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Liz Fielding: Amor vagabundo

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Liz Fielding Amor vagabundo

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Emerald Carlisle sabía que su padre haría todo lo que estuviese en su mano para impedir que se casara con Kit Fairfax, un joven pintor sin recursos. De hecho, su compromiso no era sino una estrategia para ayudar a Kit a conseguir dinero. Tom Brodie, como abogado de su padre, sabía que su deber era sobornar al novio y hacer entrar en razón a la hija. Desgraciadamente, Emerald era inteligente aparte de bonita. Ya había conseguido que Tom la ayudara a fugarse alegando que la manera más fácil de seguir a una heredera fugitiva era llevarla adonde quisiera ir. Y, después de pasar unos días con Emerald, Tom estaba empezando a llegar a la conclusión de que podría persuadirlo para llevarlo a cualquier sitio… ¡incluido el altar!

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Mientras cruzaba las lindes de piedra de Honeybourne Park dejó a un lado la desagradable tarea que tenía por delante y se puso a pensar en una preocupación más urgente. No había comido desde que su secretaria le llevara un bocadillo a la mesa de su despacho al mediodía, y lo cierto era que tenía hambre. A la ida al pasar por el pueblo, había visto un mesón que tenía buena pinta, pero lo pensó mejor y decidió alejarse un poco más de Carlisle antes de pararse a comer.

Le había dejado bien claro que debía llegar a Londres y ocuparse de Fairfax sin tardanza; comer no parecía una excusa lo suficientemente buena como para posponer el terrible momento.

Brodie puso mala cara, pues incluso si entrara en Londres directamente sería demasiado tarde para hacer nada. La situación ya se presentaba lo bastante difícil sin el añadido de tener que aporrear la puerta de Fairfax en plena noche para recordarle su modesta situación y exigirle que se olvidara de casarse con Emerald Carlisle.

Al recordar los expresivos ojos de la chica y aquella sonrisa tan cálida supo que si la cosa fuera con él, mandaría lejos a cualquier abogado que quisiera interferir en su relación. Pero, por alguna razón, no se imaginaba a Fairfax reaccionando así. Tenía un aire distraído, unas facciones suaves, y Tom sabía que, ocurriera lo que ocurriera, se iba a sentir como un canalla.

Se encogió de hombros y pensó que, en ese momento, lo que más le importaba era comer algo. De pronto se dio cuenta de que tenía otro pequeño problema aún más urgente, por lo que paró en un claro al lado de la carretera.

Emerald no tardó mucho en adivinar que no iba a ser fácil pasar desapercibida hasta Londres en el suelo de un coche. Al rato de estar en esa posición le dio un calambre en la pierna y empezó a dormírsele un hombro. Se movió un poco y el dolor cedió ligeramente pero sabía que no se podía quedar así durante mucho rato. Si al menos Brodie se detuviera a repostar gasolina o a comer algo… Lo cierto era que tenía un hambre horrible, pensaba al tiempo que empezaron a sonarle las tripas. Si paraba, podría escapar.

En ese momento, notó que el coche aminoraba la velocidad. Aguantó la respiración sin saber dónde estaban y sin atreverse a levantar la cabeza. Quizá fuera un bar de carretera; desde luego, no había suficiente luz para que fuera la entrada de algún garaje. Cruzó los dedos y volvió la cabeza lentamente para mirar por la ventana. Brodie, sentado en su asiento medio vuelto hacia atrás, observaba sus cuidadosas maniobras. Se quedó inmóvil, sintiéndose en ese momento como un ratón acorralado por un gato. Si cerraba los ojos y se quedaba quieta quizá perdiera interés, o pensaría que se lo había imaginado todo, pero sabía que Brodie tenía mucha más imaginación que la media.

– No se inquiete por mí -dijo encogiéndose de hombros-. No le causaré ningún problema -sonrió con aquella sonrisa encantadora-; en serio.

Pero no pareció impresionarle, o quizá no la vio sonreír, porque no le devolvió la sonrisa.

– Permita que me reserve la opinión en ese tema de momento. Mientras tanto, como no lleva cinturón de seguridad, voy a tener que insistirle para que se siente delante conmigo, por su propio bien.

Pero había algo en él que le sugería que estaba mejor donde estaba; se trataba simplemente de un sentimiento que parecía decirle que igual debería haber probado suerte en la oscura carretera.

– Podría quedarme aquí sentada -dijo-, y usted podría hacer como si yo no estuviera aquí.

