Jennifer Greene - Al amparo de la noche

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Obligada por la tormenta, Bree llamó a la puerta de una misteriosa mansión sin imaginar que sería recibida por un atractivo hombre y su hija, una niña demasiado lista para su corta edad. Cuando Simon Courtland le ofreció una habitación para dormir, Bree aceptó de inmediato, pero jamás pensó que al poco rato Simon entraría en su dormitorio como sonámbulo y semidesnudo…

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Con toda la rapidez de que fue capaz volvió a convertir la cama en sofá, dobló la manta y se quitó la bata. El jersey rojo, los pantalones y la chaqueta vaquera se habían secado amoldándose al radiador y tenían la forma de un acordeón. Recogió su bolso y salió de puntillas rezando para que su anfitrión siguiera dormido en el piso de arriba. No deseaba abusar de su hospitalidad ni un segundo más pero necesitaba un baño, tenía la boca seca y su rostro necesitaba una buena dosis de agua fresca.

Como un ladrón se acercó sin hacer ruido a la cocina. La casa parecía distinta a la luz del día, menos espectral y más como un gran elefante blanco que suplicara cuidados. La luz despiadada revelaba las grietas en la pintura, el artesonado deteriorado y el polvo acumulado. Las telarañas adornaban los rincones y las lámparas. Bree se preguntó otra vez cómo había llegado Simón a parar allí.

A continuación, volvió a recordarse que los gatos perdían la mayoría de sus vidas por culpa de la curiosidad.

Casi había llegado a la cocina, por la que tenía que pasar para llegar al baño, cuando se quedó quieta. El sonido de algo al caer y romperse acompañado de unas voces la detuvo. Hasta aquel momento, no se le había ocurrido que pudiera haber otro ser humano en la casa. Una de las voces era áspera, sensual y pedante. No le costó trabajo reconocerla. La otra contrastaba con la voz de bajo en que era un tono de soprano pero compartía la cualidad de la aspereza.

– Después de desayunar, vamos a llamar a tu madre.

– Sí, papá.

– Te vas a disculpar por haberte comportado así con ella.

– Sí, papá.

– Le has dado un susto de muerte. Ya eres mayor para saber lo que haces, Jessica. No tienes excusa. Ella besa el suelo por donde pasas y creo que eso es la mitad del problema. Se dice que el divorcio es un infierno para los niños pero tú te has aprovechado. Has estado aprovechándote desde los tres años. Y en cuanto a la última huelga de hambre…

Las palabras desagradaron a Bree, que no pudo evitar asomarse. Había imaginado que Simón estaba riñendo a su hija y que su hija estaría pasando una adolescencia difícil.

Su hija tenía unos cuantos años. Una niña mofletuda estaba sentada sobre la mesa de la cocina. Sus piernas se balanceaban mientras escuchaba con seriedad el sermón de su padre. Tenía los mismos rasgos y ojos que Simón, sin embargo, los suyos estaban ampliados por unas gafas de montura azul. Los cabellos de los dos eran iguales, de un color rubio arenoso. La niña lo llevaba en bucles que le llegaban hasta los hombros. Se calzaba con unas zapatillas de tenis de color naranja y sin cordoneras. Unos pantalones vaqueros y una blusa mal abotonada completaban el atuendo. Y, o Bree se equivocaba o se había pintado los labios con un lápiz rosa brillante.

– Es el colmo. Vas a volver con tu madre, Jessica. No te puedes quedar conmigo.

– Claro que sí -repuso la niña con paciencia-. Estoy aquí, ¿verdad?

– Ya sé que estás aquí pero eso no quiere decir que puedas quedarte.

– Seguro que sí.

– Te repito que no.

– Seguro que sí.

– Jessica…

– ¿Quién es esa, papá?

Bree no había querido entrar pero primero la niña le había llamado la atención y luego el estado de la cocina. La noche anterior, le había parecido un paraíso para cualquier cocinero y había estado limpia y ordenada. Tazas, platos y cáscaras de huevo se apilaban en la encimera. Una mesa coagulada en el horno debía ser un intento de hacer bollos. Aparentemente, al fracasar el intento, Simón había intentado hacer panqueques. El fregadero estaba lleno de algo quemado y bulboso y había goterones de masa espesa por todo el suelo.

