Liz Fielding - El Milagro del Amor

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Sabía que podía hacer que aquella valiente mujer volviera a creer en el amor… y se casara con él
A Matilda Lang la aterró darse cuenta de que se estaba enamorando del banquero neoyorquino Sebastian Wolseley. Hacía tres años que un accidente la había dejado en silla de ruedas y Sebastian era el hombre perfecto para romperle el corazón…
Sebastian era compasivo, sexy y, lo más importante, la trataba como si fuera una mujer deseable. Pero haría falta un milagro para que Matty pusiera en peligro su corazón después de todo lo que había pasado…

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Capítulo 11

SEBASTIAN se quitó los zapatos y los calcetines y los arrojó sobre la camisa, que ya estaba sobre la arena. Luego, como si fuese lo más natural del mundo, hizo lo mismo con los vaqueros. Matty notó en ese preciso instante que hacía mucho rato que había dejado de respirar.

Sebastian se volvió hacia ella, con los bóxers de color perla muy ajustados en la las caderas, dejando poco espacio a la imaginación. Finalmente había dado con un hombre que la desafiaba a ser tan audaz en los hechos como en las palabras.

– ¿Necesitas ayuda? -preguntó Sebastian.

– Mmm…

Como le pareció que la respuesta era afirmativa, se inclinó ante ella y le quitó los zapatos.

– Te has pintado las uñas de los pies en un tono púrpura -comentó.

– Solía combinar el color de las uñas con las mechas de mi pelo.

– ¿Y por qué no lo haces ahora? Me parece que eres una mujer a la que le gusta causar impacto.

– Todos tenemos que madurar alguna vez.

– Aunque no es una excusa para convertirse en una aburrida.

– ¡Aburrida! -exclamó con las manos en las caderas-. ¿Crees que una aburrida se quitaría la ropa como si nada para bañarse desnuda en el mar?

– ¿Es eso lo que estás haciendo en este momento? Pensé que estabas sentada mirando el panorama.

– Hay mucho que admirar -comentó ella, sonrojada.

– ¿En todo caso por qué no disfrutas y me dejas el trabajo a mí?

Sin esperar respuesta, empezó a desabotonarle la blusa de manga corta que llevaba sobre una falda larga.

¿Iba a desvestirla?

– ¿Qué estás haciendo?

– Te dije que me encargaría de los detalles -dijo antes de detenerse, con las manos tocando ligeramente sus pechos-. ¿Te causa problemas?

– No, continúa -repuso sin mirarlo, con fingida despreocupación.

Sebastian lo hizo con tal eficacia que ella no pudo dejar de pensar que tenía mucha experiencia en la materia.

– Ah, llevas un sujetador que se abre por delante -comentó, con una mirada apreciativa.

Matty pensó con alivio que al menos se había puesto una prenda muy sensual, a la altura de las circunstancias.

– ¿Te gusta?

– Es demasiado bonito para arruinarlo en el agua -dijo mientras se lo quitaba con dedos algo temblorosos, detalle que a Matty no se le escapó-. Quiero que sepas que tus ejercicios rutinarios realmente valen la pena -comentó con la voz enronquecida a la vista de los pechos desnudos.

Entonces se puso de pie, se inclinó y ella de inmediato le pasó los brazos por el cuello de modo que él pudo quitarle la falda y las braguitas con gran rapidez.

Durante un segundo, los pechos de Matty rozaron el suave vello del torso de Sebastian y sintió que se estremecía. Luego, se vio otra vez en la silla, pero totalmente desnuda.

– ¿Todo bien?

– Estoy aterrorizada.

– El terror es bueno. El aburrimiento es fatal -declaró Sebastian mientras se quitaba los bóxers.

Matty captó fugazmente los estragos que causaba en el hombre antes de que él echara a andar hacia la playa con ella en brazos.

El agua estaba mucho más fría que la de la piscina y el impacto de la inmersión la obligó a actuar de inmediato. Tras liberarse de los brazos de Sebastian, se puso a nadar con rapidez. La fuerza de los brazos y hombros hacía el trabajo de las piernas inútiles.

Sebastian nadaba a su lado, atento a sus movimientos.

En un momento dado, ella se tendió de espaldas, contemplando las gaviotas que se elevaban sobre los acantilados, totalmente relajada en el agua.

– Es una lástima que te hayas cortado el pelo -comentó Sebastian, con la mano asida a la de ella para evitar que se alejara de su lado-. Si no lo hubieras hecho, podrías haberte sentado en una roca fingiendo ser una sirena.

