– Había ido a comprarle un regalo a mi madre.
– ¿Y te aburriste?
– No -contestó él. Con tal de tener a su padre para él durante todo un día, la subasta había merecido la pena-. Además, me invitó a comer y me dejó beber un poquito de vino.
Además de tontear con todas las camareras, recordó entonces Robert con amargura.
– ¿Lo ves a menudo?
– Solo cuando le van mal las cosas. Entonces me llama e intenta persuadirme de que interceda por él frente a mi madre.
– ¿Y lo haces?
– ¿Para qué? Mi padre nunca ha sido capaz de interesarse por una sola mujer. Si tanto le importase lo intentaría él mismo -contestó Robert, volviéndose hacia Daisy cuando estaban a punto de llegar al vestíbulo. ¿Era su imaginación o parecía más alta? Cuando miró hacia abajo, vio que no se había equivocado. Ella se había puesto unos tacones altísimos.
Daisy, que solía llevar vaqueros y zapatos planos. Daisy, que se sujetaba el pelo con gomas. Al menos cuando estaba con él.
– ¿Qué ha pasado con las botas?
– Se están secando -contestó ella, mirando sus preciosos zapatos-. George dice que sirven para distraer a la competencia.
– Pues funciona.
– Oh, esto no es nada -rió Daisy-. Espera a que cruce las piernas. He estado practicando frente al espejo.
Robert se obligó a sí mismo a sonreír.
– ¿Estás decidida a causar una avalancha esta noche?
– No estaría mal. Si todos esos estirados creen que soy una rubia tonta, mañana no me prestarán atención.
– ¿No quieres que te tomen en serio?
– Mañana, no -contestó ella-. Estoy interesada en un objeto muy especial y lo conseguiré con un poco de suerte y… con tu ayuda.
– ¿Con mi ayuda?
– Sí… tú conoces muchas chicas. ¿Cómo se comporta una rubia tonta?
– ¿Estás sugiriendo que me gustan las tontas?
– ¿Diría yo eso? -sonrió Daisy, parpadeando inocentemente-. Janine era bastante lista.
– ¿Solo bastante lista?
– Lo suficiente como para plantarte antes de que lo hicieras tú. Pero si hubiera sido realmente inteligente, en este momento estaría planeando su propia boda. ¿No crees?
– Eres un pato muy observador -dijo él, irónico.
– Esta noche soy un pato rubio sin nada en la cabeza, recuérdalo -siguió ella la broma, mientras entraban en el comedor-. ¿Crees que llamaremos la atención sí pedimos champán? Las rubias tontas siempre piden champán.
– Estás cansada y hambrienta. Se te subirá a la cabeza, Daisy.
– ¿En serio? -preguntó ella, poniendo cara de ingenua.
¿Era así como coqueteaba con su amante?, se preguntaba Robert, sintiéndose enfermo de celos. ¿Era a él a quien había llamado por teléfono unos minutos antes? ¿Lo habría hecho para avisarlo de que no podían dormir juntos?
Daisy se sobresaltó al ver un brillo de furia en los ojos del hombre, pero antes de que pudiera decir nada, apareció el camarero y los acompañó hasta una mesa.
– ¿Quiere la lista de vinos, señor?
– No. Traiga una botella de champán, Bollinger si es posible -dijo Robert, mirando el menú-. Tomaremos pastel de setas y trucha a la plancha.
– Perdona, pero prefiero elegir mi propia cena -dijo Daisy cuando el camarero desapareció.
– Eres una rubia tonta, ¿recuerdas? A las rubias tontas les gusta que elijan por ellas. Créeme.
– Te creo -murmuró ella, poniéndose colorada.
– Y no se ponen coloradas -añadió él, disfrutando cuando el rojo de las mejillas de Daisy aumentó de intensidad.
– Eres muy gracioso.
Robert, a pesar de todo, estaba empezando a disfrutar de la noche. La conversación tenía un filo inusual, peligroso. Estaban probándose el uno al otro y eso lo hacía sentir excitado. Y el champán aumentaría la tensión. El camarero abrió la botella con maestría, pero el sonido del corcho hizo que varias cabezas se volvieran.
