Vicente Blasco Ibáñez - Los enemigos de la mujer

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Cuando el Gaviota II tornaba á anclar en una bahía visitada el año anterior, los curiosos encontraban completamente renovado este harén errante. Algunas veces llegaban á reconocer á una ó dos de las damas, pero tenían la expresión melancólica y paciente de la odalisca venida á menos, que se considera contenta en el lujo y el olvido.

Miguel Fedor cortaba algunos años sus viajes, durante el verano, para instalarse en las playas de moda. Las mujeres de las largas travesías quedaban á bordo con todas los comodidades y despilfarros á que estaban acostumbradas. Otras veces las despedía como se licencia á una tripulación al desarmar un buque, finalizada su campaña.

Le interesaban de pronto las mujeres de vida sedentaria, la sociedad de tierra firme, los intrigas veraniegas en los balnearios célebres, y permanecía en un hotel costero, mientras su yate se balanceaba gallardamente sobre las aguas azules como un palacio de misterios y suntuosidades, hacia el que convergían todas las imaginaciones femeninas.

Viviendo en Biarritz intimó con Atilio Castro al descubrir que eran parientes por el general Saldaña. El español admiró la fascinación que ejercía el príncipe sobre todas las mujeres, muchas veces sin desearlo.

Jamás en ninguna época había sentido la hembra más afición al lujo ni menos escrúpulos para conseguirlo. Esta era la opinión de Castro. Las grandes ostentaciones, que en otros siglos sólo estaban al alcance de contadas familias, pertenecían ahora á todo el mundo. Sólo se necesitaba dinero para poseerlas. Además, había que tener en cuenta los adelantos materiales del tiempo presente, que hacen la vida más cómoda, pero aumentan nuestros deseos…

– El automóvil y el collar de perlas llevan hechas más víctimas que las guerras de Napoleón – decía Atilio.

Eran estas dos cosas como el uniforme de gala de la mujer, y las que carecían de ellas se juzgaban infelices y maltratadas por la suerte. Su doble imagen turbaba las ilusiones de las vírgenes y la fidelidad de las esposas. Las madres burguesas, con el gesto melancólico de la que ha malgastado torpemente su existencia, aconsejaban á las hijas: «Para casaros que sea con automóvil y collar de perlas.» Y más allá del matrimonio modesto se prolongaba este deseo, robustecido por el consejo maternal. El lujo, sea como sea; el lujo democratizado, al alcance de todos, conseguido por el dinero, que no tiene sabor, ni olor, ni marca de origen.

– Tú eres el omnipotente que puede dar el «auto» de buena marca y la sarta de perlas – continuaba Castro – . Tú eres el sultán de las magnificencias. Te basta poner tu firma en un cheque para que una lluvia de oro doble una cabeza. ¡Aprovéchate! Tu época te ha preparado el camino.

Y el príncipe, que no necesitaba tales consejos, seguía su marcha de vencedor por un mundo en el que se desvanecían á su paso las virtudes más acreditadas. Hasta las resistencias sinceras acabaron por parecerle útiles malicias para retrasar la caída, aumentando el deseo y su precio. Los millones llegados de Rusia se esparcían y desmenuzaban sosteniendo el bienestar y la ostentación de muchas casas, fomentando la elegancia de numerosas señoras, sirviendo de alimento á las industrias del lujo. Algunas damas se sentían interesadas verdaderamente por la persona de Miguel Fedor á causa del prestigio misterioso de sus viajes en un buque del que se hablaba como de un palacio encantado, á causa también de sus aventuras con mujeres célebres del teatro ó del gran mundo, que le hacían mas deseable. Pero una vez satisfechas su vanidad y su imaginación, dejaban hablar al egoísmo. «¿Por qué he de ser yo menos egoísta que las otras?..»

