Jennifer Greene - Al amparo de la noche

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Obligada por la tormenta, Bree llamó a la puerta de una misteriosa mansión sin imaginar que sería recibida por un atractivo hombre y su hija, una niña demasiado lista para su corta edad. Cuando Simon Courtland le ofreció una habitación para dormir, Bree aceptó de inmediato, pero jamás pensó que al poco rato Simon entraría en su dormitorio como sonámbulo y semidesnudo…

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De pronto se dio cuenta de que ya no oía su conversación. Salió y vio que la niña había desaparecido aunque las huellas de su victoria permanecían sobre la mesa. Un tazón lleno de cereales Capitán Cracko se transformaba en engrudo a ojos vistas.

Simón estaba sentado en una silla completamente derrotado. Tenía los ojos cerrados y las piernas extendidas. En cuanto se dio cuenta de su presencia, abrió los ojos y se sentó en una postura formal para bendecirla con una de sus miradas de censura.

– ¿Se marcha ya? -preguntó con evidente alivio.

– Me gustaría mucho pagarle el alojamiento -dijo ella.

– Olvídelo.

– Es cierto, me siento un poco incómoda.

Ni siquiera era remotamente cierto. Parecía que un diablillo le ponía esas palabras en la boca.

– La tormenta me asustó de veras. No se imagina lo agradecida que le estoy por haberme brindado un techo bajo el que guarecerme. Si no me acepta el dinero quizá podría hacer otra cosa por usted.

– No quiero dinero y no tiene por qué hacer nada. Señorita Reynaud…

– Bree, por favor. Y no me llevará más de diez minutos ordenar esta cocina.

– Aprecio la oferta pero no es necesaria, estoy seguro de que querrá continuar su viaje…

– ¡Por favor! Tutéeme. Me llamo Bree.

Era obvio que quería que se fuera. Y mucho. Pero no tanto como quería librarse de aquel desastre.

– No es tu problema, Bree -contestó él con un tono un poco menos duro.

– Claro que no, pero tampoco era tu problema que yo me hubiera perdido. Sinceramente, no tardaré más de media hora en hacer habitable este lugar, siempre que no haya ninguna objeción.

Bree estaba completamente segura de que tenía millones pero no dijo nada.

Bree se subió las mangas.

La muy descarada seguía allí a la hora de cenar, lo que tenía a Simón absolutamente confuso. No había escalado posiciones hasta conseguir unos ingresos de seis cifras siendo ingenuo con la gente. No obstante, Bree no estaba allí por amor ni por dinero. Podía haberse marchado a las once de la mañana pero se había quedado todo el día y se había ocupado de Jessica. En la comida había preparado un menú inverosímil y delicioso que llevaba el pintoresco nombre de arroz manchado. Ya eran las seis y Simón se disponía a probar otro bocado de otro guiso étnico que no le era familiar.

No sólo era bueno. Se le hacía la boca agua con sólo olerlo. Bree era una cocinera consumada. La situación empezaba a resultarle molesta. Los cocineros de primera no caían del cielo ni tampoco los ángeles de la guarda que hicieran de canguro. Bree había salido de ninguna parte y se había pasado el día trabajando como una esclava. Simón no tenía ni remota idea de cuáles podían ser los motivos que la impulsaban a ese comportamiento con lo que se figuraba que debía haber una trampa en algún sitio.

Siempre había alguna trampa cuando se trataba de mujeres.

– Me encanta este guiso, Bree -dijo Jessica.

– Excelente -alabó él.

Unos ojos azules se clavaron en su rostro.

– ¡Ah, «cher»! Pareces muy sorprendido. Hubiera jurado que cuando lo has visto parecías un hombre al que van a envenenar.

Se dirigía a él con la misma familiaridad que si lo conociera de mucho tiempo. Esa familiaridad le irritaba como el chirrido de una tiza en la pizarra. La observó maravillado. Incluso se las arreglaba para comer provocativamente, lo cual era más sorprendente porque su figura era la de un niño de diez años. No llevaba sujetador bajo el jersey rojo. Era tan plana como una tortilla. Sus vaqueros no ocultaban casi nada excepto una inapreciable curva en sus caderas. A Simón nunca le habían atraído las piernas largas y huesudas.

