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Liz Fielding: Amor vagabundo

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Liz Fielding Amor vagabundo

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Emerald Carlisle sabía que su padre haría todo lo que estuviese en su mano para impedir que se casara con Kit Fairfax, un joven pintor sin recursos. De hecho, su compromiso no era sino una estrategia para ayudar a Kit a conseguir dinero. Tom Brodie, como abogado de su padre, sabía que su deber era sobornar al novio y hacer entrar en razón a la hija. Desgraciadamente, Emerald era inteligente aparte de bonita. Ya había conseguido que Tom la ayudara a fugarse alegando que la manera más fácil de seguir a una heredera fugitiva era llevarla adonde quisiera ir. Y, después de pasar unos días con Emerald, Tom estaba empezando a llegar a la conclusión de que podría persuadirlo para llevarlo a cualquier sitio… ¡incluido el altar!

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– Ya veo.

– Lo dudo mucho, Brodie -resopló como si tener a Emerald por hija fuera como cargar con un gran peso.

Quizá había llegado el momento de dejar que su hija cometiera alguna equivocación que otra y, cuanto más la protegiera, más pesada se le haría la carga. Pero Carlisle no estaba por la labor de escuchar ese tipo de cosas y Tom no había ido allí a darle sus consejos.

– Confío en que usted resuelva esta situación con rapidez y sin crear problemas. Haga todo lo que tenga que hacer; Hollingworth…

– Estoy seguro de que el señor Hollingworth estaría encantado de volver de Escocia si usted prefiere que sea él el que lleve un asunto tan delicado -comentó Brodie rápidamente.

Su especialidad era el derecho empresarial y aquello de sobornar a un futuro marido inadecuado era nuevo para él. Ni que decir tenía que no le apetecía nada meterse en todo aquello, pero no había escapatoria.

– Eso que sugiere llevaría mucho tiempo. Quiero que resuelva este asunto con rapidez, antes de que Emerald haga algo de lo que después pueda arrepentirse. Usted es socio de Hollingworth y confío en que hará todo lo posible para evitar que mi hija se case con ese hombre.

Emerald Carlisle estaba que echaba humo. Por todos los santos, tenía casi veintitrés años y era muy capaz de tomar una decisión razonable acerca de lo que deseaba para el resto de su vida.

Pero no parecía tan preparada para anticiparse a la falta de consideración de su padre cuando se trataba de conseguir su propósito.

Agarró la manivela de la puerta con ambas manos y la zarandeó con rabia, pero no se abrió. Estaba cerrada con llave y, al mirar por el agujero, vio que la llave no estaba en la cerradura. Le dio una patada a la puerta, pero no sirvió de nada. ¿Cómo se atrevía su padre a encerrarla en el cuarto de los juguetes como si fuera uno de aquellos padres de la época victoriana? ¿Es que se creía que se iba a quedar allí sentada tranquilamente sin hacer nada?

Su padre sabía que no reaccionaría así, y por eso la había metido en el cuarto de los juguetes del segundo piso, cuyas ventanas estaban protegidas con barrotes.

Corrió hasta la ventana al oír el ruido de un coche a la entrada de la casa y se estiró, agarrándose a los barrotes para poder ver con mayor facilidad.

Se trataba de un BMW negro que ella no reconocía y estaba aparcado tan pegado a la casa que no pudo ver bien al conductor cuando salió del coche. Consiguió alcanzar a ver una mata de cabello negro y espeso y un par de fornidos hombros al ponerse la americana. Le dio la impresión de que era un hombre alto, aunque era difícil asegurarlo desde donde estaba. Por el excelente corte del abrigo color gris marengo supo que, seguramente, se trataba de algún contacto de negocios de su padre, en cuyo caso no era la persona adecuada para pedirle ayuda. Se apartó un poco y suspiró impaciente.

Habría sido tan maravilloso que hubiera ido Kit a rescatarla en su destartalada camioneta blanca, como un moderno Quijote. Pero Kit no era como Don Quijote; Kit no tenía idea de lo que había pasado. No se había atrevido a contarle su plan, pues, de haberlo hecho, se habría quedado de una pieza.

Era una soñadora empedernida. A pesar de todos los problemas, él había guardado sus pinturas en una maleta y se había marchado al sur de Francia a pasar el verano. Al enterarse se había puesto hecha una furia, pero así al menos su padre no sabría dónde encontrarlo. Lo malo era que tenía que salir de allí antes de que lo hiciera o su maravilloso plan se iría al garete en un momento.

