Vicente Blasco Ibáñez - Los enemigos de la mujer
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Estaba orgullosa de su belleza. Habló de Venus como de un personaje real. Admiraba su serenidad olímpica dándose á los dioses y á los hombres, sin dejar de ser superior aun en el momento en que sufría el despotismo del sexo asaltante. Ella se consideraba como una superbelleza, más allá de los vulgares límites del vicio y la virtud, una obra de arte viviente, y el arte no es moral ni inmoral, pues le basta con ser hermoso.
– Poetas, pintores y músicos buscan entregarse al mayor número de admiradores; se esfuerzan por engrandecer el círculo del deseo público; procuran, con una coquetería femenil, atraer nuevos solicitantes. Yo soy como ellos. No necesito crear belleza, pues, según dicen, la llevo en mí misma; mi obra soy yo; pero amo la gloria, necesito la admiración, y por eso me doy generosamente, satisfecha de la felicidad que proporciono, pero sin dejarme dominar por aquellos que busco, conservando mi público á mis pies.
Miguel pensó que por la vida de esta mujer debían haber pasado varios artistas. Se notaba en sus palabras, en las imágenes con que pretendía expresar el entusiasmo por su propio cuerpo. El orgullo de su belleza era inmenso. ¿Qué valían las ambiciones perseguidas por los hombres, comparadas con la satisfacción de verse hermosa y deseada? Unicamente la gloria de los guerreros, de los conquistadores sanguinarios, cuyos nombres son conocidos hasta en los lugares salvajes, podía igualarse con el dominio universal de la mujer.
– Para mí – continuó Alicia – , lo más hermoso y exacto que se ha escrito es lo del «banco de los viejos».
El príncipe hizo un gesto de extrañeza, y ella continuó. Eran los viejos troyanos de la Ilíada , que protestan del largo sitio de su ciudad, de la sangre de miles de héroes, de la miseria, todo por culpa de una mujer… Pero pasa Helena ante el «banco de los viejos», majestuosa de belleza, arrastrando sus túnicas de oro, y todos ellos quedan absortos de admiración, lo mismo que si la divina Afrodita acabase de descender á la tierra, y murmuran como una plegaria: «Bien merece lo que por ella sufrimos. ¡Es tan hermosa!»
– Me gusta que los hombres padezcan por mí. ¡Qué gloria si yo pudiese ser la causa de una gran matanza, como esa abuela inmortal!.. Siento un orgullo profundo cuando noto que á mis espaldas mugen la envidia y el despecho, lanzando todas esas murmuraciones que enfurecen á mi madre. Sólo las personas extraordinarias levantamos tempestades… Y luego, en los salones, los mismos personajes austeros que han hecho coro á sus esposas y sus hijas me miran al pasar con unos ojos disimulados y admirativos; unos enrojecen, otros se ponen pálidos. Adivino que no tendría mas que hacer una seña á su muda admiración… Yo también tengo mi «banco de los viejos».
Se dió cuenta Lubimoff repentinamente de que ella, mientras hablaba, se había ido aproximando, de almohadón en almohadón, apoyándose en los codos. Casi estaba á sus pies, con la cabeza en alto, pretendiendo envolverle en el efluvio magnético de su mirada ascendente y fija. Parecía una serpiente negra y blanca estirándose poco á poco entre los cojines; iba saliendo de ellos como si fuesen peñascos de diversos colores.
– El único hombre que me ha hecho pensar un poco – continuó con una voz de susurro – , el único que me ha parecido distinto á los otros, eres tú… No te alarmes: no es amor. No voy á invertir los términos, haciéndote una declaración. Tal vez ha sido porque de muchachos nos aborrecimos, porque nunca te inspiré deseos; y esto resulta tan extraordinario en mi vida, que basta para interesarme.
Sus manos se apoyaron en las rodillas de él como si fuera á incorporarse.
– Cuando nos encontramos en el cementerio, después de tantos años, me acordé de todo lo que he oído contar de ti. Muchas mujeres que yo conozco han sido tus amantes, y yo me dije: «¿Por qué no yo también?» Luego pensé en los hombres que han pasado por un vida, y añadí: «¿Por qué no él?..»
