Liz Fielding - El Amor Secreto

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Daisy y Robert eran amigos desde la infancia, aunque en realidad ella siempre había estado enamorada de él. A Daisy no le preocupaba demasiado su aspecto personal y Robert era un conquistador nato que sólo veía en ella a una chica poco agraciada. Hasta que, con ocasión de una boda en la que era dama de honor, se vio obligada a maquillarse y ponerse un vestido precioso.
Robert descubrió que su amiga era una mujer atractiva que, además de esconder su belleza, tenía un amor secreto. Y él tenía que averiguar quién era ese hombre.

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– Estoy empezando a pensar que quieres librarte de mí, patito. No tendrás un amante escondido en el baño, ¿verdad?

– Vaya, me has pillado -rió ella. Sus labios eran más invitadores de lo que Robert nunca hubiera imaginado-. Por favor, conduce con cuidado -aconsejó, poniéndose de puntillas para besarlo. El aliento femenino en su cara, el roce de su pelo, todo aquello hacía que Robert sintiera un montón de emociones extrañas.

Una semana antes se hubiera reído ante la idea de que Daisy tuviera un amante. Pero, en aquel momento, no podía quitarse la idea de la cabeza. Y le dolía mucho más de lo que nunca hubiera imaginado.

Daisy se apoyó en la puerta, suspirando. En silencio, maldecía a Robert y a sí misma por amarlo tan desesperadamente.

Pero no podía hacerlo. No podía dejar que condujera bajo la lluvia aquella noche. No se lo haría a nadie y mucho menos al hombre que amaba, solo para ahorrarse la angustia de tenerlo cerca. Compartir dormitorio con él era una pesadilla, pero no podía dejarlo marchar.

Cuando abrió la puerta, el pasillo estaba desierto.

– ¡Maldita sea! -murmuró, poniéndose las botas a toda prisa antes de salir corriendo hacia la escalera-. ¡Robert! -lo llamó. Él se volvió y, por un momento, se quedó sin habla.

– ¿Qué pasa, patito?

– Pues… he cambiado de opinión sobre la cena -dijo Daisy. En ese momento, se dio cuenta de que los clientes que estaban en el vestíbulo los miraban, sorprendidos-. Jennifer nunca me perdonaría si te dejo abandonado en medio de la lluvia teniendo una cama libre.

– Muy bien -sonrió Robert-. ¿Por qué no vas a vestirte mientras yo reservo una mesa?

¿Vestirse? Daisy tardó un segundo en comprender. Y entonces, horrorizada, comprobó que estaba frente a un vestíbulo lleno de gente con un batín de seda que apenas cubría sus muslos. Intentando conservar la calma, se dio la vuelta y empezó a subir la escalera despacio. Le hubiera gustado salir corriendo, pero no era el momento de tropezarse con los cordones de las botas.

El mundo de los coleccionistas era muy reducido y estaba segura de que, diez años después, la gente seguiría diciendo: «¿Daisy Galbraith? La conozco. Yo estaba en Warbury la noche que persiguió a un hombre medio desnuda…» Los compradores de antigüedades eran como los pescadores, nunca contaban una historia sin exagerarla.

Daisy cerró la puerta de un golpe. ¿Por qué no se había quedado en su habitación como una persona sensata?, se preguntaba. Ella era una persona sensata. Llevaba siendo sensata desde los dieciséis años, cuando se dio cuenta de que tenía dos opciones: dejar que Robert Furneval le rompiera el corazón o mantenerlo guardado bajo llave.

¿Por qué tenía que perder la cabeza después de tantos años?

Antes de que pudiera responderse a sí misma, se miró al espejo y sintió un escalofrío. Demasiada pierna, demasiado de todo.

La idea de volver a bajar al vestíbulo la llenaba de vergüenza. Quizá podrían cenar en la habitación, pensaba. Pero eso sería peor. Significaría pasar toda la noche a solas con Robert en un dormitorio. ¿Qué harían? ¿De qué podrían hablar? Tendrían que cambiarse para irse a la cama… y Daisy estaba segura de que Robert no usaba pijama.

Si cenaban en el comedor, al menos estarían rodeados de gente y… si se daba prisa, estaría apropiadamente vestida antes de que él volviera a buscarla, pensó entonces.

