Al entrar en la casa, Polly vio que el salón era cálido y acogedor, con gruesas paredes de piedra y losetas del mismo material en el suelo.
Se habían pasado toda la mañana hablando de todo, desde la música al chocolate y desde la política hasta las verdaderas razones por las que se extinguieron los dinosaurios. Durante aquella conversación, Polly se había sentido como si estuviera con el Simon de siempre y ambos parecían haberse olvidado de la incómoda situación que se había producido tras el beso.
Sin embargo, Simon no parecía incómodo en absoluto. Desde que había conseguido lo que quería, se había comportado de la manera más práctica. Había ordenado que ella volviera a la habitación a recoger sus cosas, había pagado la cuenta, y la había metido en el coche, tirando sin ninguna ceremonia sus bolsas de plástico en la parte de atrás.
Simon nunca hubiera tratado a Chantal o a Helena de aquella manera. Simon las habría mimado, abierto la puerta y se habría asegurado de que estaban cómodas. ¡No les hubiera dicho a ninguna de las dos que se metieran en el coche y se callaran!
– ¿Qué te parece? -preguntó Simon, mostrándole el espacioso salón, decorado con la elegante simplicidad que Polly sólo había visto en las revistas de decoración. Todo estaba perfectamente en su sitio y cada uno de los muebles había sido elegido cuidadosamente.
– Prefiero algo que demuestre que la gente vive en la casa -respondió Polly-. No me imagino al alguien sentado en el sofá comiendo helado y viendo la televisión, por ejemplo.
– Eso es porque se supone que en este lugar se tienen conversaciones inteligentes -dijo Simon, algo herido porque a ella no le hubiera impresionado.
– Para hablar no se tiene por qué estar incómodo -replicó Polly, sentándose en uno de los enormes sofás color crema y recogiendo las piernas bajo su cuerpo-. ¿Dónde os relajáis Helena y tú? -añadió, estirándose voluptuosamente.
– Tenemos que hacer cosas mejores que eso -replicó él, bajándole los pies del sofá y colocando uno de los cojines que ella había movido.
– ¿El qué? ¿Aseguraros de que los cojines no se descolocan?
– A Helena y a mí nos gusta estar en la compañía del otro relajadamente. Ninguno de los dos podría vivir en el desorden que parece ser tu hábitat natural.
– Sé que no soy la persona más ordenada del mundo, pero prefiero vivir con un poco de desorden que pasarme la vida sintiéndome nervioso por saber si puedo poner los pies en el sofá. ¿Qué hay aquí fuera? -preguntó ella, dirigiéndose a unas puertas de cristal.
– La terraza -dijo Simon, abriendo las puertas para que ella pudiera salir a la sombra de una parra.
Al contrario que el salón, decorado con sobria elegancia, aquella terraza rebosaba color y estaba llena de flores, que caían descuidadamente sobre el suelo.
– ¡Dios mío! -se burló ella-. Creo que vas a tener que hablar en serio con el jardinero, Simon. Ha sido algo descuidado mientras tú no has estado aquí. ¡Mira estas flores! ¿No crees que es mejor que pongamos todas las macetas en línea recta y que las podemos para que estén todas igualitas?
– Muy graciosa.
Con una sonrisa en los labios, Polly se dirigió a la escalera que bajaba al jardín, rodeado de olivos de ramas retorcidas y hojas plateadas. Había jazmines en las paredes y el olor persistente de la mimosa llenaba el aire. Polly miró el sol y suspiró de felicidad.
– ¡Esto sí que me gusta! -exclamó ella.
Simon la contemplaba desde la terraza. ¿Cómo se le podría haber olvidado lo insoportable que era Polly? Él tenía la desagradable sensación de que no iba a ser una buena idea hacerla pasar por Helena. Si se sentía así en la primera mañana con Polly, ¿qué pasaría al cabo de las dos semanas?