– Ya tienes tu champán -dijo él-. Ahora tenemos que brindar.
– Por mi éxito en la subasta de mañana -brindó ella.
– Vas a necesitar algo más que una falda corta y un par de tacones para que crean que no tienes nada en la cabeza.
– Eso es lo que tú crees -replicó Daisy-. ¿Brindamos por un tesoro a precio de saldo?
– Brindemos mejor por una caja llena de tesoros a precio de saldo.
– Eso sí que es imposible. Pero también lo es la lotería y eso no impide que George y yo la compremos todos los sábados.
– ¿Y qué harías si te tocase?
– Tomaría un barco y me iría a China y a Japón.
– ¿En barco? Tardarías meses.
– Es que me dan miedo los aviones.
– No lo puedo creer.
– Pues me dan miedo -se encogió ella de hombros. Los aviones y Robert Furneval eran sus dos grandes terrores-. Si me tocase la lotería compraría algo muy antiguo y precioso y lo regalaría al Museo Británico. Y a ti te compraría una caña de pescar nueva. ¿Y tú?
– Yo no compro lotería.
– No importa. Es solo una fantasía. Así que fantasea un poco.
Robert lo intentó. Tenía que querer algo, algo tan difícil que necesitaría millones para conseguirlo. Pero solo había una cosa que quería, que deseaba de verdad. Y no lo había sabido hasta aquella noche. Era la habilidad de amar a una sola mujer con todo su corazón, para siempre… pero eso no podía comprarse con dinero.
– Una isla tropical -dijo por fin. Ella hizo una mueca-. Un club de fútbol… -la desilusión en los ojos de Daisy era patente. Pero no podía decirle la verdad-. Esto no es justo. Tú has tenido tiempo de pensarlo.
Robert estaba mintiendo. Daisy había visto algo en sus ojos; quería algo, necesitaba algo tan desesperadamente que no podía ponerlo en palabras. O tenía miedo de hacerlo.
– Otro día me lo dices -sonrió.
Normalmente, los silencios entre ellos eran agradables. Pero aquella noche el sonido de los cubiertos parecía incrementar la tensión.
Y no era un problema de palabras. Robert tenía el corazón lleno de palabras, todas deseando salir de su boca en una desesperada declaración de amor. Pero si lo hiciera Daisy no lo tomaría en serio. Peor que eso, se sentiría ofendida. Además, estaba enamorada de otro hombre.
– A ver si esto te vale -dijo, pensativo-. Si ganase la lotería, compraría los derechos de pesca de un río en Escocia y una pequeña casita en la orilla. Y un par de cañas. Una para ti y otra para mí.
– No puedes engañarme, Robert Furneval -sonrió ella, mirándolo a los ojos-. Solo me quieres a tu lado para que haga los bocadillos.
– Es verdad. Haces unos bocadillos estupendos -murmuró Robert, tomando su mano-. ¿Vendrías conmigo, Daisy?
– Gana la lotería y después pregúntame. Pero date prisa. Si yo gano primero, me subiré a ese barco y…
– Pero bueno, ¿qué es esto? Robert Furneval y Daisy Galbraith de la mano. Y bebiendo champán. ¿Hay algo que no le habéis contado al viejo Monty?
Daisy apartó la mano rápidamente.
– ¡Monty! ¿Qué estás haciendo aquí?
– Cubriendo la subasta, querida -contestó él, inclinándose para besarla en la mejilla-. Pensé que te encontraría aquí.
– Qué bien -murmuró ella, sin saber qué decir. Robert casi podía ver las antenas del periodista buscando la noticia.
– No hemos vuelto a hablar después de mi fiesta. ¿Lo pasaste bien?
– Sí. Estupendamente -contestó Daisy, nerviosa.
– Nick Gregson no lo pasó tan bien como esperaba. El pobre tuvo que soportar que le robaran a la chica de sus sueños delante de sus narices -sonrió Monty-. Eres muy listo, Robert.
Pero Robert tenía demasiada experiencia como para morder el anzuelo.
– Solo estaba ayudando a una amiga.
– Qué devoción. O quizá has heredado el ojo de tu madre para las cosas preciosas.
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