Raye Morgan - Noches Reales

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¿Seria una corona suficiente pago por todo lo que ella había hecho por él?
El príncipe Damián de Nabotavia era un Play boy que, aburrido de todo, claudicó ante las presiones de su familia y accedió a buscarse una mujer “adecuada” con la que contraer matrimonio… Y entonces un accidente lo cambió todo, dejándolo indefenso. Pero ¿realmente había sido un accidente o quizá alguien había querido poner en peligro su vida?
La única persona en la que podía confiar era su nueva terapeuta, la sensible Sara Joplin, que con su amabilidad y la dulzura de su voz había conseguido que volviera a sentirse vivo. Damián no tardó en confiar tanto en Sara como para contarle sus temores y, en su búsqueda de la verdad encontraron el peligro… y se descubrieron el uno al otro.

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– No.

– Sí -insistió-. Tienes que afrontar la realidad.

– Si no recupero la vista, será por alguna razón. Y en tal caso, sólo tendrían que averiguar cuál es el problema para poder arreglarlo -razonó.

– Bueno, si existiera una solución de carácter quirúrgico, estoy segura de que el doctor Simpson te lo diría.

Sara se mordió el labio. La desesperación del príncipe Damian era tan evidente que optó por una aproximación más delicada.

– Hay gente que se pasa la vida esperando a que pase su barco, a recibir una herencia y a cosas por el estilo. Esperan y esperan y la vida pasa sin que hayan hecho lo que querían hacer -dijo.

Apenas había terminado de hablar cuando la propia Sara se dio cuenta de que lo estaba sermoneando. No era lo que pretendía, así que sacó su libreta de notas y comenzó a contarle todo lo que había previsto hacer con él.

Pero Damian no le estaba prestando demasiada atención, de manera que dejó la libreta a un lado.

– Muy bien, pasemos a algo práctico.

¿Podrías levantarte y caminar hasta la puerta de la suite?

– ¿Para qué?

– Para que pueda ver cómo te las arreglas.

– A mí también me gustaría ver ciertas cosas -observó él, con frialdad-, pero no puedo. Por lo visto, la vida tiene un extraño sentido del humor.

– Damian, tengo que evaluar los progresos que has hecho…

– No tienes que evaluar nada -espetó-. Limítate a enseñarme a usar el transmisor.

– Alteza…

– Deja las formalidades para otro momento. Me llamo Damian, no alteza.

Sara suspiró.

– Está bien, pero no estás cooperando nada conmigo.

Él se encogió de hombros.

– ¿Ya lo has notado?

– Comprendo que te sientas mal por lo que te ha sucedido, pero eso no te da derecho a ser grosero.

– ¿Grosero? ¿Crees que estoy siendo grosero contigo? -preguntó, sorprendido-. Bueno, ahora que lo pienso… Sí, tal vez tengas razón. Sin embargo, yo no lo llamaría grosería. Sé que puedo serlo mucho más.

– Oh, no lo dudo en absoluto. Seguro que eres un verdadero maestro en ese campo. A fin de cuentas no eres más que un principito acostumbrado a salirte con la tuya y dar órdenes a todo el mundo -comentó Sara, realmente enfadada con él-. Pues bien, yo no tengo por qué soportarlo. Tengo mis propias normas profesionales y acabo de decidir que no puedo hacer nada por ti. Es más: no quiero hacer nada por ti.

Sara se levantó y se dirigió rápidamente a la puerta. Pero cuando quiso abrirla, no pudo.

– ¿Qué diablos es esto? ¿Has cerrado la puerta?

– No -respondió él, mientras se levantaba del sofá-. Es que se queda atascada de vez en cuando.

El príncipe se aproximó a ella y llevó una mano al pomo. La puerta se abrió al segundo intento.

– Espera un momento, no te vayas todavía -continuó él-. Sé que me he estado comportando como un idiota y quiero que sepas que lo siento. Intentaré portarme mejor a partir de ahora.

Sara negó con la cabeza.

– No sé si podrás hacerlo. Estás muy enfadado y no eres capaz de controlarte a partir de cierto punto.

Damian intentó sonreír.

– Me esforzaré, Sara, lo prometo. Por favor…

Sara tomó aliento e intentó tranquilizarse un poco. Sabía que él estaba hablando en serio y que realmente iba a intentarlo, pero no estaba tan segura de que lo consiguiera.

– Esto sólo funcionará si te esfuerzas.

