al lago y las montañas, lo mismo que cualquier hotel de los alrededores, en los que se paga con generosidad principesca el honor de vivir alojado. La prisión de Bonivard, un patriota ginebrino, mártir igual ó inferior á los miles de miles de mártires que suman todas las patrias de este planeta, ha servido de punto de partida á los suizos para cargar al pobre y sonriente Chillón con toda clase de crímenes.
Entráis en el castillo, confundidos en un rebaño de viajeros ingleses, y la guardiana, una suiza peliblanca, seca y de ojos claros, que da vueltas á una enorme llave introducida en uno de sus índices, os señala un hecho espeluznante á cada paso, con una voz monjil, como si estuviera cantando el domingo en la capilla de lo que llaman «religión nacional».
Ve una viga y os dice al momento: «De aquí colgaban los duques de Saboya á sus enemigos.» Ante un montón de piedras: «Aquí dormían los condenados á muerte su último sueño.» En un cuartucho, sin otros muebles que unos cofres viejos: «Esta era la cámara de tormento donde despedazaban á los hombres.» Frente á una poterna que se abre sobre el lago: «Por aquí arrojaban los cadáveres de los condenados. Cien metros de fondo, señores míos.» En la cocina del castillo, su indignación patriótica, no sabiendo qué inventar, señala la chimenea, afirmando que en ella se asaban bueyes enteros, para que el buen auditorio se diga escandalizado: «¡Pero qué tíos tan brutos eran los duques de Saboya!..»
Y mientras se suceden las horripilantes explicaciones, en los llamados subterráneos, que tienen grandes ventanas por las que penetra á raudales la luz, ó en las altas cámaras, con miradores por los que se ve el mágico espectáculo del lago, el castillo sonríe, hundidos sus pies en el azul y su cabeza rodeada de un nimbo. Y la hiedra que escala los góticos ventanales, moviéndose al soplo de la brisa, como con un ademán negativo, las ondas que susurran al morir dulcemente contra los fuertes bastiones, el sol que colora con un tono naranja las vetustas piedras, dándolas palpitaciones de vida, todo parece decir á gritos: «No la creáis; ¡mentira! ¡todo es mentira! Su oficio es dar una sensación emocionante á los viajeros, para que á la salida le suelten medio franco.»
Lord Byron fué quien inmortalizó este castillo con sus versos «El prisionero de Chillón». El pobre Bonivard le debe la inmortalidad.
Pero ¡ay! el ridículo mata las mayores sublimidades, y después que el poeta inglés grabó su nombre en una columna del subterráneo de Chillón, otro artista ha pasado por él, «mezcla de bayadera y de pilluelo parisién», como dijo Zola, y poseedor de esa gracia grotesca que los hijos del Mediodía franceses comunican á cuanto tocan.
Desde que á Alfonso Daudet se le ocurrió encerrar al desventurado y heroico Tartarín en el castillo de Chillón, se acabó su romántico encantamiento. ¡Adiós, pobre Bonivard! Es inútil que la guardiana salmodie con su voz de beata calvinista:
– En esta columna estuvo atado seis años Bonivard, héroe de la libertad de Ginebra.
Por encima del organismo escuálido y haraposo, y de la cabeza de Cristo del patriota cantado por Byron, aparece el cuerpo rechoncho y la fiera cabezota morena y barbuda del intrépido hijo de Tarascón, nieto ilegítimo de Don Quijote é incansable cazador de leones… y de gorras.
VI
Los osos de Berna
Cuando llegan los extranjeros á la capital de la Confederación Helvética, su primer deseo es siempre el mismo.
– Lléveme usted á ver los osos – dicen al cochero ó al guía del hotel.
Y al extremo de un puente, en el fondo de un foso circular, semejante á una pequeña plaza de toros cuidadosamente enlosada, encuentran á los hijos favoritos de Berna, á los famosos osos, que figuran en el escudo nacional, sirven de adorno á los monumentos y se exhiben como motivo decorativo en las fachadas y salones de los edificios públicos.
Numeroso gentío ocupa siempre la balaustrada del gran redondel, hablando de lejos á los pesados animales, excitándolos con gritos cariñosos, enviándoles una nube de mendrugos y frescas zanahorias. En torno del foso hay una pequeña feria, con puestos en los que se venden vituallas para la bestia amada y tarjetas con los retratos de estos personajes populares. De vez en cuando uno de ellos se encarama por las ramas transversales de un viejo tronco plantado en el centro del redondel, y el gentío se entusiasma ante la gracia y la agilidad del pesado animal.
Los osos de Berna son ricos. Han heredado un sinnúmero de veces, pues ciertas solteronas patrióticas les legan al morir una parte de su fortuna. Viven en opulenta abundancia, soberbiamente alimentados, como el pueblo suizo, del cual son á modo de un símbolo; y como si no les bastase la manutención que les da el municipio bernés, administrador de sus bienes, la admiración popular los acosa y abruma bajo un espeso aguacero de regalos.
Ahora son seis nada más. Sentados sobre las patas traseras, ventrudos, enormes, con lanas cuidadosamente lavadas, miran á lo alto, contestando con sonrientes colmillos al griterío de la fila circular de admiradores. Ahítos hasta la inmóvil pesadez, cogen al vuelo la zanahoria ó el pan untado con miel, que les viene directamente á la boca; pero si el donativo resbala ante sus colmillos y cae á sus pies, no hacen el menor esfuerzo por recogerlo. Nuevos regalos llueven en torno de ellos, y dejan lo que cae para sus compañeros de foso, para los parásitos que les acompañan en su agradable cautiverio, centenares y tal vez miles de pájaros del inmediato parque, que saltan sobre las losas buscando migajas en los intersticios, ó picotean en el vientre y las patas de los enormes camaradas, animando su lanudo volumen con inquietos aleteos.
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