No era un pequeño lío, era todo un desastre, tan terrible que Bree tuvo tentaciones de echarse a reír. La tentación desapareció cuando Simón volvió la cabeza.

En aquel instante, Bree supo que su apasionado merodeador nocturno no tenía el menor recuerdo de su escapada. Igual que a un hombre lobo la luna menguante, la luz del día no dejaba ningún recuerdo de sus actividades nocturnas en Simón. Volvía a ser el pez gordo de Wall Street que había conocido, ceño intimidatorio incluido.

Simón se fijó en sus ropas arrugadas, en su pelo revuelto, en sus pies descalzos. Su mirada hablaba por sí sola. Pensaba que ya se habría marchado. Sin embargo, al estudiar su cara pensó en un fugitivo. El acoso brillaba en sus ojos rodeados de sombras. Estaba pálido de fatiga. Quizá no había comido. Bree se encontró preguntándose cuánto tiempo haría que no había dormido bien. Sólo el cielo sabía lo que había sucedido pero no era difícil adivinar que Simón no era un hombre que le diera la bienvenida a los problemas o a las complicaciones. Y en aquel momento parecía tener más que suficiente de ambas.

– ¿Quién es, papá?

– La señorita Reynaud se perdió anoche en la tormenta.

– Y me iré ahora mismo -se apresuró a añadir ella-. Siempre que no tenga inconveniente. Pero necesito usar su…

– Adelante.

– Me gusta cómo hablas -le dijo Jessica.

Bree no pudo resistir el impulso de guiñarle un ojo sin que Simón la viera.

– A mí también me gusta cómo hablas, «chere».

Sin embargo, no hubiera sido inteligente comenzar una conversación. Se apresuró a pasar al baño bajo la mirada ceñuda de unos ojos grises.

– Habla maravillosamente -le dijo Jessica a su padre.

– Es porque viene de otra parte del país, por eso habla de un modo diferente -le aleccionó su padre.

– ¿De dónde?

– De algún sitio del sur. No lo sé. No nos importa. Pero no vas a conseguir que me distraiga, jovencita. Tú y yo…

– Me muero de hambre, papá.

Silencio.

– ¿No hemos desayunado?

Más silencio.

– ¡Dios mío! -dijo él con un suspiro más profundo que el viento del norte-. De acuerdo. Todavía quedan dos cajas más de alimentos. De alguna manera nos las arreglamos para hacer algo comestible y luego llamaré a tu madre.

– Sí, papá.

Bree no pretendía escucharlos, naturalmente. Pero no era responsable de que la puerta tuviera un montante que estaba parcialmente abierto. Cuando abrió el grifo dejó de oír sus voces. Se aseó y rebuscó en su bolso para maquillarse un poco. La rutina no le llevó más de cinco minutos. Sin embargo decidió esperar diez.

– ¿Ves éste? Contiene vitaminas naturales y fibra. Hace que crezcas sana y fuerte. Pero el otro está hecho a base de conservantes y asquerosos productos químicos como sodio y, en cualquier caso, no tiene ningún valor alimenticio. La decisión depende de ti, Jessica. No quiero influirte.

– Estupendo. Quiero Capitán Cracko.

Hubo un momento de silencio.

– ¿Me has escuchado?

– Sí, papá.

– No quieres Capitán Cracko.

– Has dicho que podría elegir. Lo has prometido.

– Yo no he prometido nada. Creí que tomarías la decisión correcta.

– He tomado la decisión correcta -repuso Jessica en el mismo tono pedante y razonable que su progenitor.

Bree sonrió. Sin embargo, cuando acabó de recoger sus cosas había perdido la sonrisa. Simón parecía pensar insensatamente que podía hablarle a una niña de cuatro años como si fuera un miembro del consejo de dirección. No decía mucho en favor de su conocimiento de los niños. En realidad, Bree no lograba imaginarse cómo podía haber llegado a tener una hija. Hacía falta algo más que desnudarse para el sexo, hacía falta emoción. Hasta ese momento ni siquiera le había visto relajarse lo suficiente como para sonreír.

Excepto la noche anterior sobre las tres de la madrugada. Simón había sido muy real, muy humano. Un hombre indefenso con ojos grises y tristes y una necesidad desesperada de encontrar a alguien a quien abrazar por las noches.

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