– Lo sé -dijo-. Y también sé que me he comportado de forma injusta al hacértelo pagar a ti. No volverá a suceder.

Sara lo miró y lo creyó. Al menos, creía que estaba hablando en serio al decir que intentaría portarse bien. Pero a pesar de ello, volvió a considerar la idea de abandonar el trabajo y marcharse de la mansión. Si se daba prisa, podía estar en casa de su hermana en menos de una hora.

Naturalmente, no se marchó. Era una profesional y estaba acostumbrada a las situaciones difíciles.

– ¿Te quedarás? -preguntó él con dulzura.

Ella asintió lentamente.

– Por supuesto -respondió-. Te veré por la mañana. ¿Te parece bien a las nueve en punto?

– Me parece perfecto.

Sara lo miró antes de marcharse y por un momento tuvo la impresión de que podía verla. La idea bastó para que se estremeciera.

– Buenas noches, Damian.

– Buenas noches, Sara.

En cuanto salió de las habitaciones del príncipe, se aferró a la barandilla de la escalera para tomar aire. Se había visto obligada a hacer un verdadero esfuerzo para mantener la calma con él y no salir huyendo a toda prisa.

Respiró a fondo y miró la hora. Ya eran las once de la noche, demasiado tarde para llamar a su hermana.

Sara se sintió culpable por no haberse dado cuenta antes. Quería saber cómo se encontraba, pero había dejado que aquel hombre imposible, aquel seductor, le hiciera perder el sentido del tiempo y de la realidad.

Y encima, a cambio de nada.

Capítulo Cinco

Damian despertó de repente, estremecido. No estaba seguro de qué lo había despertado; tal vez había sido un sueño, o una pesadilla, pero la oscuridad le hizo pensar que todavía no había amanecido.

Inconscientemente, estiró un brazo para encender la luz de la mesita. Y sólo entonces, recordó que aquella no era la oscuridad de la noche, sino la oscuridad de su ceguera.

Como en tantas otras ocasiones, sintió una mezcla explosiva de ira y rencor. Era una emoción terrible, que no le gustaba en absoluto.

Cuando recobró la consciencia después del accidente, la ceguera le pareció un asunto menor. Había sufrido múltiples heridas y pensó que sería una consecuencia colateral pasajera, que desaparecería en cuestión de días con un poco de reposo. Pero los días se habían transformado en semanas y ahora amenazaban con convertirse en meses.

Desde el principio, se había negado a rendirse a la desesperación. Detestaba la autocompasión y se repetía una y otra vez que saldría de aquello. Sin embargo, la impaciencia comenzaba a dominarlo. Su ceguera estaba durando mucho más de lo que había imaginado.

Pero ahora, no quería pensar en ello. Ahora tenía un problema más en el que pensar: Sara Joplin.

Desde su llegada, no había hecho otra cosa más que descolocar su existencia y limpiar las telarañas que se habían ido acumulando. Tras el accidente, el mundo se había vuelto oscuro e impenetrable para él; y le agradaba tener algo distinto en lo que pensar.

Casi todos sus amigos y conocidos habían ido desapareciendo con el paso de los días. Al principio, todos se habían mostrado solidarios; pero él no se mostraba muy receptivo y las visitas eran cada vez más cortas y raras. De hecho, el día anterior se había llevado una buena sorpresa con la aparición de su grupo de amigos. Pero en cualquier caso no le había sorprendido tanto, ni le había interesado tanto, como la llegada de la terapeuta.

Fuera lo que fuera, había algo en Sara que le llamaba poderosamente la atención.

Pensando en ello, se dijo que tal vez fuera la novedad. Sus días se habían vuelto muy aburridos y Sara le proporcionaba un divertimento y una vía de escape para sus frustraciones. Además, no podía negar que poseía una gran percepción y que parecía adivinar sus sentimientos.

Animado ante la perspectiva de volverla a ver, alcanzó el reloj sonoro que le había regalado su hermana Karina.

– Son las siete horas quince minutos treinta segundos -informó la metálica grabación del aparato.

Decidió levantarse y justo entonces notó que la habitación estaba helada. Al parecer, alguien había puesto el aire acondicionado a toda potencia.

Consideró la posibilidad de ajustar la temperatura, pero no quiso arriesgarse a llevarse por delante todos los muebles de la suite, así que salió de la cama, se puso en pie y avanzó hacia el cuarto de baño contando, uno a uno, los pasos. A pesar de ello, se dio un golpe con una de las sillas. Pero llegó de todos modos y abrió el grifo de la ducha.

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