Liz Fielding - El Amor Secreto

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Daisy y Robert eran amigos desde la infancia, aunque en realidad ella siempre había estado enamorada de él. A Daisy no le preocupaba demasiado su aspecto personal y Robert era un conquistador nato que sólo veía en ella a una chica poco agraciada. Hasta que, con ocasión de una boda en la que era dama de honor, se vio obligada a maquillarse y ponerse un vestido precioso.
Robert descubrió que su amiga era una mujer atractiva que, además de esconder su belleza, tenía un amor secreto. Y él tenía que averiguar quién era ese hombre.

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– Y rizos.

– Y rizos -admitió el hombre-. Aprende a amarlos.

¿Amarlos? Aquella era una idea que nunca antes se le había ocurrido. Desde que era pequeña, todo el mundo le había dicho que su pelo era un desastre. Había intentado las tenacillas, hacerse la toga, una máquina que se suponía alisaba el pelo y… nada.

– No sé si podré amar mis rizos, pero por el momento, eres tú quien tiene que hacer algo con ellos.

– Para eso estoy. Te voy a dejar ideal -dijo el hombre. La mayoría de los peluqueros que conocía hablaban con prudencia, seguramente para evitar la desilusión cuando no pudieran dejarle el pelo, liso que su madre anhelaba y que ella había deseado durante toda su adolescencia. La confianza de aquel hombre era como un soplo de aire fresco. El peluquero la miró un momento con la cabeza ladeada, le hizo unos cortes arriba y abajo y, después de colocárselo un poco con los dedos, se declaró satisfecho.

– ¿Eso es todo? -preguntó Daisy. No había quedado muy diferente, pero el montón de rizos parecía estar mejor colocado.

– Hoy sí. Pero el día de la boda pondremos unas ramitas de hiedra. Estarás guapísima.

¿Guapísima? Era un estilista muy amable, pero Daisy no estaba convencida. Su única esperanza era no parecer ridícula al lado de las otras damas de honor.

– Ojalá yo tuviera tanta confianza.

– No te hace falta, tienes mi reputación. Las fotografías saldrán en las revistas de sociedad y te prometo que no voy a dejar que vayas detrás de la novia a menos que estés perfecta -sonrió el hombre, mientras le quitaba la bata rosa-. Por el momento, deja de usar esas horrorosas gomas para sujetarte el pelo. Y sería una gran ayuda si durmieras un poco la noche anterior. Si tienes ojeras, nadie se fijará en tu pelo.

– Esa sería una solución.

– Pero no la correcta -replicó él. No parecía muy contento con su desconfianza, desde luego. Quizá esperaba que se lanzase a sus brazos, dándole las gracias por transformarla.

El maquillaje podría tapar las ojeras, pero no podía hacer nada con la falta de sueño. A Daisy se le cerraban los ojos en la galería y tuvo que concentrarse en estudiar el catálogo de la subasta para que su mente dejara de darle vueltas al beso de Robert, como había hecho durante toda la noche.

Pero a la una estaba quedándose dormida de nuevo y decidió ir dando un paseo hasta la modista para probarse el vestido por última vez.

Robert no había podido hablar con Samuel Jacobs el domingo por la noche y el lunes supo por qué. El señor Jacobs era el fundador de una importante compañía de importación de objetos orientales. En el siglo XIX.

La compañía que llevaba su nombre había sobrevivido, pero Robert dudaba de que Daisy estuviera enamorada de una empresa, aunque se dedicara a las antigüedades. Después de tachar a Samuel Jacobs de su lista, se sintió perdido.

Había eliminado la tercera posibilidad. Conrad Peterson no parecía posible como amante de Daisy, pero como el nombre le resultaba tan familiar decidió echar un vistazo a Internet. Era un notorio coleccionista, pero por lo que se había hecho famoso era por su escandaloso divorcio cuando su mujer lo había encontrado en la cama con… otro hombre.

Robert maldijo mentalmente a Michael. ¿Cómo esperaba que averiguase quién era si no le daba ninguna pista? Entonces se le ocurrió algo. Quizá Ginny sabría algo. Pero no podía llamarla y preguntar directamente… tendría que buscar alguna excusa.

Robert sonrió al recordar la promesa que le había hecho a Daisy.

