Guido Pagliarino - La Furia De Los Insultados
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- Название:La Furia De Los Insultados
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- ISBN:978-8-87-304939-5
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Poco antes de la detención del sospechoso, en torno a las 20 y 30 y sin que faltara media hora para el toque de queda, transitando la camioneta de la policÃa por la plazuela del Nilo, el comandante al mando vio a ese individuo con ropa de paisano entrando sin llamar al apartamento del piso bajo, por una puerta dejada abierta por alguien, en la pequeña casa en la que la mujer era la única que vivÃa en la planta baja. De espaldas al vehÃculo, el hombre no se dio cuenta de la vigilancia de la patrulla. Tras entrar, no cerró del todo la puerta, sino que la dejó entreabierta. El comandante supuso que tal vez estuviera implicado, como Demaggi, en el mercado clandestino y la habrÃa dejado abierta para que llegaran otros implicados: no cerrar la puerta hacÃa que pareciera improbable que se tratara de un cliente sexual, sin contar con la ropa sospechosa del hombre y las tarifas notoriamente elevadas de la prostituta. El responsable habÃa indicó al conductor que le llevara delante de la casa. Los agentes, salvo el conductor, descendieron y entraron en el apartamento. El sospechoso fue sorprendido en la entrada, junto a esta, en pie junto a Rosa Demaggi, que, lamentándose débilmente y en estado de semiinconsciencia, yacÃa en tierra con un hematoma sangrante en la nuca, consecuencia evidente de un golpe contra una consola, entrando a la izquierda, que presentaba una mancha de sangre. Rosa Demaggi expiró pocos segundos después de la entrada de los agentes. Considerado culpable de haber agredido a la mujer, el hombre del mono fue esposado. El jefe de patrulla le dijo:
âHas entrado con la intención de matarla y te han bastado muy pocos segundos para despacharla: estaba a la entrada esperándote, se fiaba de ti, porque la puerta estaba abierta. Sin embargo, tú, inesperadamente, sin darle tiempo a huir, le has dado un fuerte golpe en la cabeza contra el mueble para matarla. Esperabas largarte de inmediato, de hecho, no habÃas cerrado la puerta al entrar para no perder el tiempo en abrirla al salir. La habrÃas cerrado detrás de ti en cuanto salieras y adiós, quién sabe quién y cuándo encontrarÃa el cadáver. No suponÃas que estábamos cerca: querÃas que pensáramos en un accidente, pero te ha salido mal.
El comandante supuso que la habÃa matado con premeditación por razones relacionadas con el mercado negro, tal vez por su propio interés, tal vez por encargo de terceros. Que se trataba de un homicidio voluntario se deducÃa del hecho de que el hombre llevaba guantes de lana a pesar del tiempo todavÃa caluroso: «Con el fin de no dejar huellas», habÃa pensado de inmediato. En ese momento el sospechoso, en plena confusión mental por la inesperada intervención de los agentes, no supo qué responder. Como se podÃa observar de cerca, no solo llevaba ropa de obrero, sino que estaba también gastada y bastante sucia, asà que el comandante estaba convencido de que no podÃa tratarse de un cliente sexual de la mujer y por otro lado el hombre no llevaba dinero, como se observó al registrarlo. No llevaba ni siquiera documento de identidad, pero sà una licencia de conducir, en la que constaba que habÃa nacido en Nápoles hacÃa 42 años, que vivÃa en el barrio de Santa Luciella y que se llamaba Gennaro Esposito, nombre y apellidos por cierto muy comunes en la Campania y sobre todo en Nápoles, que podÃan ser falsos, igual que la licencia de conducir. Todos sabÃan en la comisarÃa que los delincuentes, en especial la Camorra, usaban tipógrafos muy hábiles en las falsificaciones. El jefe de patrulla no dio una gran importancia al documento.