Frunció el ceño mientras comía. No era el tipo de figura capaz de hacer que un hombre perdiera el sueño o los nervios. Sin embargo tenía una manera de andar y balancear su trasero que le hacía pensar que había algo de inmoral en sus movimientos.

Con todo, había algo peligroso en ella, una idea que Simón encontraba irrazonablemente e injusta. Bree le había perturbado desde el primer momento. No le gustaba la manera en que su cuerpo reaccionaba en su presencia pero lo más grave era que no lo entendía.

No había nada en su cara para que un hombre se volviera tan receptivo. Su pelo era negro, largo, y su corte no podía ser más simple. Su piel parecía porcelana y su nariz era ligeramente respingona. La composición era sugerente, incluso atractiva, pero nunca enloquecedora. Su boca, pequeña y suave de labios rojos, hablaba de dificultades pero Simón no podía condenarla porque la naturaleza hubiera dotado a sus labios de un color saludable.

Decidió sombríamente que debían ser los ojos. Ninguna mujer buena tenía unos ojos así. Las cejas trazaban un arco irreverente, las pestañas gruesas y oscuras y su color era de un azul claro asombroso. Había una chispa en ellos, una réplica sexual.

– Empiezo a tener la mosca en la oreja -dijo ella-. Si tienes alguna pregunta que hacerme no entiendo por qué no las haces de una vez.

– No hay nada que preguntar -dijo él sabiendo que había un millón de preguntas en su cabeza.

– ¿No? Me parece que fruncías el ceño por algo.

Demonios. En fin, ella había empezado.

– Me preguntaba… -dijo con un gesto hacia la comida-. Bueno, cuando te ofreciste a preparar algo, nunca pensé que fuera esto. Es excelente. Tan bueno que podrías ganarte la vida como chef.

– ¿Eso te preguntabas? ¿Cómo me gano la vida? En realidad no me preocupo mucho. Mucha gente califica mi modo de vivir como puro y simple vagabundeo.

Bree sonrió y se sirvió otro plato. Simón pensó que podía rivalizar en apetito con un elefante.

Por un momento pensó que ella utilizaba su sonrisa y palabras como «vagabundeo» deliberadamente, como si supiera lo que debía hacer para abrir la puerta de su corazón. Pero era imposible.

– ¿No estás interesada en una carrera?

– ¡Oh, bueno! Estuve sentada varios años en una silla de secretaria tratando de trabar amistad con una terminal de ordenador y tratando de dominar a una impresora maligna, intentando que los acontecimientos excitantes de la oficina no me arrastraran.

– ¿Debo pensar que los negocios no te interesan?

– No puedo soportar ese mundo -admitió ella alegremente.

Quizá adivinaba que él estaba dedicado por entero a los negocios o quizá no. Simón sabía que era mejor permanecer callado pero no podía.

– ¿Qué edad tienes? ¿Veinticinco?

– Veintisiete.

– Pero debes haber encontrado algo que te hubiera gustado hacer.

– Durante una temporada jugué con la idea de la cocina, como ya has adivinado. Es algo que encaja bien en un estilo de vida nómada. Tanto si estás en una gran ciudad como en un pueblo, siempre hay alguien que necesita un cocinero. Ha sido muy divertido hacer cush-cush en el sur de Pensilvania, couche couche en Iowa, buñuelos de frutas en Michigan…

– ¿Qué es couche couche? -preguntó Jessica, que no se había perdido una sola palabra de la conversación.

– Algo buenísimo para desayunar -le dijo Bree y habría continuado explicándoselo si Simón no la hubiera interrumpido.

– ¿Y cuánto tiempo llevas divirtiéndote con tus viajes?

– Algo más de un año.

– Más de un año. ¿Sólo viajando de aquí para allá sin ninguna meta en particular?

– Pues sí.

– Sin trabajo fijo, sin una meta profesional.

– Repito que en absoluto.

– ¿En el coche, viviendo al día y sola?

Bree apoyó la barbilla en la palma de la mano.

– Creo que existe la posibilidad de que estemos remotamente emparentados. He oído esta misma conversación en boca de mis cinco mil parientes.

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