– ¿Ginny? Soy Robert. Quiero pedirte un favor. Necesito un metro del terciopelo amarillo que llevarán tus damas de honor.

– ¿Y tú cómo sabes lo del terciopelo amarillo? Se supone que es un secreto.

– No se lo diré a nadie, te lo prometo. Pero solo si me das un metro de tela.

– Eso es chantaje. ¿Para qué lo quieres?

– Para darle una sorpresa a Daisy.

– Espero que sea una sorpresa agradable.

– Por supuesto. ¿Puedes llevármelo a la oficina mañana? Te invitaré a un té y te lo contaré todo.

– Lo intentaré, pero espero que tengas una buena razón para pedirme la tela.

La tenía. Sabía que Michael no tenía secretos para Ginny y llevarla a su oficina era parte de su plan para sonsacarla.

Tenía que ver a Daisy, pero ella había insistido tanto en que estaba ocupada toda la semana que pondría alguna excusa.

Robert tomó un papel y escribió una nota. Después, la guardó en un sobre y escribió la dirección de la galería.

– Mary, voy a salir un momento -informó a su secretaria.

– Tienes una videoconferencia con Nueva Delhi en media hora -le recordó ella-. Y la comida con tus socios después.

– ¿Me perdería yo lo mejor de la semana?

– ¿Qué es esto? -preguntó Daisy, al ver sobre su escritorio una bolsa con el logo de uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Acababa de llegar de la modista y llevaba en la mano la caja blanca y dorada que contenía el vestido.

– Yo he llegado hace diez minutos -dijo George, encogiéndose de hombros-. Pero hay una nota.

Daisy reconoció la letra inmediatamente y tuvo que recordarse a sí misma que no había razón alguna para que su corazón latiera a la carrera. Hacía tiempo que se había prohibido a sí misma dejar que su corazón latiera tontamente por Robert. Hasta la noche anterior. Desde entonces, los latidos amenazaban con adquirir proporciones volcánicas.

Daisy sacó un papel del sobre y empezó a leer:

Querida Daisy,

Como es obligación del padrino cuidar de todas las damas de honor, no solo de las guapas, he querido asegurarme de que no te perderías el almuerzo por culpa de la modista.

Robert

P.D. Gracias por las galletas.

– «No solo de las guapas» ¡Será asqueroso! -exclamó, abriendo la bolsa. Contenía un montón de cajitas de aluminio con platos deliciosos: pollo a la cantonesa, rollitos de salmón, tarrinas de espárragos…

– ¿Galletas? -preguntó George, leyendo la nota por encima de su hombro.

– Con mantequilla.

– ¿De verdad? -sonrió el hombre, tomando un rollito de salmón-. La última mujer que le preparó ese banquete debió de ser su madre. Un punto para ti.

– ¿Tú crees? -preguntó ella. Daisy maldecía a Janine por haber plantado a Robert dos semanas antes de la boda. Unos meses atrás hubiera agradecido todas esas atenciones, habría disfrutado de la compañía de Robert, pero en aquel momento no creía poder soportarlo sin traicionarse a sí misma. No después de aquel beso.

– ¿No vas a llamar para darle las gracias? -preguntó George-. Estoy seguro de que está esperándolas lado del teléfono.

Daisy estaba deseando que George se fuera para hacer esa llamada, para escuchar la voz de Robert y quizá descubrir la respuesta a la pregunta que la estaba angustiando.

Estaba flaqueando, se dio cuenta sorprendida. Un beso y empezaba a soltar las amarras que ella misma había impuesto en su relación con él. Solo por un beso. Robert tenía por costumbre tontear con todas las mujeres. Ella le había dicho que no dos veces en una semana y, de repente, se había convertido en un reto.

Por eso la había besado, se dio cuenta entonces, furiosa.

Pues ella no pensaba ser una más de su coro de mujeres, ella no pensaba caer rendida a sus pies. Que esperase su llamada.

– ¿Quieres una tarrina de espárragos o prefieres terminar el salmón, George? -ofreció, ignorando la pregunta del hombre.

– Es tu almuerzo. Elige tú -contestó él.

– Prefiero el pollo -sonrió Daisy-. Por cierto, he estado estudiando el catálogo y he marcado los objetos por los que me gustaría pujar y la cantidad que me he puesto como límite. Quizá quieras comprobarlo.

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