Vicente Blasco Ibáñez - Los enemigos de la mujer
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También la duquesa de Delille vino á él, estrechándole las dos manos y envolviéndolo en una mirada extraña.
– Tu madre me quería de verdad… En los últimos años nos hemos visto mucho.
Miguel asintió mudamente. Lo sabía. La princesa Lubimoff era el único sostén de esta apasionada sin escrúpulos que se iba á fondo en la consideración de las gentes. Ella la había defendido cuando las otras mujeres del gran mundo, cediendo al instinto de conservación, le hacían la guerra y le cerraban la entrada de sus casas, temiendo por la fidelidad de sus maridos. Como jugaba en Monte-Carlo todos los inviernos, había acompañado á la princesa hasta sus últimos instantes.
– Me quería más que mi madre… Tal vez se acordaba de que pude ser su hija.
El príncipe se alejó, como molestado por esta alusión. ¡Le habían dicho tantas cosas de ella!.. Pero su imagen le fué acompañando durante el resto de la ceremonia. Continuaba siendo hermosa, mas con una belleza extraña. Había perdido su dorado cutis de fruto sazonado, y era pálida, con una blancura pajiza de papel japonés. Sus ojos, abiertos desmesuradamente, tenían unos reflejos metálicos; miraban con una tenacidad molesta y al mismo tiempo parecían vagorosos, como si se tendiese ante ellos una telaraña invisible. Sus enemigas menos implacables la acusaban de cierta propensión á los licores. Bebía, como un cliente asiduo de bar , toda clase de mezclas americanas. Otras atribuían su palidez y sus ojos eternamente asombrados á la morfina, al opio, á todos los líquidos y perfumes del estupor, creadores de «paraísos artificiales». La pequeña Alicia de otros tiempos apuraba su vida á grandes tragos, hasta el fondo de la copa.
Lubimoff creyó no verla más, pero á los pocos días empezó á recibir cartas de ella. Estaba solo, debía sentirse triste, y le invitaba á comer, sin ceremonia, como parientes que eran. Sus excusas provocaron nuevas invitaciones por teléfono. El príncipe, como el que cumple un aburrido deber social, acabó por ir un anochecer á su palacete de la Avenida del Bosque, una de las numerosas imitaciones del Pequeño Trianón que existen en el mundo.
La duquesa de Delille estaba orgullosa de este edificio y su reducido jardín, ante cuyas verjas de lanzas doradas pasaba todo el París elegante. Miguel conocía sus salones sin haber estado nunca en ellos. Los periódicos ilustrados que se ocupan de modas y de la vida de los ricos llevaban publicadas muchas fotografías del interior de esta casa en Europa y en América. Los comentarios de la gente le habían enterado de la singular existencia de Alicia. De pronto sentía un deseo furioso de recibir visitas, de ser admirada, de asombrar con sus dispendios, y organizaba grandes fiestas, lamentando que el Municipio de París no le permitiese iluminar á sus expensas, como en una fiesta nacional, toda la Avenida de los Campos Elíseos y el Arco de Triunfo, para que los invitados llegasen hasta su puerta entre fulgores de apoteosis. Había dado una garden-party en una sección del Bosque de Bolonia, con juegos náuticos, danzas de bailarinas sagradas traídas de Asia y un buffet para tres mil invitados. Otra vez gastó medio millón transformando una gran parte de su hotel en interior de palacio persa, para un solo baile de trajes, volviendo el día siguiente á restaurar los salones en su primitivo estado.
De pronto desaparecía. Las gentes comentaban su ocultamiento con guiños maliciosos. Algún nuevo amor; y sus amores casi siempre eran andantes, necesitando el viaje largo y el cambio de horizontes. Tal vez estaba en Constantinopla ó en Egipto; tal vez se ocultaba en uno de los enormes hoteles de Nueva York. A veces era cierto; en otras ocasiones, los más íntimos de la duquesa afirmaban que no había salido de París. El automóvil permanecía ante su puerta.
