El agua terminó de despertarlo.
Acababa de empezar otro día. Otro largo día de espera. Sin embargo, esta vez había algo, diferente: Sara. Y era lo suficientemente importante como para que se tomara la molestia de ducharse con más detenimiento que de costumbre, como si quisiera borrar todas sus preocupaciones y comenzar de nuevo, más fresco y limpio que nunca.
Una hora más tarde, y tras hacer ejercicio durante cuarenta y cinco minutos en la bicicleta estática, se sentó junto a la radio y la encendió para oír las noticias del día. Lo que más le molestaba de su ceguera era la imposibilidad de leer; ya ni siquiera podía echar un vistazo al periódico por las mañanas.
Unos minutos después, cuando ya había apagado el aparato, alguien llamó a la puerta. Era demasiado pronto para que se tratara de Sara y no sabía quién podía ser.
– Adelante -dijo, tenso.
– ¿Damian?
Al reconocer la voz de su tío, el duque, se relajó.
– Hola, tío… ¿A qué debo el placer de tu visita?
El anciano rió.
– Vaya, veo que ya me reconoces por la voz…
El comentario del duque no era tan extraño como le habría parecido a alguien que no conociera la situación. Damian y él nunca habían mantenido una relación precisamente estrecha.
Apenas hablaban, y el joven siempre recordaba a su tío como un hombre silencioso que se mantenía al margen con tal de alejarse de su esposa.
Damian sospechaba que el resentimiento de la duquesa se debía a su estatus de inferioridad en la familia. El duque era el hermanastro del padre de Damian, y por tanto, tío del príncipe. Sin embargo, su madre sólo había sido una dama de compañía de la abuela de Damian, una mujer sin título nobiliario.
Al duque, eso no le importaba en absoluto. Pero su esposa era otro cantar.
– Claro que reconozco tu voz -dijo Damian-. Y me han dicho que, si juego bien mis cartas, pronto podré reconocerte por el sonido que hace el viento al mecer tu cabello.
El duque rió.
– No lo dudo, sobrino. Siempre fuiste un chico muy inteligente. Ah… tu padre sentía verdadera adoración por ti -le confesó.
Entonces, sacó un paquete y añadió:
– Te he traído un regalo, un libro. Pensé que podía interesarte.
– ¿Un libro? ¿De quién?
– Bueno, en realidad no es un libro sino una grabación de un poemario de Jan Kreslau, el conocido poeta de Nabotavia.
– Creo recordar que era el favorito de mi padre, ¿verdad?
– En efecto, y me alegra que lo recuerdes. Siempre he temido que tus hermanos y tú no conocierais realmente a vuestro padre.
En otra época, Damian se habría mostrado inmediatamente interesado por la vida de su padre. De hecho, había leído todo lo que había podido sobre él y había hablado con prácticamente todas las personas que lo habían tratado. En su infancia y en su adolescencia, lo había idealizado.
Pero las cosas habían cambiado. Después de averiguar tantos detalles sobre la vida de su padre, sabía que no quería averiguar nada más.
– Creo que lo conozco tan bien como debería -dijo con firmeza.
– Era un gran hombre…
Damian se volvió hacia él.
– ¿Cómo puedes decir eso después de lo mal que se portó contigo?
El duque permaneció en silencio durante unos segundos. Y cuando habló de nuevo, su voz sonaba triste.
– No sabes nada, sobrino. Algún día, cuando estés realmente dispuesto a oír la verdad, te contaré unas cuantas historias. Pero ahora tengo que marcharme. Annie me ha preparado el desayuno y tengo hambre. Ven a visitarme a mi despacho cuando tengas ganas de charlar. Te estaré esperando.
Damian se quedó sentado, dando vueltas a la cinta que le acababa de regalar el duque. De haber sido Marco, Garth o incluso Karina, no dudaba que ya la habría metido en el equipo de música para poder oír la voz del viejo poeta y descubrir algo más de su padre a través de sus versos. Pero él no era como ellos. Él ya sabía demasiado de la vida de su padre. Y estaba convencido de que no necesitaba saber nada más.