No necesitaban de astucias y circunloquios para formular su petición. Algunas, á la segunda entrevista, se mostraban melancólicas y aludían á las tristes realidades de la existencia. Pero el generoso príncipe se anticipaba á sus deseos. Quería pagar á sus amantes, abrumarlas con sus regalos, verlas como esclavas favoritas cubiertas de joyas. Así era más fácil el rompimiento; podía alejarse cuando quisiera, satisfecho de su conducta, sin emoción ante las quejas y las lágrimas. De sus ascendientes rusos, medio orientales, había heredado una gran capacidad sensual que le hacía buscar á la mujer, y al mismo tiempo un desprecio inalterable por ella. La mimaba, pero no podía amarla; la adoraba, y se revolvía indignado siempre que pretendía colocarse á su mismo nivel. Era capaz de perder su fortuna por ella, de afrontar peligros de muerte, pero apartándola á continuación con el pie si intentaba influir en su existencia. Las ambiciosas que fingían una gran pasión con la inaudita esperanza de un matrimonio, las sentimentales que pretendían interesarle con refinamientos psicológicos, las que traían al adulterio sus entusiasmos de madre y susurraban en su oído la felicidad de tener un hijo que se le pareciese, le esperaban en vano al día siguiente. «¡Ni grandes pasiones, ni hijos!..» El yate echaba de pronto dos chorros de humo, llevando á su dueño á otro puerto, tal vez á otro continente: y si quería huir de una ciudad del interior, ordenaba el enganche de su vagón especial en el primer tren que partiese.

Estas fugas no eran nunca sin un generoso recuerdo. La magnificencia de Miguel Fedor continuaba existiendo para las abandonadas. Su presupuesto se iba cargando todos los años con nuevos nombres, como el de una casa real que distribuye pensiones á los servidores olvidados. Pero las pensiones del príncipe Lubimoff eran para el mantenimiento del lujo y no de la vida. Las más modestas pasaban de treinta mil francos anuales. El tipo medio era de doble cantidad.

– Alteza, habrá que hacer una revisión – decía el administrador.

Miguel examinaba la lista de nombres, vacilando ante algunos. No podía recordar bien las personas que los llevaban. Luego sonreía, paladeando ciertas visiones despertadas en su memoria. Era inmensamente rico: ¿por qué no mantener un lujo que era la suprema ilusión de todas ellas?.. No le ofendía que de este lujo disfrutasen sus sucesores.

Experimentaba un orgullo de dios al hacer sentir á todas horas su generosidad sin dejarse ver. En París, una joyería dirigida por un judío de origen español trabajaba solamente para los regalos del príncipe. Sus alhajas, de un valor sólido é intrínseco, sin añagazas de artífice, tenían cierto aire de familia, algo así como un perfume imaginario que hacía reconocerse á las mujeres que las ostentaban. A lo mejor, en un hall de hotel, á la hora del té, en un balneario elegante ó en un baile, dos señoras que acababan de reconocerse se examinaban en silencio las orejas ó el pecho, hasta que la más atrevida, enrojeciendo invisiblemente bajo sus coloretes, preguntaba con sencillez: «¿Ha conocido usted al príncipe Lubimoff?..»

Atilio Castro admiraba á su pariente, más que por su riqueza y sus éxitos, por su inalterable salud.

– ¡Qué cosaco!.. Es un legítimo heredero del protegido de Catalina.

Sin embargo, muchas veces escapaba el yate mar afuera, emprendiendo largos viajes, sin que su dueño se viese forzado á huir de una pasión complicada y peligrosa. Se alejaba de sí mismo, de sus excesos de tierra, de su imaginación perversa y curiosa, que le hacía buscar y tentar á nuevas mujeres, perturbando su tranquilidad, sin que experimentase un verdadero deseo. Emprendía los más extraordinarios viajes, buscando la paz del mar y su atmósfera reconfortante, la orquesta iba con él; pero el harén quedaba en tierra. Había dado la vuelta al planeta siguiendo la ruta más corta; luego repitió esta circunnavegación por dos veces, pero en zigzag, queriendo conocer todas las costas de la tierra. Ahora emprendía viajes caprichosos; navegaba de un hemisferio á otro por el placer de visitar una pequeña isla que había visto descrita en los libros, una de esas islas perdidas en el Pacífico, y tan exiguas, que aparecen en las cartas como un simple punto á continuación de su largo nombre trazado sobre la superficie pintada de azul.

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