Vicente Blasco Ibáñez - Los enemigos de la mujer
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Miguel amaba la arquitectura presente, cuyas catedrales son las «galerías de máquinas» y las grandes estaciones de ferrocarril. Aplicada á la vivienda, le placía por su falta de estilo: paredes blancas, pocas molduras, rincones semicirculares, carencia absoluta de ángulos, para perseguir el polvo hasta en sus últimas madrigueras, amplias aberturas que daban entrada á la brisa ó al sol, dobles muros por cuyos huecos podía circular el aire caliente ó frío y el agua á diversas temperaturas.
– Hasta ahora, el hombre – afirmaba el príncipe – vivió en magníficos estuches de arte y de porquería. Los arquitectos modernos han hecho más en treinta años por la dulzura de vivir que hicieron en tres mil los constructores-artistas tan admirados por la Historia. Han declarado indispensable el cuarto de baño, que no conocían los reyes de hace un siglo, y las aguas corrientes; han inventado la calefacción central y el water-closet . Que no me hablen de los magníficos palacios de Versalles, donde no había un solo gabinete de necesidad, y todas las mañanas los lacayos vaciaban doscientos sillicos del rey y de los cortesanos. Algunas veces, para terminar más pronto, arrojaban su contenido por las majestuosas ventanas, y venía á caer sobre la litera y el séquito de una delfina ó de un embajador.
Toledo se dedicó á vigilar la construcción de Villa-Sirena, blanca, lisa y sin estilo definido, con arreglo á los deseos del príncipe. Este se encargaría de «hacer arte» cuando llegase su hora, colocando el cuadro célebre, la estatua, el tapiz ó la alfombra allí donde diesen más placer á sus ojos. La casa sólo debía ser una envoltura de líneas puras y simples, en cuyos flancos estuviesen almacenados el calor ó la frescura, según la estación, el agua pronta á correr por todas partes, la electricidad escapando en chorros luminosos ó agitando la atmósfera con el aleteo de la brisa.
Le fué más fácil transformar con rapidez su vivienda errante sobre los mares. Vendió el Gaviota , que le recordaba su dependencia como hijo de familia, y fué á los Estados Unidos atraído por un anuncio. Cierto multimillonario había empezado tres años antes la construcción de un yate, con el deseo de que fuese superior en lujo y tonelaje á los de todos los soberanos de Europa. Cuando veía próximo á realizarse este triunfo de los reyes republicanos de la industria sobre los reyes históricos del viejo mundo, el americano murió en un accidente de automóvil y sus herederos no sabían qué hacer del tal Leviatán, que sólo podía servir á un viajero inmensamente rico y además, en su opinión, algo loco. Pensaban ofrecerlo al kaiser Guillermo II, resignados á sufrir sus exigencias de aprovechado comerciante, cuando se presentó el príncipe Lubimoff. Una semana después, la blanca popa del buque y las dos caras de su proa ostentaban un nombre en letras de oro, repetido además en los rollos salvavidas y en las diversas embarcaciones secundarias, balleneras, botes á vapor, botes automóviles: Gaviota II .
Tenía el tonelaje de un pequeño trasatlántico y la velocidad de un torpedero. Por su doble chimenea se escapaba diariamente la fortuna de un hombre. Su presencia en ciertos archipiélagos lejanos dejaba limpios los depósitos de carbón. Un vapor de carga alquilado por el príncipe salía al encuentro del Gaviota II en los mares más remotos para llenar sus bodegas de combustible.
Puertos tranquilos se iluminaron por la noche como si hubiese salido el sol. El príncipe Lubimoff daba una fiesta á bordo, y su buque se dibujaba, desde la línea de flotación hasta los topes, ribeteado de bombillas eléctricas de diversos tonos, mientras los potentes reflectores lanzaban chorros movibles de luz, sacando de las entrañas de la noche las olas, las playas, el caserío de la ciudad. Otras veces, el fuego blanco de sus ojos monstruosos resbalaba sobre muros de hielo que se perdían en las altas tinieblas, y los pingüinos, las focas y los osos polares interrumpían su sueño, asustados por este monstruo luminoso y jadeante que partía como un relámpago el misterio de la noche.