De haber podido ver, se habría acercado a la papelera para tirar la cinta. Sin embargo, no podía. Así que la dejó bajo una almohada.
– Tráeme algo sobre mi madre -murmuró-, y tal vez lo escuche.
Sara llamó por teléfono a su hermana y la animó comprobar que se encontraba bien. Aún se sentía culpable por no haberla llamado la noche anterior, pero a Mandy no le había importado en absoluto. Charlaron un rato, y más tarde, Sara se preparó para el día que la esperaba: se puso unos pantalones de lino y un ligero jersey de algodón, se cepilló el cabello y se detuvo un momento, antes de salir de la habitación, para encontrar fuerzas.
– Bueno, volvamos a la guarida del león… -se dijo, en voz baja.
A pesar del comentario, estaba convencida de que aquel día sería mejor que el anterior. Ya se conocían, ya se había acostumbrado a su presencia, y por lo demás parecía preparado a aprender algo.
Sabía que podía hacer mucho por él, si se lo permitía. Era su trabajo y tenía la formación necesaria. Y a fin de cuentas, la tortura sólo iba a durar un par de semanas.
Se intentó convencer de que la cuestión no era tan complicada. Se trataba de aguantar durante catorce días y aplicar sus conocimientos sin dejarse distraer por asuntos ajenos al trabajo. Además, la idea de trabajar con semejante espécimen masculino no le desagradaba. Pensó que a lo largo de su vida no tendría muchas más oportunidades de compartir su tiempo con un hombre tan interesante y atractivo, así que decidió relajarse un poco y disfrutar de la situación.
Sin embargo, había un problema: por mucho que intentara engañarse a sí misma, sabía que el efecto que le provocaba el príncipe Damián era demasiado intenso para tratarse de algo sin importancia. Sara nunca perdía la calma con nadie; no era su estilo. Pero con él, la perdía constantemente. Había algo en aquel hombre que la sacaba de quicio.
Antes de ir a verlo, pretendía desayunar.
Pero como no sabía dónde servían el desayuno, anduvo deambulando por la casa hasta que se encontró con Marco junto al comedor donde habían cenado.
– Buenos días -dijo él -. Espero que hayas dormido bien…
– Sí, gracias -dijo con una sonrisa. -Tengo que asistir a una reunión y no podré quedarme esta mañana, pero quiero que sepas que apreciamos mucho tu labor. Aunque sé que será difícil… si tienes algún problema con Damián, dímelo y haré lo que pueda por ayudarte.
Sara se sintió agradecida por su preocupación.
– Estoy segura de que todo irá bien. -Eso espero… Hasta luego, Sara, que tengas un buen día.
Ella lo observó mientras se alejaba. Marco era muy alto y regio, distinto en muchos sentidos a su hermano.
Pero en aquel momento, lo único que le preocupaba era encontrar la sala donde se servía el desayuno. Por suerte, un criado apareció segundos más tarde y fue en su rescate.
– Por aquí, por favor -le dijo la mujer, que se llamaba Annie-. Casi todos han desayunado y se han marchado ya, pero creo que el conde Boris acaba de llegar. No dudo que estará encantado de acompañarla.
– Gracias.
Sara la acompañó hasta una preciosa sala con Altos balcones y muchas plantas. El sol de la mañana iluminaba la estancia y se reflejaba en la inmaculada cubertería de plata y en las piezas de cristal. El ambiente no podía ser más agradable y, en cierta manera, lujoso. Pensó que los ricos tenían una enorme suerte al poder vivir de esa forma.
El único ocupante de la sala se levantó al verla y sonrió. Era un hombre alto, rubio y atractivo, cuyo aspecto no podía resultar más elegante.
– Conde Boris… Buenos días.
– Llámame Boris a secas, por favor.
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