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Jennifer Greene: Al amparo de la noche

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Jennifer Greene Al amparo de la noche

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Obligada por la tormenta, Bree llamó a la puerta de una misteriosa mansión sin imaginar que sería recibida por un atractivo hombre y su hija, una niña demasiado lista para su corta edad. Cuando Simon Courtland le ofreció una habitación para dormir, Bree aceptó de inmediato, pero jamás pensó que al poco rato Simon entraría en su dormitorio como sonámbulo y semidesnudo…

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– No quería ofenderte -dijo él envarándose.

– No me has ofendido -se apresuró a tranquilizarle ella-. Tengo cuatro hermanos que me perforan el oído con la misma conversación cada vez que hablamos por teléfono. Su preocupación principal, por supuesto, es que cualquier hombre piense que soy una mujer fácil y lanzada porque viajo sola. No es que crea que esa idea te haya pasado por la cabeza, Simón.

Simón tenía un auténtico dolor de cabeza de todas las ideas que se le habían pasado por ella.

– Yo soy fácil y lanzada -les informó Jessica-. Nadie me gana a correr. Bree, si no eres lo bastante lanzada yo puedo ayudarte.

– Gracias, cariño -dijo Bree sin dejar de mirar a su padre-. Ya les he dicho en más de una ocasión que puedo cuidar de mí misma. Fue una lección que aprendí en el asiento trasero de un Buick cuando tenía dieciséis años. Hace un año tuve un sueño, quería ver el país, saber cómo vive la gente, aprender todo lo que pudiera antes de que me ataran y no volviera a presentarse esa oportunidad. ¿Nunca has tenido un sueño que quisieras hacer realidad?

Simón no dijo nada. No había nada que pudiera decir sin quedar como un estúpido pomposo y se imaginaba que ya lo había hecho lo suficiente. Sin embargo, no acababa de creerse aquel negocio del idealismo. Pasaba por las respuestas descaradas, por aquella retórica libre pero detrás de todo, en el fondo de sus ojos, se atisbaban los secretos y la vulnerabilidad de una mujer. Se descubrió preocupándose por lo que le podía haber sucedido en el asiento trasero de aquel coche y decidió que debía estar perdiendo la cabeza.

Tenía servidos sus propios problemas. El menú no incluía los de una desconocida de ojos azules y enigmáticos.

Se excusó y fue a llamar por teléfono mientras ella le servía helado a Jessica. Por décima vez en el día marcó el número de su ex mujer en Rapid City.

Liz no había querido escucharle cuando el día anterior le había dejado a Jessica en la puerta. Jess era una consumada experta en desaparecer y permanecer días enteros en silencio, pero su último truco eran las huelgas de hambre. Aquello había acabado con la resistencia maternal de Liz.

Cualquiera podía ver que Jess no había pasado hambre. Simón estaba seguro de que se las había compuesto para comer durante la representación. Pero cuando deseaba algo era muy capaz de hacerle pasar a su madre un verdadero calvario hasta conseguirlo. En aquella ocasión quería pensar una temporada con su padre.

Simón hubiera caminado sobre las aguas si la niña lo hubiera necesitado pero ni era el caso, ni bajo esas circunstancias podía hacerse cargo de ella. Liz no había querido escucharle. Sin embargo, a pesar de sus sentimientos hacia ella, sabía que era una madre devota. Ya se habría calmado y quizá estuviera en disposición de razonar un poco.

Nadie contestó. Se pasó una mano por el rostro. Le ardían los ojos y le dolía la cabeza. Tenía los nervios a flor de piel. No podía recordar cuándo había sido la última vez que había dormido bien.

La tensión, el stress y él eran viejos amigos. Su empresa de ingeniería le exigía unas jornadas laborales de veinticuatro horas. Hacía poco que había perdido a su hombre de confianza y luego, su tío Fee había muerto. Simón casi no había conocido al viejo y excéntrico ermitaño, ni había esperado heredar su mansión, ni tener que ser el ejecutor de su testamento. Pero no podía ser otro. De modo que el día anterior había hecho una maleta, había cogido a Jess y su ordenador, y había emprendido viaje con la esperanza de que no le llevaría mucho tiempo. Se había equivocado.

