– Es perfecta, se llama Catherine.
– ¡Como yo!
– ¡No me diga! Estamos pensando en la manera de abreviarlo…
– Katie, así es como me han llamado a mí desde que salí del hospital.
– Katie -repitió Jason-. Sí, me gusta cómo suena, Katie -buscó en el bolsillo y sacó un cigarrillo de chicle-. Tome, para celebrar el nacimiento de Katie.
La mujer le dirigió una sonrisa de oreja a oreja.
– Gracias. Ahora dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
– Verá, después de esta noche, me he dado cuenta de la grandeza que supone dar a luz, algo que yo jamás podré hacer y que me hace admirar profundamente a todas las mujeres. Así que quiero ofrecerle a mi esposa un regalo muy especial.
– ¿Algo que ha visto en la sección de clasificados?
Jason miró a su alrededor, como si no supiera en qué departamento había entrado.
– No sabía que…
– Bueno, aun así es posible que pueda ayudarlo. ¿Es algo que haya visto en alguno de nuestros anuncios?
– No, en realidad es una de las fotografías que acompaña este artículo -sacó la hoja del periódico del bolsillo y la dejó en el mostrador-. Mi esposa vio este caballito de tiovivo y decidió que quería tener uno para Katie. Me gustaría que me dijera dónde se sacó esta foto para poder pedirle a sus propietarios que me lo vendan o, si no quieren, que me digan cómo puedo conseguirlo.
– Se supone que no podemos dar esa clase de información, pero puedo llamar a un amigo mío que trabaja en la redacción -bajó la voz-. Pero no le diga a nadie cómo ha conseguido esta información.
– No se preocupe, ya inventaré algo.
Hoy es jueves.
Emmett está en su cama y Ricky ha dormido en su habitación.
Tengo que levantarme, hacer el desayuno y llevar a Ricky al colegio.
Y hablar con Emmett de su plan para atrapar a Jason.
Linda llamó suavemente a la habitación de Emmett de camino a la cocina.
– Ricky, despiértate y vístete para ir al colegio. El desayuno estará preparado dentro de unos minutos.
Se oyó un murmullo en respuesta y Linda esbozó una mueca. Ricky se había quedado levantado hasta tarde la noche anterior y no había dormido cuanto necesitaba. Comenzó a preparar el café y retiró el periódico que les habían dejado en el porche. Vaciló un instante, posó la mano en el caballito de tiovivo que había en el porche y tomó aire intentando tranquilizarse. Tenía que preparar el zumo y los cereales. Una bolsa de papel con un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, un plátano, unas galletas y un zumo. Sí, podría acordarse de todo.
¡Planchar! Le había prometido a Ricky que le plancharía la camisa antes de que fuera al colegio. La ansiedad comenzaba a provocarle dolor de cabeza. Ignorándola, dejó el periódico en la puerta de la cocina y volvió a llamar a la puerta de Emmett.
– ¿Ricky, estás despierto? Voy a plancharte la camisa.
Corrió de nuevo a la cocina y conectó la plancha. Mientras se calentaba, sirvió los cereales y llevó la leche a la mesa. Después, preparó rápidamente el almuerzo de Ricky. E, inmediatamente, atacó la camisa. Sí, atacar era la palabra más adecuada. La prenda era tan pequeña…Y justo cuando acababa de terminar, entró Ricky en la cocina, con los pantalones de color caqui y las zapatillas.
– Tu camisa -le ofreció Linda.
– Odio esa camisa, es horrible.
– Ésta es la camisa que me diste anoche.
– Pues la odio. Parezco tonto con ella. Todo el mundo me dirá que parezco tonto.
El dolor de cabeza comenzaba a hacerse insoportable.
– ¿Quieres otra? Puedo ir a la casa…
– ¡Ya no hay tiempo! Me has despertado tarde -agarró la camisa y comenzó a ponérsela.
Cuando terminó, Linda ya le estaba tendiendo el zumo.
– No quiero zumo -le dio una patada a una silla y se sentó delante de los cereales-. Sólo comeré esto.
Linda se bebió el zumo de naranja. Aunque sabía que era el cansancio el que hablaba por Ricky, no la ayudaba saber que ella era la responsable de ese cansancio. Debería haberlo acostado antes.
