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Liz Fielding: Amor vagabundo

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Liz Fielding Amor vagabundo

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Emerald Carlisle sabía que su padre haría todo lo que estuviese en su mano para impedir que se casara con Kit Fairfax, un joven pintor sin recursos. De hecho, su compromiso no era sino una estrategia para ayudar a Kit a conseguir dinero. Tom Brodie, como abogado de su padre, sabía que su deber era sobornar al novio y hacer entrar en razón a la hija. Desgraciadamente, Emerald era inteligente aparte de bonita. Ya había conseguido que Tom la ayudara a fugarse alegando que la manera más fácil de seguir a una heredera fugitiva era llevarla adonde quisiera ir. Y, después de pasar unos días con Emerald, Tom estaba empezando a llegar a la conclusión de que podría persuadirlo para llevarlo a cualquier sitio… ¡incluido el altar!

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Emerald no podía creer la suerte que había tenido; había salido de Guatemala para meterse en Guatepeor. Al llegar al mesón había visto un teléfono en el vestíbulo. Decidió hacer una llamada a cobro revertido para buscar ayuda en cuanto Brodie se levantara al baño, no fuera que se le ocurriera devolverla a su padre.

Esperó a que fuera al baño pero, desgraciadamente, cuando llegó al teléfono, vio que él lo estaba utilizando. Brodie no la vio porque estaba vuelto de espaldas.

Volvió a la mesa y se fijó en la chaqueta de Brodie, colgada de la silla vacía y de pronto se le ocurrió una idea… No perdió tiempo y pasó a la acción, metiendo la mano en el bolsillo y sacando las llaves del BMW . ¡Sí! Miró hacia el vestíbulo. ¿Se atrevía a llevárselo? Brodie se pondría enfermo, frenético.

El hecho de pensar en ello le produjo un escalofrío que le recorrió de arriba abajo. Y si la alcanzaba… Bueno, ése no era el momento idóneo para echarse a temblar.

Ya habría llamado a su padre y le habría dicho dónde estaba. Pero, al mismo tiempo, quería concederle el beneficio de la duda; sabía que no lo haría por castigarla, simplemente querría asegurar a su padre que estaba a salvo.

El problema era que Brodie trabajaba para su padre. Seguramente la comprendía, pero no podía hacer más de lo que había hecho. Le entró la risa; después de todo, él no la había invitado a llevarla en su automóvil, aunque tenía que reconocer que había disfrutado de su compañía.

Pero Brodie no había pasado aún a la historia; tendría que tener cuidado con él, si no, le iba a echar a perder los planes.

Emmy llegó a la autopista y dejó a un lado aquellos pensamientos mientras se disponía a adelantar a un camión. Había ganado un poco de tiempo, pero sabía que Brodie no tardaría mucho en descubrir el pastel. Quizá le llevase un rato conseguir otro medio de transporte, pero no era de esos hombre que se quedan sentados esperando a ver lo que les depara el destino; era un tipo al que le gustaba actuar. Y así, con eso en la cabeza, se concentró en conducir lo más rápidamente posible para llegar a Londres cuanto antes.

– ¿Se trata de un asunto amoroso? -preguntó Betty, poniéndole la mano sobre el hombro.

– Sí, es un asunto amoroso -le aseguró Brodie muy convencido.

– ¿Está enamorado de ella?

Aquello ya era más difícil, pero no quería mentirle.

– Se va a casar con otro, a no ser que yo se lo impida -dijo indirectamente.

– Oh, no; nunca funcionaría. Ustedes hacen tan buena pareja…

– ¿Buena pareja? -repitió cuando vio que Betty esperaba una contestación.

– Oh, sí, no me cabe duda. Están hechos el uno para el otro.

Empezaba a impacientarse; necesitaba conseguir un medio de transporte y allí estaba, escuchando a una mística con una vena romántica.

– Bueno, espere un momento, querido -le dio unas palmaditas en el hombro distraídamente.

Por un momento pensó que iba a volver con una baraja de cartas de tarot en la mano, pero Betty tenía algo mucho más especial en mente y, cuando regresó, le puso unas llaves en la mano.

– Vaya detrás de ella. Puede devolverme el coche cuando quiera.

Brodie le dio dinero para que tomara un taxi a casa al terminar en el mesón, pero aun así se sintió culpable por aprovecharse de su bondad. Se aseguraría de devolverle el coche lo antes posible. Le daría instrucciones a su secretaria para que lo lavaran primero y de que le llenaran el depósito; además, le metería un cheque en la guantera por las molestias. Después le enviaría un ramo de flores y una botella de vino.