– ¿Fingir? -preguntó, y bruscamente se hundió en el agua, arrastrándolo con ella.

Bajo el agua ambos eran ingrávidos, iguales.

Entonces ella lo besó en la boca, en el cuello y luego se deslizó a lo largo del cuerpo hasta posar los labios en su excitada virilidad, seduciéndolo como si realmente fuera una sirena perversa.

Cuando emergieron a la superficie, Sebastian tenía los brazos bajo los de ella mientras la besaba intensamente, como si deseara insuflarle toda su energía vital.

Luego, como si Matty supiera que era ella quien marcaba las pautas, lo miró a los ojos.

– ¿Por qué no me llevas a los asientos traseros del Bentley y acabamos lo que hemos empezado?

– Dejaremos el Bentley para otra ocasión. En este momento pienso en algo más cómodo -dijo mientras nadaban hacia la orilla.

En la playa la tomó en brazos y se dirigió a la casa.

– Abre la puerta, por favor.

– ¡Sebastian! No podemos hacer esto.

– Relájate, no estamos invadiendo ninguna propiedad privada. La casa también pertenece a la familia.

Matty abrió la puerta, que estaba sin llave, y Sebastian la condujo por las escaleras de madera hasta la primera planta. Luego cruzaron una amplia sala de estar hasta llegar a un dormitorio.

La cama estaba recién hecha, con el cubrecama doblado hacia atrás.

– Viniste aquí durante la semana. Lo planeaste todo.

– Me declaro culpable, mi amor -confesó en tanto la acomodaba en la cama y se tendía sobre ella.

Entonces, Matty no vio nada más que sus ojos del color del mar, su mirada ardiente e intencionada.

Sebastian se tomó su tiempo para besarla en la boca, en los ojos y para acariciar su cuerpo con las manos, los dedos y la lengua, buscando todos los lugares dormidos hacía tanto tiempo. Luego le besó los pechos, al principio con suavidad y más tarde con urgencia, hasta que ella pidió más y más.

– ¡Ahora! -imploró-. Te necesito ahora.

– ¿Estás segura?

Durante un odioso segundo, ella pensó que Sebastian dudaba, que sus extremidades inferiores, totalmente inertes, habían apagado su deseo.

– ¿Y tú?

Por toda respuesta la besó en la boca y luego le puso en la mano un preservativo que ya tenía preparado.

– ¿Por qué no me lo pones y así lo descubres por ti misma?

Sebastian esperó hasta que al fin ella pudo alcanzar un éxtasis que ya había dado por imposible. Y fue aquella sensación de plenitud la que le devolvió su feminidad, la que la hizo volver a sentirse mujer por primera vez en tres años.

Más tarde, Sebastian, apoyado en un codo, veló su sueño mientras recordaba que al conocerla había pensado que era una mujer de un tono indeterminado. Pardusco.

Ella abrió los ojos. Sus adorables ojos de color ámbar.

– Eres hermosa, Matty -murmuró antes de besarla.

Y entonces, ella le sonrió. Con una sonrisa auténtica. Atrás había quedado aquella sonrisa defensiva que utilizaba para ocultar sus auténticos sentimientos.

– No quiero dejarte -dijo Sebastian ante la puerta de la casa de Matty. Tras besarla, apoyó la frente en la de ella-. Ven conmigo.

Se habían quedado en la casa de campo hasta el domingo por la tarde. Habían conversado, comido lo que Sebastian había llevado, habían nadado y habían hecho el amor. La verdad era que Matty había llevado casi todo el peso de la conversación; sin embargo, él le había preguntado lo que necesitaba saber, de modo que al marcharse sabía lo esencial respecto a ella. Sus padres mal avenidos y separados, el colegio, la universidad…

Pero Matty se negó a acompañarlo a su casa porque necesitaba reflexionar sobre lo que había sucedido, ponerlo en un contexto, volver un poco a su antigua vida. Y Sebastian necesitaba concentrarse en su estrategia para convencer al comprador mayorista de que, incluso sin George al mando de la empresa, Coronel todavía era una marca pujante.

Blanche había organizado una exposición en el vestíbulo de la oficina con un despliegue de todos los artículos de la nueva gama. Mientras seguía a Sebastian a un paso de distancia, él se movía de un puesto a otro tocando los artículos, en otro puesto desplazó unos que tapaban parte del friso con el abecedario y luego quitó una imaginaria mancha de polvo del equipo informático instalado para producir tarjetas personalizadas con las letras del alfabeto.

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