Ricky devoró los cereales, se lavó los dientes a toda velocidad e intentó agarrar la bolsa del mostrador. Pero al hacerlo, tiró todo su contenido al suelo. El zumo explotó y el sándwich se salió de su envoltorio, aterrizando en medio del zumo.
Linda se agachó para intentar limpiar aquel desastre.
– Ahora mismo te preparo otro almuerzo.
– ¡No tengo tiempo! ¿No puedes llevármelo más tarde al colegio?
– No lo sé. No sé conducir y no sé si Emmett podrá…
– ¿Pero qué clase de madre eres?-tenía los ojos llenos de lágrimas-. Me despiertas tarde, no sabes hacer el desayuno y no puedes llevarme el almuerzo al colegio. ¿Pues sabes una cosa? Como madre eres… eres ¡tonta!
Y salió corriendo de casa.
Linda se quedó mirándolo fijamente y bajó después la mirada hacia el desastre que tenía en el suelo. La cabeza le latía a un ritmo vertiginoso. Por encima de los latidos de su cabeza, oyó el sonido de la ducha. Así que Emmett estaba allí. Mejor así. No quería otro testigo de aquella escena. Ojala no hubiera tenido que estar ella siquiera.
– Ojala… ojala no fuera la madre de Ricky.
Sí, ya estaba. Lo había dicho, en voz alta incluso. Contuvo la respiración, esperando que la fulminara un rayo. Ninguna mujer debería decir una cosa así, ¿no?
Sin dejar de esperar un cataclismo, limpió el suelo, preparó otro almuerzo para Ricky y se sirvió un café. Sentada a la mesa de la cocina, abrió el periódico. Allí estaba Emmett, en primera página. A medida que iba leyendo el artículo, iba siendo consciente de que Emmett no sólo se estaba poniendo como cebo para atrapar a su hermano, sino que estaba provocándolo. Y estaba tan concentrada en la lectura que, cuando alguien posó la mano en su hombro, se giró con un movimiento tan brusco que estuvo a punto de golpearse la espalda contra la pared.
Se le hizo un nudo en el estómago y el corazón comenzó a latirle a un ritmo tan vertiginoso como el de su cabeza. La amenaza que representaba el hombre que estaba frente a ella era innegable.
– No -dijo-. No.
Emmett se pasó la mano por el pelo.
– ¿No, qué?-le preguntó a Linda preocupado-. Siento haberte asustado.
– No, no.
– ¿Qué te pasa, cariño?
– ¡Aléjate de mí!
– ¿Pero por qué? ¿Qué te ha pasado?
– Tú, eso es lo que me ha pasado, y ya no me gusta. Ya no lo quiero. Ya no te quiero.
Emmett retrocedió estupefacto.
– ¿De qué demonios estás hablando?
– Quiero que te vayas hoy mismo de esta casa.
Emmett no podía creer lo que estaba oyendo. Aquélla no era la mujer que pasaba noche tras noche entre sus brazos.
– ¿Pero por qué? ¿Por qué ha cambiado todo de repente?
Linda señaló el periódico que descansaba encima de la mesa.
– Me has hecho daño.
– Pero Linda, cariño, todo va a salir bien. Mi hermano no te conoce, no sabe dónde vivimos.
– Me das miedo. Y ya es hora de que piense en mí, de que piense en protegerme. Perdí diez años de mi vida por enamorarme de un hombre que no debía, y no voy a arriesgarme otra vez.
Emmett intentó dominar su creciente enfado.
– No me compares con Cameron Fortune. Ese hombre era un egoísta. Diablos, yo no voy a aprovecharme de tu inocencia. Creo que incluso podría llegar a enamo…
– ¡No lo digas! ¡No utilices esa palabra!
– ¿Pero por qué tienes tanto miedo? Hemos estado tan bien juntos… ¿Por qué esa mujer que ha sido tan valiente día tras día va a rechazar ahora todo lo que hemos conseguido?
– ¿De qué mujer estás hablando? Porque lo único que sé de ella es que no es una buena madre y que sólo está segura de lo que era hace años: un agente secreto con un pésimo criterio para los hombres.
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