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Liz Fielding: Amor vagabundo

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Liz Fielding Amor vagabundo

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Emerald Carlisle sabía que su padre haría todo lo que estuviese en su mano para impedir que se casara con Kit Fairfax, un joven pintor sin recursos. De hecho, su compromiso no era sino una estrategia para ayudar a Kit a conseguir dinero. Tom Brodie, como abogado de su padre, sabía que su deber era sobornar al novio y hacer entrar en razón a la hija. Desgraciadamente, Emerald era inteligente aparte de bonita. Ya había conseguido que Tom la ayudara a fugarse alegando que la manera más fácil de seguir a una heredera fugitiva era llevarla adonde quisiera ir. Y, después de pasar unos días con Emerald, Tom estaba empezando a llegar a la conclusión de que podría persuadirlo para llevarlo a cualquier sitio… ¡incluido el altar!

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Brodie sabía que debería haber avisado a su cliente de lo que estaba pasando detrás de él, pero algo le hizo detenerse. Quizá fuera aquel par de grandes ojos de mirada suplicante, las largas y deliciosas piernas enrolladas a la cañería, o a lo mejor aquel trozo de encaje que se asomaba bajo la falda remangada del vestido y que estuvo seguro de que era parte de unas braguitas blancas.

Fuera lo que fuera, le tomaría la palabra a Gerald Carlisle. Según le había dicho éste, Emerald Carlisle no era su problema. Cuando la chica le urgió con un gesto de la mano para que volviera a entrar en la casa con su padre, él no lo dudó. Se metió la mano distraídamente en el bolsillo de la americana y se volvió hacia las escaleras.

– Creo que me he dejado las llaves del coche en la mesa de su despacho, señor -dijo.

Carlisle lo miró impaciente.

– ¡Oh, por todos los santos! -exclamó irritado, pero siguió a Brodie a la casa.

Emerald a la que ya le latía el corazón con fuerza, se puso aún más nerviosa al ver a su padre. Pero en el mismo momento que su mirada se cruzó con la de aquel extraño de ojos negros, supo instintivamente que tenía a un aliado. Al verla no había pestañeado, ni movido un músculo de la cara, sino que se lo había pensado tranquilamente.

Podría habérselo dicho a su padre, o podría haberla ignorado y hacer como si no la hubiera visto. Pero cualquiera de esas dos opciones sólo se le habría ocurrido a un hombre sin imaginación. En cambio, el extraño de ojos oscuros le había ofrecido la oportunidad de escapar entreteniendo a su padre unos minutos más.

Aquella forma de reaccionar no se daba con tanta frecuencia, pensaba Emerald. El pobre Kit se hubiera puesto colorado y la habría delatado sin querer. Era un ser dulce y de increíble talento pero le faltaba decisión, y por eso era por lo que tenía que encontrarlo antes de que lo hiciera el esbirro enviado por su padre.

Mientras buscaba sus zapatos entre la lavanda y las rosas sintió no poder quedarse a agradecerle al hombre de ojos oscuros su caballerosidad. Por fin encontró el otro zapato y salió del macizo de rosas, ajena a las espinas que le arañaban los brazos y que se le enganchaban en el pelo.

En ese momento oyó a su padre hablando con el chófer.

– La señorita Emerald ha decidido quedarse unos días. Haga el favor de meter su coche en la cochera, Saunders.

«¡Qué maravilla!» Maldijo en voz baja mientras vaciaba los zapatos de tierra y se calzaba.

– A lo mejor se dejó las llaves dentro del coche, Brodie -oyó la voz impaciente de su padre cruzando la puerta de entrada y se arrimó aún más a la pared.

– Puede ser que se me hayan caído en el vestíbulo.

El nombre de Brodie sonaba bien y aquel bendito le estaba dando todavía más tiempo, distrayendo a su padre sin hacer caso del tono irritado con que éste le hablaba. Desgraciadamente, todos sus esfuerzos serían en vano: no había ningún sitio donde esconderse con rapidez y en unos momentos iba a ser descubierta y devuelta al cuarto de juegos de la manera más denigrante. No era que le importara mucho, pero el pobre Kit…

De todas formas, no pensaba darse por vencida sin luchar hasta el final. Le quedaban unos segundos para actuar antes de que los dos hombres aparecieran a la entrada y la descubrieran. Corrió hasta el BMW , rezando para que no estuviera cerrado. Abrió la puerta de atrás y se metió dentro, agradeciendo a la maravillosa ingeniería alemana que las puertas de sus coches se cerraran tan silenciosamente.