No iba mal de tiempo, pero no tenía esperanzas de alcanzarla. Antes de salir del café había llamado a Mark Reed otra vez para pedirle que hubiera alguien para vigilarla cuando llegara a casa y también para conseguir su dirección, que no la sabía.

El informe que le había dado su padre estaba aún en el coche. Esperaba que no lo viera, ya que lo había echado en el asiento trasero cuando ella se cambió al de adelante. Y también rezaba para que no condujera directamente hasta Dover y se montara en el primer barco.

Sin embargo, no le parecía muy probable. Emmy podía haberse imaginado que estaría furioso con ella, pero era lo bastante inteligente como para saber que no la denunciaría a la policía por haberse llevado su coche.

A lo mejor se iría a casa a cambiarse de ropa. Sólo llevaba encima lo puesto y no había una sola mujer en el mundo, ni siquiera Emerald Carlisle, que se fugase para casarse sin llevarse al menos una barra de labios. Tampoco llevaba dinero, ni pasaporte, ni carné de conducir. No le quedaba más remedio que volver a casa y él iba a perseguirla.

Emerald le llevaba una ventaja de unos veinte minutos y ese tiempo era el suficiente para hacer la maleta, sobre todo sabiendo que su padre ya la habría echado de menos y que estaría removiendo cielo y tierra para encontrarla.

Emerald se detuvo en el aparcamiento, a la puerta del bloque de pisos donde estaba su apartamento.

– ¿Coche nuevo, señorita Carlisle? -le preguntó el portero mientras le abría la puerta.

Emmy hizo una mueca: no cambiaría su MG rojo por ningún otro coche en el mundo, ni siguiera por el rápido y suave BMW de Brodie.

– No es mi tipo, Gary -dijo pasándole las llaves-. Es de un amigo. Échale un vistazo, ¿de acuerdo? Se llama Brodie y vendrá un poco más tarde a por él. ¿Querrás devolverle las llaves y darle las gracias de mi parte?

– Por supuesto, señorita Carlisle.

– Y necesito un taxi dentro de unos quince minutos -lo tenía todo preparado: la maleta, el pasaporte, los cheques de viaje; sólo necesitaba ducharse y cambiarse de ropa-. Estaré fuera alrededor de una semana. ¿Me harás el favor de decirle al repartidor que no me traigan ni el periódico ni la leche estos días?

– Me encargaré de ello, señorita Carlisle. ¿Se va a algún lugar bonito?

– A Francia -dijo, tras pensarlo un momento-. Al sur de Francia -sonrió-. Te enviaré una postal.

– Me hará mucha ilusión. Llámeme cuando quiera que suba a buscar la maleta.

Y así lo hizo. Pero cuando abrió la puerta no era el portero el que estaba en el vestíbulo, sino Brodie.

– ¿Quiere que le baje la maleta, señorita? -estaba sonriendo, pero no era el tipo de sonrisa que sugiriera buen humor.

Abrió la boca para preguntarle cómo demonios la había alcanzado con tanta rapidez y luego, tras darse cuenta de que eso no importaba, la cerró de nuevo y retrocedió al tiempo que Brodie entraba en su apartamento con la maleta en la mano y cerraba la puerta con fuerza.

– No esperaba volver a verte tan pronto -dijo Emmy.

– No -contestó con cara de pocos amigos-, pero debías haber esperado que me presentara en algún momento. ¿O esperabas acaso que no llegara ni a la boda?

– ¿Cómo diantres lo has hecho? ¿Has robado un coche?

– ¿Cómo hiciste tú, Emmy? No, una señora muy amable me prestó el suyo porque ha pensado que estamos hechos el uno para el otro. Ella no desea que cometas un grave error.

– ¿Cómo? Yo no te robé el coche, Brodie; no tenía la intención de quitártelo para siempre.

– ¿En serio? Quizá debiera llamar ahora a la policía y dejar que discuta ese punto con el juez.

– No lo harás -le dijo en tono retador-. Si lo hicieras mi padre…

– ¿Qué haría tu padre? Ordenar a Hollingworth que me despida. Yo soy socio de Hollingworth, señorita Carlisle, y no puede permitírselo, ni tampoco la publicidad. Pero conoces a tu padre mejor que yo. ¿Te gustaría intentarlo?

A Emerald no le gustaba que nadie quedara por encima de ella, pero pensó que ponerse furiosa en ese momento no sería lo más recomendable. Por ello se limitó a sonreír.

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