Ahora eran los codos de Alicia los que se apoyaban en sus rodillas, y como el príncipe estaba sentado sobre dos almohadones nada más, casi quedaban al mismo nivel sus ojos y sus bocas. El aliento de ella, al hablarle, se esparcía sobre su rostro como una brisa de selva asiática susurrante bajo la luna. Las especias y las flores que saturaban el vino parecían voltear en esta caricia flúida.
Intentó él repelerla, pero una mano de Alicia se había posado ya en uno de sus hombros. Se limitó á hacer con la cabeza un gesto negativo.
– No temas – añadió ella, extremando su susurro acariciador – . Conmigo no hay compromiso. Me dejarás cuando quieras; tal vez te deje yo antes… Te deseo desde hace unos días: tú debes desearme como los otros… Vivamos el momento presente como personas que conocen el secreto de la existencia y saben lo que ésta puede darnos… Luego, si nos cansamos el uno del otro, ¡adiós! sin rencor y sin nostalgia.
Al recordar el príncipe de tarde en tarde esta escena, sentía cierta molestia. Estaba seguro de haberse mostrado brutal y ridículo. El, que con tanta facilidad realizaba el gesto de amor en sus viajes, experimentando muchas veces una comezón de repugnancia ni pensar en sus copartícipes, se rebeló con un pudor irritado ante los avances de la duquesa. ¡No; con ella, nunca! Despertó en su interior la misma antipatía que le había hecho levantar el látigo siendo adolescente.
Se vió de pie en el centro del estudio, mirando con inquietud hacia la puerta, murmurando estúpidas excusas. «Debo irme: es tarde. Me esperan unos amigos…» Ella se había serenado. También estaba de pie, y le miró con asombro é ira.
– Tú eres el único que podías hacer esto – dijo, al despedirle, con un acento cortante – . Ahora veo claro. Te odio como tú me odias. Mi capricho era estúpido. Te has permitido un lujo que nadie en el mundo podrá imitar. Si fuese más joven, te daría otro latigazo como el del Bosque; pero á falta de él, hazte cuenta que te repito lo que dije entonces.
No se vieron más.
Cuando el príncipe hubo puesto en orden todo lo concerniente á la herencia de su madre, pensó en reanudar sus viajes, pero con mayor suntuosidad. Ya no necesitaba pedir dinero á la princesa. Era uno de los grandes ricos del mundo. Los hombres que estaban al frente de la administración de sus bienes – una oficina con numerosos empleados, casi un Ministerio de pequeño Estado – le anunciaban que los diez y seis millones anuales de la princesa iban muy pronto á ser veinte, por el desarrollo de los ferrocarriles rusos, que permitiría una explotación más intensa de sus minas.
El coronel recibió el encargo de echar abajo los muros feudales, construyendo Villa-Sirena de acuerdo con los gustos del príncipe. Este odiaba las resurrecciones arquitectónicas. No podía sufrir ciertos edificios que pretenden copiar la Alhambra, los palacios de Florencia ó las construcciones ordenadas y solemnes de Versalles, para orgullo de sus propietarios.
– Los muebles tendrían que ser idénticos á los de la época – decía Miguel – y habría que vivir en esas casas lo mismo que se vivía en el siglo que produjo el estilo, vestir y comer como en otras edades… ¡Qué disparate la reconstrucción de uno de esos cascarones históricos para instalarse en su interior como hombres modernos, incurriendo á cada paso en un anacronismo!..
Recordaba el intento de un millonario amigo suyo, miembro del instituto, que había hecho levantar en la Costa Azul una casa romana, exactamente romana. Los invitados á la inauguración tuvieron que dormir en camas de correas, comieron acostados, y para sus excedencias digestivas sólo encontraron un agujero en el suelo, lo mismo que los antiguos Césares. A las veinticuatro horas todos fingían haber recibido telegramas llamándoles con urgencia á París, y el mismo dueño, pasados unos meses, dejó su casa al cuidado de un conserje para que la enseñase como un museo.
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