Se quitó el batín y miró en el armario, pero no había mucho donde elegir. Se habría puesto los pantalones que llevaba por la mañana, pero se había metido en un charco y estaban manchados de barro hasta la rodilla.

De modo que solo le quedaba el traje que George le había aconsejado que se pusiera para dar buena imagen en la subasta.

¿Buena imagen? Menuda imagen acababa de dar, pensaba, irritada consigo misma, mientras se metía en la ducha.

Robert estaba prácticamente en estado de shock.

Había dejado la habitación de Daisy sintiendo un peso en el corazón, pero cuando escuchó su voz en la escalera y la había visto con las piernas desnudas, envuelta en el batín de seda roja, con aquella carita… en fin, la mayoría de los clientes de Warbury también se habían quedado en estado de shock. Pero para Robert no habían sido el batín, ni las piernas, había sido la alegría de que hubiera cambiado de opinión.

Y después, la sensación de bajada al infierno al recordar las palabras de Michael: «Está enamorada de un hombre hace tiempo». Quizá no había podido acudir aquella noche. Pero, definitivamente, había un hombre en su vida.

Y quizá era lo mejor.

Pero, en lugar de alegrarse, Robert sentía por primera vez en su vida ganas de llorar. Él era como su padre, incapaz de comprometerse con una sola mujer. Y la necesidad de proteger a Daisy de un corazón roto, teniendo en cuenta el egoísmo de su propio corazón, le parecía de repente grotesca.

Le confesaría que tenía una habitación reservada, se quedaría a la subasta y la llevaría de vuelta a Londres al día siguiente. Ella no se merecía menos. Y después, no volvería a verla hasta el día de la boda. Esperaba que Fiona o Maud o Diana fueran suficiente distracción. No tardaría mucho en olvidarse de Daisy, pensaba amargamente.

– Quiero reservar una mesa para dos -dijo en recepción.

– ¿A las ocho o a las nueve, señor?

– A las ocho… -contestó él. En ese momento, una mujer empezó a gritar a su lado.

– ¡Tienen que tener alguna habitación libre! La que sea, no me importa. Mi coche se ha estropeado y no hay posibilidad de que lo arreglen antes de mañana -decía la mujer, empapada y nerviosa-. ¿Dónde voy a dormir?

– Puede quedarse con mi habitación, señora -se ofreció Robert-. No hay problema. Yo dormiré en la habitación de una amiga -añadió, al ver la expresión de sorpresa de la recepcionista.

Al menos, su buena acción redimía la mentira que le había contado a Daisy.

Cuando llegó a la puerta de la habitación, que ella había dejado sin cerrar, escuchó el sonido de la ducha y llamó con los nudillos para hacerla saber que estaba allí.

– ¿Quieres una copa?

– Sí, gracias -gritó ella desde el baño-. Saldré dentro de un minuto.

– No hay prisa.

Robert encontró una botellita de coñac para Daisy y una de whisky para él en el minibar. Estaba muy ocupado observando la lluvia cuando ella salió del baño.

– ¿Para mí?

– Coñac, para calentarte un poco -sonrió él. Daisy llevaba el pelo envuelto en una toalla y otra la cubría desde las axilas hasta los pies-. He reservado una mesa a las ocho, así podrás irte pronto a la cama -dijo, poniéndose colorado de repente-. Como estás tan cansada…

– Muy bien. ¿Vas a ducharte?

– Sí -contestó Robert.

Cuando cerró la puerta del baño, se permitió a sí mismo imaginar a Daisy cambiándose de ropa y pintándose a toda velocidad para estar preparada cuando él saliera de la ducha.

Pero el único sonido que escuchó al otro lado de la puerta fue el de un teléfono al ser levantado. Daisy estaba haciendo una llamada.

Capítulo 7

MARTES por la noche o miércoles de madrugada. No importa. Lo único que importa es que he sido una estúpida. Robert es un buen conductor y podría haber vuelto a Londres a pesar de la lluvia, pero yo he tenido que ponerme melodramática. Y ahora está durmiendo a un metro de mí. Casi puedo tocarlo…

Y, además, todo el mundo sabrá que hemos pasado la noche juntos.

Daisy escuchaba el sonido de la ducha y no podía dejar de imaginar a Robert desnudo, el agua cayendo por su piel, por sus muslos…

Desesperada, tomó el teléfono. Tenía que hablar con alguien, encontrar alguna distracción, la que fuera…

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