El príncipe Damian aún no estaba totalmente convencido al respecto, pero se dijo que podía tolerar la presencia de Sara durante unos días y ver qué pasaba. Pensándolo bien, no tenía nada que perder.
Justo entonces, Sara rió y Damian cayó en la cuenta de que existía otro problema que no guardaba ninguna relación con su ceguera. Aquella mujer le afectaba de un modo extraño. Ciego o no, era un hombre y sus sentimientos hacia las mujeres no habían cambiado después del accidente.
La cuestión, en ese caso, consistía en saber si podría soportar ponerse en manos de una mujer que lo inquietaba. Si no tenía cuidado, la terapia podía complicarse.
Sara se inclinó sobre él y preguntó:
– ¿Seguro que no estás dispuesto a concederme el beneficio de la duda? Podríamos probar durante unos días y ver lo que sucede.
Damian tardó unos segundos en responder.
– Sí, supongo que podríamos intentarlo.
– En ese caso, tengo una condición -dijo ella.
– ¿Una condición?
– Sí.
Damian frunció el ceño.
– ¿De qué se trata?
– Te ayudaré a utilizar el transmisor para asistir al baile si tú aceptas hacer los ejercicios que te enseñaré para mejorar tu estado.
– Eso es chantaje -declaró él con una suavidad no exenta de enfado-. Pero está bien. Si eso es lo que quieres, lo haré.
Sara no dijo nada. Damian habría dado cualquier cosa por saber lo que estaba pensando, pero la falta de visión le impedía interpretar su lenguaje corporal.
Odiaba estar ciego. El resto de sus sentidos estaba tan bien como siempre, incluso algo más desarrollados, pero la vista era fundamental para él. En aquellas circunstancias no podía juzgar a la gente ni discernir la verdad.
De nuevo, se sintió dominado por una profunda ira. Se sentía como si le hubieran robado la mitad de la vida.
Sara estaba mirando a Damian. A pesar de que finalmente había cedido, era consciente de la irritación, la tristeza y hasta del rencor que ocultaba el tono del príncipe. En parte, se debían a su ceguera. Pero imaginó que había algo más, algo más relacionado con la cantidad de veces que lo habrían intentado engañar para aprovecharse de su poder.
Sabía que eran simples suposiciones y que cabía la posibilidad de que se estuviera equivocando, pero no lo creía.
Le pareció divertido que Mandy pensara que Damian quería aprovecharse de ella; en realidad, sólo necesitaba que lo protegieran. Por lo menos, en un sentido emocional.
– ¿Y bien? ¿Trato hecho, entonces? -preguntó ella.
Él asintió lentamente.
– No me has dejado otra opción. Estoy entre la espada y la pared -contestó él-. Pero te ruego que seas amable conmigo durante la terapia.
Sara sonrió.
– Siempre he sido famosa por mi sentido de la compasión -bromeó ella-. Pero en tal caso, creo que podríamos empezar de inmediato.
Tras despedirse de los demás, avanzaron lentamente hacia la salida del comedor.
– ¿Quieres que vayamos a mi habitación?
– ¿A tu habitación? ¿No hay un lugar algo más neutral?
Damian la tomó de una mano. Su piel estaba caliente y contacto era firme y sólido.
– ¿Tienes miedo de un hombre ciego? -se burló él.
– Por supuesto que no -respondió.
– No te preocupes -dijo, arqueando una ceja con ironía-. Puedo ser molesto, pero soy inofensivo.
Cuando llegaron a la salida, Damian calculó mal las distancias y se golpeó con el marco de la puerta. Reaccionó inmediatamente, pero no antes de que Sara pudiera notar su enfado. Era obvio que no llevaba nada bien su estado de ceguera.
Unos segundos más tarde estaban a punto de llegar a la escalera. El príncipe Marco, que se había marchado a hablar por teléfono, se cruzó con ellos.
– Era el inspector de policía -explicó a su hermano-. Le he pedido que se ponga en contacto con nosotros en cuanto sepan algo más sobre el accidente.