Había subestimado a su padre. Sabía a ciencia cierta que había ordenado que la vigilaran y fue eso lo que le había dado la idea en un principio. Sabía lo protector que era con ella y estaba segura de cuál sería su reacción al decirle que tenía planeado casarse con Kit…

Pero al final cometió el error mayor de todos y no hizo sino ponerle en guardia; claro que fue la única manera de llamar la atención de su padre. Contempló el delicado solitario de diamantes que llevaba en el dedo.

– ¡Ah! -gritó, dando rienda suelta a su frustración y pegándole un puñetazo a uno de los barrotes fijado al marco de la ventana para evitar que los niños pequeños se tiraran.

Al ver que se movía un poco se le olvidó el enfado y empezó a animarse. Miró a su alrededor para ver si podía encontrar algo con que arrancar los barrotes; pero en la habitación sólo había una cama, una cómoda y una silla pequeña. No encontró nada útil pero no por eso se dio por vencida. En vez de ello se volvió a la ventana y pegó un tirón aún más fuerte de los barrotes. Entonces se dio cuenta de que estaban bastante sueltos y, animada por el mismo espíritu emprendedor que le había metido en aquel lío, agarró la barra horizontal con las dos manos y le pegó un fuerte tirón. Se oyó el ruido de la madera astillándose y así volvió a zarandearla con todas sus fuerzas hasta que el marco de la ventana se rompió con un fuerte chasquido.

Lo contempló asombrada por un instante y luego se echó, a reír con ganas: el marco estaba podrido por la humedad de tantos años y nadie se había dado cuenta. Aquello no le extrañaba en absoluto, pues el temido cuarto de los niños no se había utilizado desde el tiempo en que su abuelo era un niño.

Sin embargo, Emerald no pasó mucho tiempo felicitándose por el éxito de su acción, a pesar de lo fácil que le resultó quitar el resto de los barrotes. La habitación estaba en el segundo piso y había una distancia bastante grande entre la ventana y el suelo de gravilla de la entrada.

Era una lástima haber perdido tanto tiempo en arreglarse para causar una buena impresión. En ese momento, unos vaqueros y un par de botas le hubieran resultado mucho más prácticos para bajar por la sólida cañería que el elegante vestido de lino y los zapatos de tacón alto que se había puesto para convencer a su padre de que era una persona seria.

Por tomarla tan en serio era por lo que él la había encerrado allí.

Reconsideró el problema durante un momento y luego se quitó los zapatos para tirarlos por la ventana a un arriate de rosas que había abajo. Se quitó las medias y, como no tenía bolsillos, se las metió en el sujetador; cuando volviera a calzarse las necesitaría para que no le hicieran daño los zapatos.

El bolso se lo había dejado en el despacho de su padre cuando éste, haciendo caso omiso de su intención de casarse con un pintor sin un céntimo, le había pedido que le diera su opinión sobre unos juguetes antiguos que los obreros que reparaban el tejado se habían encontrado en las habitaciones del segundo piso.

Al terminar la carrera de bellas artes estuvo trabajando en una subasta, donde se aficionó mucho a los juguetes antiguos. Su padre se puso furioso cuando ella le dijo que quería trabajar, aunque fuera el tipo de trabajo que una rica heredera pudiera codiciar. Él quería que ella se quedara en casa para vigilarla hasta que le encontrara un marido apropiado.

Normalmente no era tan crédula con su padre, pero, al pensar en un montón de preciosos juguetes Victorianos esperándola, había entrado en el cuarto de juegos sin sospechar nada. Entonces fue cuando Gerald Carlisle pegó un portazo y cerró la puerta con llave.

Ni que decir tenía que allí no había ningún juguete, pues de haberlos habido, seguramente habría consultado a un experto antes que a su problemática hija.

Emerald se remangó la falda y pasó una pierna por el marco de la ventana.

– Espero que dentro de veinticuatro horas me diga que ha arreglado este asunto, Brodie -le iba diciendo Carlisle mientras bajaba con él por las escaleras-. No quiero retrasos.

– Ese es el tiempo que supongo me llevará.

Brodie pensó en decirle que los dos tortolitos podrían perfectamente haber huido ya a uno de esos lugares donde se puede arreglar una boda en un par de días, en cuyo caso sería ya demasiado tarde. Pero al llegar al final de las escaleras algo le hizo cambiar de opinión. Emerald Carlisle, con el vestido remangado, estaba encaramada de la cañería de plomo a unos siete metros a espaldas de Gerald Carlisle.

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