Él no contestó; se limitó a esperar a que ella lo obedeciese. Su padre la habría amenazado, Hollingworth le habría hablado con ese típico tono paternalista suyo, tratándola como a una niña pequeña a la que hay que engañar para que haga las cosas; pero Brodie era distinto. Momentos antes había estado contenta de su suerte; pero ya no estaba tan segura.

Bueno, al menos no la había llevado de vuelta a casa de su padre. Pero, ¿qué iría a hacer con ella? Lo cierto era que no podía esperar que la ayudara también a que se casara en secreto, cuando su padre le había encargado que se ocupara de Kit e intentara sobornarlo.

Emerald se tomó su tiempo para salir de su apretado escondite, mientras decidía qué hacer. Cuando por fin se sentó en el asiento trasero, apoyó los codos en el de delante y la cabeza en una de las manos, sabía que sólo había una forma de tratar a Brodie. Tendría que conseguir que se enamorara de ella un poquito. Aquello siempre le había resultado muy fácil, aunque supiera que luego se iba a sentir terriblemente culpable por ello.

– Hola Brodie -dijo esbozando la más irresistible de sus sonrisas-. Soy Emmy Carlisle, aunque eso ya lo sabe -le tendió una mano, que él tomó durante un momento.

– Me llamo Tom Brodie. ¿Cómo está? -replicó ligeramente divertido ante tanta formalidad.

– Muy bien, señor Brodie. ¿Por casualidad se dirige a Londres?

Tenía una sonrisa contagiosa, una sonrisa que podría cautivar y encantar hasta la sensibilidad más hastiada de un hombre que había llegado a lo más alto de su profesión sin darse un momento de respiro o diversión. Inocente y seductora al mismo tiempo, era el tipo de sonrisa que podía meter a un hombre en muchos líos. De hecho, ya había ocurrido algo así, pensaba Brodie mientras hacía un gran esfuerzo para no sonreír.

– ¿Y si no voy a Londres?

Emerald Carlisle no se sintió ni mucho menos ofendida por su respuesta.

– Entonces, me temo que está en la carretera equivocada -le dijo con el mismo aire que adoptaría una condesa en una recepción al aire libre y en absoluto avergonzada porque la hubiera pillado viajando de polizón en su coche-. Pero si pudiera dejarme en el primer hotel, estoy segura de que podría persuadir a cualquiera para que viniera a buscarme -continuó sonriendo-. Claro está, si puede prestarme dinero para el teléfono.

A Brodie le estaba costando cada vez más continuar con aquella cara tan seria.

– ¿Le parece que empecemos por lo del hotel? -contestó secamente-. Quizá pueda sugerirme alguno; no conozco esta carretera y estoy buscando un sitio dónde comer.

– Oh, qué buena idea; tengo un hambre de lobo -sabiendo ya que no la iba a devolver a su padre, se pasó al asiento delantero y se abrochó el cinturón-. Mi padre me encerró en el cuarto de los juguetes, y yo me declaré en huelga de hambre.

– Menos mal que estaba por allí; de otro modo quizá hubiera fallecido durante la noche.

– Es bastante probable -le dijo con un brillo malicioso en la mirada-. Me he saltado la merienda y la cena, y la verdad es que no he comido nada desde el mediodía.

– Yo tampoco; además, tuve que cancelar la cita que tenía para cenar esta noche.

– Oh, lo siento -dijo, sintiéndolo de verdad-. ¿Estaba muy enfadada?

Recordó la frialdad con la que la rubia platino le había respondido por teléfono; parecía que aquella señorita no estaba acostumbrada a que le dieran plantón.

– No importa -respondió, sorprendido de que fuera la verdad.

– Lo siento.

– Debería sentirlo.

Lo miró pensativa.

– ¿Está enfadado conmigo por haberme escondido en su coche?

– No, lo estoy conmigo mismo; debería haberlo cerrado con llave.

– Sí, pero me alegro mucho de que no lo hiciera. ¿Cómo ha sabido que iba escondida atrás? -le preguntó mientras se paraban en un área de reposo-. ¿Qué es lo que me delató? No me gustaría volver a cometer el mismo fallo -comentó.

– Su perfume.

Era Chanel y lo sabía porque se había gastado hasta el último penique ahorrado en comprarle a su madre un frasco por su cumpleaños.

En Honeybourne Park el aroma de las rosas había enmascarado el perfume de Emerald, pero dentro del coche había identificado aquel aroma que tenía grabado en la memoria.

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