Ser dueño del movible palacio que al anclar frente á las ciudades hacía correr á las muchedumbres como un espectáculo raro no era suficiente para Miguel Fedor. Y creó algo más interesante aún que los salones lujosos y las refinadas comodidades del Gaviota II : su orquesta.
La sensualidad de la música era para él la más preciosa de las emociones. Con el oído harto de música suculenta, buscaba autores ignorados y muchas veces extravagantes que excitaban su curiosidad; pero siempre volvía á exigir como platos fuertes de estos banquetes auditivos los maestros de sus primeras adoraciones, y entre todos ellos, Beethoven.
Tratados como si fuesen oficiales, retribuídos á su placer y con el aliciente de visitar una gran parte de la tierra, se presentaban músicos de todos los países solicitando su ingreso en la orquesta del yate. Concertistas de fama y jóvenes compositores entraron en ella como simples ejecutantes. Unos estaban enfermos, y buscaban su salud en un viaje alrededor del mundo con verdadero lujo y sin dispendios; otros se embarcaban por amor á las aventuras, por ver gentes nuevas desde este alcázar flotante, donde todo parecía organizado para una eterna fiesta. Nunca eran menos de cincuenta.
«Mi orquesta es la primera del mundo», contestaba con orgullo el príncipe cuando le cumplimentaban sus invitados; pero sólo de tarde en tarde, estando en los puertos, permitía que la gente de tierra viese á sus músicos.
En las noches tibias del trópico, bajo una luna enorme de color de miel que convertía el mar en planicie de azogue, los ejecutantes, vestidos de frac y sentados en la cubierta superior ante las filas de atriles iluminados por lamparillas eléctricas, iban desarrollando en una atmósfera dormida – que guardaba tal vez los primeros vagidos del nacimiento del planeta – las melodías más originales, las combinaciones de sonidos más refinadas que engendró el sublime delirio del artista hecho dios. La música iba quedando detrás del buque, en el misterio oceánico, como una cinta que se estira, se rompe y se pierde en fragmentos lo mismo que el humo de las chimeneas. Durante las pausas de la orquesta surgía el sordo y lejano rodar de las hélices levantando un zumbido de espumas; luego, de tarde en tarde, el lento badajeo de la campana anunciando el paso del tiempo, ó el grito del vigía acurrucado en el «nido» del palo mayor, revelando su vigilancia con una melopea igual á la del muecín en lo alto de su minarete. Y esta música monótona del mar comunicaba una sensación de noche y de inmensidad á la música de los hombres.
Al pie de las escaleras ó en los salientes de las cubiertas inferiores se agrupaban los oficiales y los empleados del príncipe para oir el nocturno concierto. En la proa, la marinería, puesta en cuclillas, escuchaba con el religioso silencio de los hombres simples ante algo que no comprenden, pero que les infunde respeto. Arriba no había más oyente que Miguel Fedor, lejos de los músicos, de espaldas á ellos, mirando á sus pies las aguas espumosas y partidas que escapaban como un doble río á lo largo del buque, llevándose á la boca el cigarro, que hacía surgir por un momento de la sombra, coloreado de rojo, su rostro pensativo.
El yate guardaba otra corporación más silenciosa. Los que conseguían subir á él en los puertos siempre alcanzaban á distinguir de lejos alguna dama con zapatos blancos, falda azul, chaqueta cruzada con botones de oro, corbata y cuello masculinos, gorra de oficial. Nadie sabía con certeza cuántas eran. Los hombres de la tripulación tenían vedado el acceso á los departamentos centrales del buque y su cubierta superior. Algunos, al contravenir por descuido la orden, se habían encontrado con las compañeras del príncipe más ligeras de ropa que cuando llevaban su elegante uniforme marino, ó con trajes ricos y exóticos, como figurantas de baile. En los grandes puertos saltaban á tierra por unas horas estas tripulantes misteriosas, vestidas con discreta elegancia y expresándose en diversos idiomas.
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