Liz Fielding - El Amor Secreto

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Daisy y Robert eran amigos desde la infancia, aunque en realidad ella siempre había estado enamorada de él. A Daisy no le preocupaba demasiado su aspecto personal y Robert era un conquistador nato que sólo veía en ella a una chica poco agraciada. Hasta que, con ocasión de una boda en la que era dama de honor, se vio obligada a maquillarse y ponerse un vestido precioso.
Robert descubrió que su amiga era una mujer atractiva que, además de esconder su belleza, tenía un amor secreto. Y él tenía que averiguar quién era ese hombre.

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– Hola, Daisy -la voz de George Latimer la tranquilizó a medias-. ¿Cómo va todo?

– Hace frío y no deja de llover, pero qué se le va a hacer.

– ¿Ningún problema entonces? ¿Ningún problema? ¡Ja!

– En realidad, no es exactamente un problema -murmuró ella, dando un ejemplo del proverbial tacto británico.

– Pues si no es un problema, cuéntame exactamente qué te pasa.

¿Qué tal si le dijera que Robert Furneval estaba en su cuarto de baño, desnudo, y que después iban a pasar la noche juntos?

– Pues verás, George, me parece que he encontrado una pieza muy especial…

– Esas cosas hay que mirarlas con lupa, Daisy. Es fácil dejarse llevar por la emoción -dijo George cuando ella le habló sobre el plato Kakiemon. ¿Dejarse llevar por la emoción? Ella era la última persona en el mundo que se dejaba llevar por la emoción, pensaba. Si lo fuera, en ese momento estaría en la ducha con Robert-. Los objetos de auténtico valor son más raros de lo que parece -la voz de George la devolvió a la realidad.

– Pero podría ser auténtico -insistió ella. A veces se habían encontrado platos antiquísimos que un propietario despistado usaba para dar de comer a los perros.

– Es cierto. Pero no dejes que tu deseo de gloria nuble tu sentido común.

– ¿Crees que debería olvidarme del asunto?

– Me temo que sí, Daisy. Eres una profesional, no una buscadora de saldos.

– ¿Y si tengo razón?

– ¿Para qué me llamas? No puedo autentificar una pieza de porcelana china por teléfono. Usa tu buen juicio.

Daisy no quería su opinión sobre la autenticidad del plato. Ese no era su dilema. Sabía lo que había visto.

– ¿Crees que debo decírselo a la casa de subastas?

– Podrías hacerlo -dijo George.

– Pero no me lo aconsejas.

– Si tienes razón, se sentirán como unos idiotas. Y si te equivocas, se reirán de ti. A costa de la galería Latimer.

– Pero, ¿y el vendedor?

– Tú eres una compradora de antigüedades, Daisy. Si los subasteros no han encontrado nada interesante, es su problema.

– Lo sé, pero…

– El barón Warbury ha heredado el talento de su familia para tirar el dinero, de modo que lo que saque de la subasta irá a parar donde siempre, al casino -la interrumpió George-. ¿Los objetos que habíamos seleccionado están en buenas condiciones?

Después de discutir sobre el asunto durante unos minutos más, se despidieron y Daisy se dio cuenta de que había conseguido lo que quería. Dejar de pensar en Robert. Pero la negativa de George la había hecho sentir inmadura y poco profesional.

Daisy se quitó la toalla del pelo. Compraría el plato de porcelana, dijera George lo que dijera. Si cometía un error, lo vendería por el mismo precio y si el plato era genuino… nadie se enfadaría y ella habría encontrado un tesoro.

Estaba en ropa interior, pintándose los labios cuando oyó que la puerta del baño se abría.

– ¿Estás decente?

Desde luego que no, pensaba Daisy. Había pensado estar vestida de pies a cabeza y preparada para bajar a cenar cuando Robert saliera del baño, pero él se habría reído de su timidez y, después de la discusión con George, no tenía ganas de volver a poner en tela de juicio su madurez.

– Comparada con mi reciente aparición en el vestíbulo, diría que probablemente estoy más que decente -dijo por fin, volviendo la cabeza. Robert estaba apoyado en la puerta, con una toalla alrededor de la cintura y… nada más. Ni siquiera una sonrisa. Tenía el pelo mojado y un resto de espuma de afeitar en la barbilla que daba a su presencia en la habitación una intimidad turbadora. Hacía mucho tiempo que no veía a Robert sin camisa y se dio cuenta de que el tiempo lo había mejorado. Su torso era más fuerte y estaba cubierto de un suave vello oscuro. Sus hombros eran más anchos y sus brazos fibrosos. Daisy se quedó boquiabierta-. ¿Qué pasa? -preguntó, cuando pudo encontrar la voz.