No sabía adonde iba su caballero errante, pero al menos iría a algún lugar lejos de su padre y de Lower Honeybourne. Confiaría en su misericordia y una vez llegados a la civilización, sólo tendría que hacer una llamada de teléfono para que uno de sus pretendientes corriera en su ayuda. Mientras tanto se acurrucó tras los asientos delanteros y se regocijó por su suerte.

Además, pensaba, si hubiera podido llegar hasta su propio coche no habría podido escapar. El chofer ocupaba unas habitaciones que había encima de la cochera y habría cerrado las cancelas electrónicas que daban entrada a la inmensa finca antes de llegar a ellas.

Brodie, en cambio, las atravesaría sin problemas y, ya que había sido cómplice de su escapada, no iba a darse la vuelta para devolverla a su casa cuando se incorporara.

Una vez que hubieran salido del parque, saldría de su escondite para agradecer a Brodie su ayuda. Al pensar en ello se le dibujó una sonrisa en los labios, segura de que ella y Brodie iban a hacer buenas migas.

Oyó el ruido de pasos, se abrió la puerta delantera del conductor y, por el hueco entre los dos asientos delanteros, vio que Brodie se sacaba las llaves del bolsillo antes de volverse a su padre.

– Parece que estaban sobre el asiento -le oyó decir con decisión-. Debe de ser que se me han caído antes.

Gerald Carlisle resopló impaciente ante tal expresión de incompetencia.

– Pensé que era usted el nuevo y prometedor fichaje de Hollingworth -y Emerald se quedó helada cuando añadió-. Sólo espero que pueda resolver este problema eficientemente; no quiero que lo eche a perder. Sobre todo, no deseo que esto aparezca en la prensa -dijo con vehemencia.

– Hablaré con Kit Fairfax -Brodie prometió-. Si es dinero lo que va buscando, será simplemente cuestión de discutirlo.

– Regatee todo lo que quiera. Todo lo que sea será poco si consigue apartar a mi hija de las fauces de un gandul que solamente va tras su dinero.

– ¿Y si de verdad está enamorado de la chica?

Gerald Carlisle emitió un sonido desdeñoso que Brodie siempre lo había catalogado como una pintoresca invención de los novelistas del XIX. En esos momentos se dio cuenta de que no era así.

– Utilice todos los métodos necesarios a su alcance para que no se celebre esa boda, Brodie. Le hago personalmente responsable de ello.

Emerald, acurrucada tras el asiento delantero del coche de Tom, se quedó de una pieza. ¿Estaba enviando a Brodie a hablar con Kit? ¿Dónde estaría Hollingworth? Podía manejar a aquel viejo pomposo con una sola mano, pero la firmeza y decisión de Brodie no se le antojaron tan manejables y le dio un poco de miedo.

Lo mejor del plan había sido su sencillez y hasta ese momento había estado convencida de que nada iría mal. ¡Qué tonta había sido!

Brodie dejó la carpeta en el asiento junto al conductor y se acomodó detrás del volante, al tiempo que Emerald se agazapaba todo lo posible. Ya no le parecía tan atractiva la idea de presentarse a aquel hombre una vez traspasados los límites de la propiedad.

Quizá Brodie pudiera ser terriblemente amable con una chica que le enseñara un poco las braguitas al bajar por una cañería, pero dudaba mucho que se le ablandara tanto el corazón cuando tuviera que tratar con un cazadotes. No parecía tan fácil de convencer como el estúpido de Hollingworth.

Aquello le urgía más a llegar hasta su querido Kit antes de que Brodie pudiera hablar con él, o bien el pobrecito no sabría a qué atenerse.

Capítulo 2

Brodie se echó hacia delante, encendió el motor y bajó la ventanilla. Hizo una pequeña pausa, contemplando la inmensa zona verde y de bosques de la finca de Carlisle, haciendo una mueca de disgusto al pensar en el privilegio que representaba y en aquel hombre que estaba tan seguro de que el dinero era la solución a cualquier problema.

La verdad, y lo había descubierto en el transcurso de su carrera como abogado, era que el dinero siempre acarreaba problemas. Por ejemplo, si Emerald Carlisle fuera una chica de clase media trabajadora, podría haberse casado con quien quisiera y a nadie le hubiera importado lo más mínimo.

Por un momento se deleitó con la imagen de una muchacha de largas piernas enroscada a una cañería de desagüe, y se preguntó si Kit Fairfax la amaría lo suficiente como para no aceptar ninguna clase de soborno.

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