Jennifer Greene
Al amparo de la noche
Al amparo de la noche (1992)
Título Original: Night light
Bree tenía mucha experiencia en perderse. Era algo que hacía a menudo y muy bien. Los caminos rurales tenían mucho más sabor que las autopistas, y si algún desvío ocasional la ponía en un apuro no le daba importancia. Por lo general, merecía la pena ser impulsiva. La vida no era divertida sin un poco de riesgo, sin tentar al destino, sin hacer girar la ruleta de la suerte.
Aunque aquella noche empezaba a sentir un poquito, casi nada en realidad, de miedo. La clase de miedo que te hace sentir un vacío en el estómago, los dedos fríos y el corazón desbocado.
Un rayo cortó el cielo y cayó a unos centenares de metros camino adelante. El trueno consiguiente hizo que su viejo Volkswagen trepidara como un anciano achacoso. La lluvia golpeaba con tanta fuerza que los limpiaparabrisas no servían para nada. El cielo estaba completamente negro, cosa normal ya que era alrededor de media noche. El camino de grava se había transformado en un barrizal, cualquier conductor con sentido común habría salido de allí inmediatamente.
Bree lo hubiera hecho gustosa pero estaba rodeada por la tormenta eléctrica. Detenerse en la cuneta no era una solución. Durante una hora se había dicho que la tormenta no tardaría en amainar, pero no lo hizo. Se había dicho que debía haber un hotel, una gasolinera o alguna casa a lo largo del camino pero no había encontrado nada.
Una cascada de relámpagos encendió el cielo revelando el paisaje desolador de las Tierras Malas de Dakota del Sur. Parecía un paisaje lunar. Rocas con apariencia monolítica brillaban como joyas a la luz de los relámpagos. La tierra yerma se extendía durante muchos kilómetros, salpicada aquí y allá por cerros desmoronados, cárcavas y barrancos. Pero no había señal de vida.
No era una tierra para los mansos de corazón pero nadie había podido acusar nunca a Bree Reynaud de ser tímida. Había llegado al Parque Nacional de las Tierras Malas aquella misma tarde y en seguida se había enamorado. Unas inmensas nubes negras habían empezado a arracimarse poco antes del ocaso. Las había visto, se había dado cuenta de que se avecinaba una tormenta, pero la idea de buscar refugio no había pasado por su cabeza. La tormenta cerniéndose había sido uno de los espectáculos más salvajes, solitarios y apabullantes que había contemplado en su vida.
No se arrepentía de haberla visto. Había habido varios momentos a lo largo de su vida en los que había deseado que las charlas de su padre hubieran tenido algún efecto. Raoul Reynaud lo había intentado prácticamente todo para inculcar un poco de prudencia a la más joven de sus hijos.
Por desgracia, no había servido para nada.
El parabrisas se volvió a empañar. Bree lo limpió con el último de sus pañuelos de papel. Durante algunos segundos manejó el volante con una sola mano. Cuando el coche patinó, murmuró una letanía de maldiciones en idioma Cajún. Al fin pudo hacerse con el control del vehículo pero sus manos sudaban copiosamente.
Reconoció para sus adentros que no estaba un poquito asustada sino muerta de miedo. Había decidido detenerse en el primer sitio que ofreciera algún refugio, aunque fuera una caverna.
Un relámpago estalló tan cerca de ella que pudo oler el ozono en el aire. El trueno casi le reventó los tímpanos, que protestaron dolorosamente. No se consideraba supersticiosa pero provenía del bayou de Louisiana. Quizá se tratara de un presagio.
Quizá había llegado el momento de dejar de vagabundear.
Quizá había llegado la hora de que una chica de veintisiete años dejara de desafiar al destino y cogiera firmemente las riendas de su vida.
Pero lo mejor, se dijo a sí misma, era concentrarse en sobrevivir en aquellos momentos. Bajó un poco la ventanilla. De inmediato, unas gotas como agujas le empaparon la manga del jersey rojo. Pero no podía hacer otra cosa, sin una fuente de aire frío el cristal se empañaba más de lo deseable. Los limpiaparabrisas despejaron momentáneamente el cristal y entonces lo vio… un grupo de grandes sombras oscuras se alzaba ante ella.
Había un grupo de edificios a unos cientos de metros del camino. Vio que el camino de entrada no era más que un pantano pero no le importó. Un refugio era un refugio. Ni la piedra filosofal le hubiera parecido tan preciosa a un alquimista.
Cuando consiguió llegar, su alivio se convirtió en incredulidad. Era una tierra de ranchos y había concluido que había descubierto uno. Los edificios esparcidos en torno al principal podían ser graneros pero el del centro parecía el castillo de Drácula.
Un castillo de Drácula sin el menor gusto. Podría haber encajado en un paisaje alpino pero quedaba estúpido en medio de Dakota. Era un edificio de piedra gris con tres pomposos pisos, profusamente decorado con torreones góticos y vidrieras en las ventanas. Dos leones de piedra flanqueaban las enormes puertas, que no eran muy artísticas pero sí muy grandes. La explanada no era ni césped ni pradera, sólo había malas hierbas.
En el mejor de los casos sería la casa de alguna loca excéntrica. Bree dudó un momento antes de bajar del coche. No tenía miedo pero estaba exhausta y se preguntaba si tendría la energía suficiente como para bregar con una loca.
Otro relámpago encendió el cielo y Bree echó a correr mientras hacía una apuesta mental con el destino. Sería prudente el resto de su vida, sería cautelosa, sería buena, si el propietario le dejaba acampar aquella noche en uno de sus graneros.
Subió a la carrera los veinte escalones que llevaban a la puerta principal. Incluso en esa mínima distancia estaba empapada cuando llamó a las grandes y ajadas puertas de roble.
Se filtraba la luz por los ventanales que había a ambos lados de la puerta pero nadie respondió a su llamada. Volvió a intentarlo y luego probó con el pomo. Estaba cerrado.
Volvió a llamar con más fuerza, aporreando la vieja madera. La lluvia le cegaba los ojos. Pensó que tendría el aspecto de una rata ahogada, cuestión que normalmente no le hubiera importado. Su figura no era para hacer aspavientos aunque había heredado el pelo negro, los ojos azules y la piel de magnolia de sus antepasados franceses. Una figura espectacular no resultaba conveniente para una mujer que viajara sola. Pero esa noche no hubiera querido tener un aspecto tan desamparado.
Al no conseguir respuesta se preparó para dar un golpe con todas sus fuerzas y estuvo a punto de caer de bruces cuando la puerta se abrió de improviso. Tenía preparado el discurso y las disculpas, segura de que el propietario sería un viejo excéntrico. Pero el hombre que la miraba ceñudo no tenía nada de viejo ni de marchito. En realidad, parecía recién llegado de Wall Street. Era casi media noche y todavía vestía de etiqueta en medio de una zona ganadera. Bree se quedó fascinada preguntándose si dormiría con el portafolios.
Bree había conocido mucha gente en sus viajes pero nunca un «gros chien», un personaje importante en el lenguaje del bayou. Y lo que era más importante, su supuesto benefactor parecía ser un pariente cercano de los leones de granito de la puerta.
Era atractivo, aunque no de una manera habitual. Parecía tener un ceño fruncido permanente. Era alto, delgado, el pelo rubio y la cara rectangular que resaltaba sus pómulos y una barbilla que denotaba dureza. Sus ojos eran maravillosamente grises, agudos e inteligentes, pero también duros. Y, al igual que los leones de granito, parecía dispuesto a devorar a cualquier corderillo que se le pusiera al alcance.
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