– ¿Y qué te ha dicho? -preguntó Damian.
– Que todavía no han terminado su trabajo. Pero ha añadido que algunas partes de la lancha siguen sin aparecer, a pesar de que han drenado el lago.
– ¿Van a volver a hacerlo?
– No quería hacerlo. Dice que es muy caro y que…
– Deben hacerlo -lo interrumpió Damian, tenso-. Dile que yo me encargo de los gastos.
Marco lo miró con gesto de dolor.
– Damian…
– Lo digo en serio, Marco. Tengo que saber lo que pasó.
Marco suspiró, miró a Sara y dijo:
– Está bien, ya hablaremos más tarde.
El príncipe heredero se marchó inmediatamente y Sara aprovechó la oportunidad para preguntar a Damian sobre una duda que la estaba atormentando.
– ¿Qué debo hacer cuando inclina la cabeza para saludarme?
Damian sonrió.
– Mantén bien alta la cabeza e inclínala levemente, como si estuvieras asintiendo, pero sin excederte. Si actúas como si fueras de la realeza, todos te tratarán como mereces.
Sara sonrió, aunque sabía que nunca podría comportarse de ese modo. En el fondo, sólo era una chica de barrio.
Pero, indudablemente, la vida la había puesto en una situación muy poco común en su clase social. En aquel momento se dirigía al dormitorio de un príncipe, y al pensar en ello, la boca se le quedó seca.
Por primera vez, se preguntó dónde se había metido.
– ¿Te importa que ponga música?
– ¿Música? -preguntó Sara.
– Sí, música. Ya sabes, una cosa con melodías y algo de ritmo. Estoy seguro de que habrás oído hablar de ella…
– Sí, claro, pon música si quieres.
Sara no respondió a la tomadura de pelo de Damian. Todavía estaba demasiado alterada por el hecho de estar en las habitaciones privadas de un príncipe.
Y a decir verdad, no era lo que esperaba.
El salón de la suite era bastante grande y tenía varios muebles elegantes y de aspecto cómodo; por todas partes se veían estanterías llenas de libros, e incluso un ordenador situado en un escritorio. Pero el lugar resultaba algo impersonal, como si fuera una residencia temporal y no un hogar. Sorprendentemente no había detalles emocionales por ninguna parte; no se veían trofeos, ni fotografías familiares, ni recuerdos de viajes, nada. Al parecer, Damian era un hombre muy reservado. O tal vez había acertado con su primera sospecha y aquél sólo fuera un lugar de paso.
Él se había sentado en un sillón y ella se acomodó en una butaca. Entre los dos se encontraba una pesada mesa de cristal, sobre la que Sara extendió el cuestionario que siempre les daba a todos sus pacientes; lo había desarrollado con el transcurso de los años y era una herramienta de gran utilidad para saber a qué se enfrentaba.
Hasta ese momento, había apuntado que el príncipe tenía veintiocho años, que era el hijo menor de sus padres, que había nacido en Nabotavia y que había crecido en Estados Unidos. Pero ya había llegado el momento de dejar las generalidades y concentrarse en cuestiones más problemáticas, como la relación de sus padres.
Como se trataba de un tema complicado, Sara decidió encararlo de forma indirecta.
– Los retratos de tus padres son impresionantes -comentó-. Los he visto en la sala y me han parecido muy majestuosos.
– Por supuesto. Tenían que parecerlo. Si no puedes ser mejor y más fuerte que la media, ¿qué sentido tiene pertenecer a una Casa Real?
Ella sonrió. Damian hablaba con absoluta normalidad, pero imaginó que era una simple fachada para ocultar sus sentimientos.
– ¿Eso quiere decir que te sientes mejor y más fuerte que los demás? -preguntó ella, en tono de broma.
– Bueno, no sé si mejor y más fuerte, pero indudablemente me siento distinto. Recuerda que los privilegiados llevamos una vida diferente. Nos pasamos la vida de fiesta en fiesta, conducimos coches caros, llevamos joyas que pocos pueden pagar y nos vestimos con ropa de diseño -declaró con sarcasmo.
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