– No se me había ocurrido pensar que usarías ropa interior negra.

– ¿No? -intentó sonreír ella-. Pues mira, a mí nunca se me ha ocurrido pensar cómo es tu ropa interior.

Pero sí lo había pensado. Lo imaginaba en calzoncillos cortos, o esos ajustados de Calvin Klein que no dejan nada a la imaginación. Lo había imaginado con todos los modelos posibles.

Daisy se dio la vuelta para terminar de pintarse los labios y después se dirigió al armario. Sabía que Robert la estaba mirando y tuvo que hacer un esfuerzo para no temblar mientras se ponía la falda.

Era muy corta. Demasiado corta. Daisy se puso la chaqueta a toda prisa, pero seguía sintiéndose incómoda y decidió tomarse la copa de coñac de un trago para darse valor.

Robert abrió la bolsa de viaje que había sobre su cama y sacó una camisa burdeos, una corbata… Daisy contuvo el aliento, mirándolo de reojo. Sus calzoncillos eran de color blanco, pequeños.

Con su ropa en la mano, Robert entró en el baño y cerró la puerta.

A solas, Robert tuvo que ahogar un gemido. Debía de haber estado ciego. O loco. O las dos cosas.

¿Qué había estado haciendo él mientras Daisy crecía? ¿Por qué no había notado cuánto había cambiado?

Quizá no había querido verlo.

Por un lado, estaba la simpática Daisy, su amiga, a la que había ido a rescatar de los brazos de un indeseable. La chica que siempre comía con él cuando estaba triste, la que se sentaba a la orilla del río, la que nunca se tomaba en serio a sí misma. Pero, aparentemente, había otra Daisy.

Elegante, distante y sexy como un pecado. La mujer que estaba frente al espejo pintándose los labios sabía exactamente lo que estaba haciendo. Era una mujer con una piel preciosa, una cintura estrecha y pechos pequeños pero altos que, por primera vez, no estaban escondidos bajo metros y metros de tela sino claramente definidos debajo de un encaje negro casi transparente.

Era una mujer con un amante secreto, que no necesitaba que nadie la protegiera de nada.

Le temblaban las manos mientras se vestía. No debería estar allí. Pero había cedido su habitación y, a menos que estuviera preparado para volver a Londres bajo una lluvia torrencial, tendría que quedarse. Aunque quizá la lluvia era más segura, pensaba.

Un relámpago, seguido de un trueno que hizo retumbar la ventana emplomada del baño le hizo reconsiderar la idea.

Hasta entonces, Robert nunca había tenido que pensar de qué hablaría con Daisy. La conversación siempre surgía de forma natural. Pero, en aquel momento, no se le ocurría nada. ¿Cómo podrían hablar de cosas triviales si su mente no dejaba de dar vueltas sobre aquella nueva Daisy?

La boda, pensó, desesperado. Podrían hablar de la boda. Oh, no, de eso no. No quería hablar sobre algo que él no podría tener nunca. Lo que hasta aquel momento, nunca había querido.

Tenía que encontrar un tema de conversación que fuera neutral, se decía. Respirando profundamente para darse valor, Robert salió del cuarto de baño.

– Si voy a ir a la subasta mañana, tendrás que educarme -dijo, poniéndose la chaqueta-. No quiero salir de allí mañana con un loro disecado bajo el brazo.

– ¿No dices que ya has estado en una subasta? -rió Daisy, abriendo la puerta.

– Sí. Pero tenía siete años y mi padre me obligó a ir con él.

– ¿Tu padre? -dijo ella, sorprendida-. ¿También era coleccionista? Tu madre nunca me ha hablado sobre él.

– Es historiador. Historia social en concreto. Ya sabes, de los que meten las narices en la vida de familias que han vivido en el mismo sitio durante generaciones.

– Ah, no lo sabía -murmuró Daisy. Robert nunca había mencionado a su padre y la sorprendía que lo hiciera en aquel momento-. ¿Y qué hacía en una subasta?

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