Ella había arrancado un tallo de lavanda y aspiraba el aroma con fruición. Justo cuando Simon estaba hartándose más cada segundo, ella lo miró, con el rostro iluminado por una sonrisa.
– Es preciosa -dijo ella, con los hombros bañados por el sol.
– Ven a ver la parte de arriba -respondió él secamente.
Desde el descansillo de la escalera, se abrían las puertas a una serie de dormitorios y cuartos de baño, todos decorados con el mismo estilo que las habitaciones de abajo.
– Y ésta es mi habitación -dijo Simon, abriendo la última puerta-. O tal vez, debería decir nuestra habitación.
Era una habitación preciosa, decorada con materiales naturales y colores neutros, bañada por el sol. En el centro había una enorme cama de hierro forjado.
Era la cama de Simon. También era la cama que él había compartido con Helena, la cama donde habían hecho el amor. ¿Habría él besado a Helena de la manera en la que la había besado a ella? Polly sintió que se le hacía un nudo en el estómago y apartó la mirada, deseando no haber pensado en aquel estúpido beso. En lo que tenía que pensar era que, aquella noche, tendría que compartir aquella cama con Simon.
Sin embargo, no había motivo para preocuparse. Simon le había dejado muy claro que no tenía intención de repetir el experimento. Se había pasado todo el día hablando maravillas de Chantal y Helena, dejándole muy claro que ambas eran completamente diferentes de ella.
Simon no la encontraba en absoluto atractiva, lo que era una bendición. Se apresuró a decirse que ella tampoco le encontraba atractivo, por lo menos, no muy atractivo.
Mirándolo de reojo, comprobó que, efectivamente, no era nada atractivo, sobre todo si se le comparaba con un hombre como Philippe, pero, sin embargo, había que admitir que tenía algo.
A primer vista, su rostro pasaba totalmente desapercibido, pero si se le volvía a mirar, se veía que su mandíbula era muy poderosa y la boca algo severa. Aquello le daba un aire de fuerza contenida que podía resultar de lo más atractivo, lo que no era el caso de Polly.
Sin embargo, ella hubiera deseado no averiguar lo fuerte que era su cuerpo o lo sugerentes que podrían llegar a ser sus labios o lo cerca que iba a estar de él cuando se metiera en la cama aquella noche.
Intentando apartar sus pensamientos de la noche, se dirigió a la ventana y abrió las contraventanas para admirar el paisaje.
– ¡Qué vista tan maravillosa! -exclamó ella, contemplando las filas de olivos entremezclados con los suaves colores de la lavanda.
– Hay otra habitación si prefieres dormir sola hasta que vengan Chantal y Julien.
– No creo que merezca la pena sólo por dos noches -replicó ella, que no quería demostrar que estaba nerviosa-. Como tú has dicho, anoche no fue un problema dormir juntos, así que es mejor que sigamos como estamos.
– Espero que no estés planeando comportarte como lo hiciste anoche -afirmó Simon, que se sentía algo inquieto por la presencia de Polly en su habitación. Esperaba que al verla allí, recordaría lo poco que ella tenía que ver con su vida. Sin embargo, parecía encajar más allí que Helena-. ¿O acaso tengo que acostumbrarme a que me beses todas las noches?
– Claro que no -replicó Polly, sonrojándose-. No creo que ninguno de nosotros quiera repetir esa experiencia.
– ¿De verdad?
– ¿No estarás intentando decirme que te gustó? -preguntó ella, sin saber si estaba bromeando o no. Su rostro permanecía inescrutable.
– ¿Acaso a ti no?
– No estuvo mal -respondió ella, que no estaba dispuesta a admitir que le había gustado-. Pero no fue más que un beso. Tú sigues siendo el mismo Simon de siempre para mí -añadió, esperando resultar convincente-, y yo no soy diferente de la Polly que tú siempre has conocido.
– No lo sé. No reconocí nada de la Polly de siempre en la mujer que me besó anoche.
– Ni yo tampoco. ¡Recuerda que tú también me besaste!
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