En la mansión gótica cabía esperar de todo. Otra cuestión era de dónde iba a sacar los restauradores que necesitaba en medio de aquel desierto. Había una horda de parientes lejanos dispuestos a lanzarse como buitres sobre lo que fuera y él tenía la obligación de ordenar y tasarlo todo. Pero le iba a llevar mucho tiempo.

Un tiempo que no podía permitirse. Un tiempo que una niña de cuatro años se encargaba de complicar más todavía. Simón la amaba más que a su vida y se desesperaba porque no podía atenderla con propiedad en una mansión sucia en la que la calefacción funcionaba de milagro. Pero se había encumbrado en su carrera a base de aceptar desafíos. Todavía no había llegado una crisis que él no pudiera resolver. Pero estaba agotado.

– ¿Simón?

Bree estaba en la puerta del salón con un trapo de cocina en las manos. Vista a contraluz, su silueta y sus piernas parecían aún más huesudas. Dos mujeres de su tamaño habrían cabido en el jersey que llevaba. Tenía los pies descalzos. Había andado todo el día descalza. Aparentemente era alérgica al calzado. Y aparentemente, él no podía mirarla a la boca sin pensar en sexo y pecado. Pero Simón no disponía de tiempo y eso agravaba la irritante atracción que sentía hacia ella.

Podía ignorar la atracción pero no la deuda moral. Ella se había quedado sin que se lo pidiera y Jess la había aceptado como a un alma gemela. Sin Bree, él todavía estaría preparando el desayuno.

– Quería decirte que Jess está arriba. He prometido leerle un cuento. Cuando acabe me marcharé.

– Nada de eso.

– ¿Cómo has dicho?

Simón lanzó un suspiro. No había sido su intención que sonara como una orden. No sabía lo que era pero algo en ella hacía que su voz sonara rígida.

– Si te vas ahora tendrás que conducir en la oscuridad -dijo en un tono más razonable.

– He conducido de noche bastante a menudo.

– No conoces los alrededores y yo sí. El sitio más cercano donde puedas alojarte es Rapid City.

– No es ningún problema. No me siento cansada.

Simón sintió que le daba un vuelco el corazón. El cielo sabía que había estado a salvo con él pero otros hombres podían fijarse en esas piernas largas y en esos ojos provocativos y hacerle pasar un mal rato. En la carretera había baches más grandes que su Volkswagen y había que añadir que se volvería loco si no conseguía descansar. Eso no iba a ser posible si se pasaba toda la noche preocupado por si ella se perdía de nuevo.

– Mi hija se lleva muy bien contigo -dijo él cambiando de estrategia.

Bree se apoyó en el quicio de la puerta y le sonrió.

– Es un amor.

– Debemos hablar de dos niñas diferentes. Mi ex esposa no puede conseguir una canguro si no es a unos precios astronómicos que justifiquen los riesgos de la batalla.

– Por lo menos, nunca tendrás que temer que se achique ante nada -dijo ella con una sonrisa-. Algo me dice que es una característica genética.

– No nos parecemos en nada -dijo él sorprendido.

– ¿De verdad?

– ¿Bromeas? Me da cien vueltas. Nunca sé qué decirle a una niña de cuatro años con sombra de ojos en los párpados. La cuestión es que le has dedicado el día a mi hija. Quizá no te habías dado cuenta de que me hallaba en un apuro…

– ¡Ah! Claro que me he dado cuenta. Jess charla como una urraca. No ha sido muy difícil averiguar que su madre te la dejó ayer sin previo aviso. Ella piensa que el sol sale y se pone gracias a ti.

No necesitaba añadir que ella no compartía la opinión de la pequeña.

– Lo importante es que yo tenía mucho que hacer y no habría podido de no estar tú para hacerte cargo de Jessica. No sé qué te ha motivado a quedarte y tampoco me importa. En cuanto a mí concierne, lo mínimo que te debo es hospitalidad. Además, no puedes hablar en serio de salir a conducir de noche por caminos que no conoces.

– Mis motivos para quedarme no son difíciles de adivinar -dijo ella estudiándolo con ojos suaves-. Tengo todo el tiempo libre que quiera, me ha gustado tu hija y he querido hacerlo. Ninguno de esos motivos ha de representar una obligación para ti.

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