Llamó a la sala operativa de la Central, a través de la radio de la camioneta, y refirió lo acaecido. La Sección de Delitos de Sangre avisó por teléfono a la centralita del depósito de cadáveres, pidiendo que se mandara a casa de la muerta, para las primeras investigaciones, al forense de servicio, que en ese turno era el doctor Giovampaolo Palombella, un sesentón de pelo gris largo y espeso, generalmente muy despeinado, alto, fibroso y, tal vez a causa de sus más de treinta años de inclinarse sobre cadáveres a diseccionar, un poco torcido. Al mismo tiempo, se habÃa enviado a la casa de la vÃctima un suboficial, un tal Bruno Branduardi, un hombre bajo, obeso y tranquilo, cerca de la jubilación, para que inspeccionara, escuchara a los agentes de la patrulla y al médico y anotase todo en su libreta para referirlo al volver al superior de turno.
El suboficial llegó a la plazuela del Nilo en su lenta motocicleta modelo La Piccola Italiana, 2que, de tan flaca como era, parecÃa soportar mal el gravoso peso de aquel hombre pletórico. En primer lugar prestó atención a los agentes, luego al médico forense, que llegó poco después de él, con dos ayudantes, en un furgón para el transporte de cadáveres. El forense excluyó el suicidio y consideró posible un accidente, dado que el golpe, a primera vista, no parecÃa haber sido muy violento. Sin embargo, no descartó el homicidio, reservándose ser más preciso después de la autopsia. El mariscal tomó nota, añadiendo en su cuaderno, como comentario, que en su opinión no habÃa sido algo casual sino un homicidio y que, en su opinión, el detenido era el asesino. En realidad, aceptó sencillamente lo que habÃa supuesto y referido el comandante. Se levantó el cadáver y se cargó en el furgón por los camilleros, para llevarlo al depósito, donde serÃa sometido a la autopsia. Por parte del Branduardi, después de inspeccionar someramente el apartamento y constatar que no habÃa nadie, ordenó a los agentes precintar la puerta de entrada, llevar al detenido a la comisarÃa y encerrarlo en una celda, a la espera de que se nombrara un comisario para el interrogatorio. En aquellos tiempos la ley no preveÃa la intervención de un magistrado, ni en el lugar del delito, ni durante el interrogatorio del funcionario de policÃa al detenido, que se producÃa sin la presencia de su abogado. El juez instructor intervenÃa después si el comisario investigador, valiéndose de la referida autopsia y habiendo interrogado al sospechoso, consideraba que se trataba de un homicidio e informaba a la procuradurÃa del reino. Por el contrario, en caso de caso fortuito, la investigación, supervisada por el subjefe de policÃa, sencillamente se archivaba sin actuación judicial.
Branduardi siguió al furgón, quedando sin embargo atrás por la baja velocidad de la motocicleta ya vieja y estropeada. A la llegada, mientras el detenido estaba ya en la celda, el mariscal subió a su despacho en la Sección de Delitos de Sangre en el segundo piso, espacio que compartÃa con un brigada y un agente dactilógrafo y se preparó con calma un café de guerra, un sucedáneo, con su máquina napolitana que tenÃa en el armario junto a un hornillo eléctrico de incandescencia. Se lo tomó muy caliente después de endulzarlo con una pastillita de sacarina, no porque fuera diabético, sino porque el azúcar, desde que empezó la guerra, era imposible de encontrar para los mortales comunes. Luego se fumó un cigarrillo Serenissima Zara con una calma casi celestial, saboreándolo hasta casi la colilla que, en las últimas dos caladas, habÃa sostenido pinchándola con un alfiler, como solÃan hacer no pocos fumadores en esos tiempos de carestÃa y cigarrillos sin filtro, y finalmente, con paso desganado, llevó el folio con el informe, no más de veinte metros en la misma planta, a uno de los subcomandantes de la Sección de Delitos de Sangre, un tal comisario jefe Riccardo Calvo, que estaba de turno aquel dÃa hasta la medianoche. A las cero y unos pocos segundos, Branduardi se fue a casa a dormir y, poco después, también Calvo después de haber dejado el informe del suboficial sobre la mesa de su igual entrante, el doctor Giuliano Boni.
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