Esta era otra de las originalidades de Alicia. A todas horas del día y de la noche, uno de sus diversos vehículos de lujo se hallaba estacionado frente á la escalinata. Tres mecánicos se repartían el servicio, permaneciendo en el pabellón del portero; y apenas sonaba el timbre, no tenían mas que correr á su carruaje poniéndose los guantes y dar la vuelta á la manivela de marcha. La señora sentía deseos de salir á las horas más extraordinarias: cuando acababa de llegar de un baile, muchas veces después de haberse acostado, ó en las primeras horas de la mañana, que eran para ella lo que son las horas de profundo sueño para los demás mortales.
En otras temporadas, los chófers se relevaban durante semanas enteras sin franquear la verja del palacete. La duquesa no quería salir. Ya no experimentaba repentinos deseos de correr sin objeto por el París dormido, de hacer visitas á horas intempestivas ó deslizarse por los bosques de los alrededores en plena tormenta. Y los automóviles parecían envejecer en su inmovilidad, unas veces con las ruedas hundidas en la nieve del patio, otras cubiertos de lágrimas por la lluvia oblicua que se deslizaba bajo la amplia marquesina de cristales. La inquieta y rebullente Alicia pasaba mientras tanto los días en el lecho, afirmando á sus íntimos que para conservar la belleza era excelente hacer de vez en cuando «una cura de reposo». Invitaba á comer á los amigos sin moverse de la cama. La mesa era servida lujosamente en el gran dormitorio, y ella, metida entre sábanas, con los platos á su alcance sobre un velador, reía y conversaba con los convidados. Transcurrían para ella meses enteros sin ver el exterior de su casa, olvidando los costosos objetos que su capricho había amontonado en las habitaciones. Le bastaba con la vanidad de haber fabricado un riquísimo estuche para albergue de su pereza.
El príncipe la encontró en un saloncito del piso bajo. Verdaderamente, le recibía con absoluta confianza. Iba vestida con una túnica negra de su invención, mezcla de peplo y de kimono. Los brazos se escapaban desnudos de esta seda floja, que parecía vivir apretándose sobre su cuerpo. Se adivinaban debajo de ella los relieves y el calor perfumado de la carne, sin velos interiores. Miguel miró su smoking y su brillante pechera como si hubiese cometido una falta.
Mientras iban hacia el ascensor, blanco y acolchado como una caja de guantes, ella le dejó entrever los salones del piso bajo, ostentosos, pero en una penumbra que casi era obscuridad: el gran comedor, desierto y enfundado; el pequeño comedor, en el que no se veía preparativo alguno… ¿Adónde le llevaba?.. ¿Estaría la mesa puesta en su dormitorio?..
El ascensor pasó ante el primer piso sin detenerse.
– Vamos á mi estudio – dijo Alicia – . Tú eres de confianza. Allí es donde como cuando estoy sola.
Lubimoff se asombró del llamado «estudio», una vasta pieza que ocupaba gran parte del segundo piso, y en el que no pudo ver otros libros que los de un pequeño estante. El decorado era de falso «Extremo Oriente»: un amontonamiento de muebles de laca negra y sin adornos, de sedas de colores desleídos ó de un azul negruzco, de ídolos espantables. Una luz difusa y verdosa descendía del techo: la luz de los teatros en una escena de noche. Un biombo cubierto de figuras de oro formaba como una segunda habitación, más íntima, con el suelo alfombrado de pieles blancas de largos y sedosos pelajes, sobre las cuales se amontonaban docenas de almohadones de diversos colores, con reptiles alados y flores inverosímiles.
Un olor exótico y penetrante arañó el olfato del invitado. Conocía este perfume. Y miró á la duquesa con severidad.
– Siéntate – dijo ella – ; van á servirnos.
Y como el príncipe mirase en torno, sin ver ninguna silla, Alicia le dió ejemplo dejándose caer en un montón de cojines. Miguel se sentó de igual modo junto á una mesilla de nácar del tamaño de un taburete. Sobre ella, una lámpara de pantalla obscura esparcía su redondel de luz suave. El príncipe empezó á sentirse agitado por una cólera sorda al pensar en su noche malograda.
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