Jennifer Greene - Al amparo de la noche

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Obligada por la tormenta, Bree llamó a la puerta de una misteriosa mansión sin imaginar que sería recibida por un atractivo hombre y su hija, una niña demasiado lista para su corta edad. Cuando Simon Courtland le ofreció una habitación para dormir, Bree aceptó de inmediato, pero jamás pensó que al poco rato Simon entraría en su dormitorio como sonámbulo y semidesnudo…

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Bree siempre había sentido una curiosidad insaciable hacia la gente. Era evidente que él nunca había tenido ese problema. Su mirada fustigó a la chorreante Bree y su única respuesta consistió en un expresivo «demonios». Un segundo después, la puerta se cerraba a sus espaldas con el sonido mórbido de la losa de una tumba.

Cabía dentro de lo probable que no fuera bienvenida.

Consideró retirarse y afrontar la tormenta pero el vestíbulo sombrío estaba caliente y seco. Por muy antipático que fuera el león, parecía que le ofrecía refugio. Compuso su mejor sonrisa y extendió una mano hacia aquel hombre.

– Me llamo Bree Reynaud señor…

– Simón Courtland.

Ella asintió. Quizá no se había dado cuenta de su mano.

– Señor Courtland, lo siento muchísimo…

– No se moleste en contarme la historia -la atajó el con impaciencia-. Es obvio que se ha perdido en la tormenta. Cómo o por qué, carece de importancia. Quédese aquí. Volveré ahora mismo.

Se marchó mientras mascullaba frases como: «Lo que me faltaba», y «¿qué más podría salir mal?». Bree se quitó el cabello de los ojos para mirarle. Courtland volvió a los pocos minutos y depositó en sus brazos una manta, una toalla y una bata.

Bree no podía hacerse una idea de para qué le daba la bata hasta que cayó en la cuenta de que le ofrecía algo en lo que dormir. Era más de lo que ella esperaba y le habría mostrado su gratitud pero él no le dio oportunidad.

– Esta casa ha estado cerrada mucho tiempo y apenas es habitable. Tendrá que arreglarse con lo que tenga -dijo en tono irritado-. En el piso de abajo, pasando un salón y un despacho hay un gabinete. Hay un sofá cama bastante duro.

– No me importa.

– En el ala oeste, dejando atrás un comedor y una cocina, hay un baño. Dese una ducha caliente antes de que coja una pulmonía. Tendrá que secar la ropa en los radiadores. Hay una secadora pero está estropeada.

– Muy bien, yo…

– Si está preocupada por su intimidad no debe. Yo estoy trabajando en el piso de arriba. Manténgase lejos de la escalera y nos llevaremos bien. ¿Qué le ha ocurrido a su coche?

– ¿Mi coche?

– ¿Se le ha calado o ha caído en alguna zanja?

– No, el coche funciona. No pude continuar mi viaje debido a…

– La tormenta, es obvio. No dudo de que los detalles serán muy interesantes. Ya que su coche funciona supongo que no tendrá problemas en desaparecer antes de que yo me levante. Deje las cosas como las ha encontrado y estaremos en paz. Si tiene alguna pregunta hágala ahora.

– Ninguna, señor -dijo Bree sin poder evitar un tono militar en su respuesta.

Pareció que a Courtland se le pasaba por alto el intento de introducir un poco de sentido del humor en su charla. Bree pensó que debía ser lo único que había pasado por alto hasta entonces. Su mirada la había recorrido por completo, no de la manera en que un hombre mira a una mujer sino más bien como un científico examinando un microbio al microscopio. Intentó recordar la última vez en que un hombre la había tratado como si fuera un bicho molesto. Aunque Simón no tenía medio de saberlo, su actitud era maravillosamente reconfortante. Si sus instintos se hubieran inclinado hacia las morenas empapadas la situación podría haber sido problemática.

– Deduzco que viaja usted sola.

– Sí -contestó ella mientras pensaba que no tenía por qué ser tan evidente para él.

– Dígame si planea entrar después alguna criatura, humana o bestia, que tenga escondida en el maletero.

– Tiene mi palabra, «cher». Ni felinos, ni caninos, ni parásitos humanos -dijo ella seriamente.

Simón le lanzó una mirada que le hizo pensar en la posibilidad de que sonriera. Pero no. Nada podía arrancar una sonrisa de aquellos rasgos graníticos. En apariencia, cuando el señor Courtland dejaba de dar órdenes era que había dado por terminada la conversación. A sus espaldas se elevaba una escalera de roble dividida en dos descansillos.

– Buenas noches -dijo antes de dar media vuelta y subir las escaleras.

Bree lo contempló hasta que lo perdió de vista. Estaba empapada pero se sentía acalorada. No había ningún motivo para que su corazón latiera tan apresurado.

No le cabía la menor duda de que lo había molestado. Pero la rudeza de Courtland no le había importado. No tenía ningún motivo para dar la bienvenida a un visitante molesto e inesperado, sin embargo Bree había visto en su rostro las severas líneas de la extenuación. Tenía la impresión de que lo habían presionado mucho tiempo. Incluso un hombre rígido y autoritario se hubiera acordado de sonreír.

«¿Quién te ha sorbido la vida, «cher»?, pensó ella mientras suspiraba.

Tenía la mala costumbre de preocuparse por los demás. Naturalmente, ni los problemas de Simón eran asunto suyo, ni había posibilidad de que llegaran a serlo.

Se quitó las zapatillas y fue en busca del baño. Estaba decorado con viejos azulejos en tonos púrpura. Bree se despojó rápidamente de sus ropas mojadas y se puso bajo el chorro humeante de la ducha.

Unos cuantos minutos después se acercó al espejo empañado de vapor. Aunque Bree medía uno sesenta y cinco, le sobraba bata por todos los lados y tuvo que doblar varias veces las mangas antes de verse las manos. Al contrario de lo que había esperado, la tela no era tan abrasiva como su dueño y resultó una caricia sobre su piel.

Bree pensó que quizá se conformara con una sensualidad de guardarropa. Era un chiste para sí misma. La ducha no había conseguido relajarla, se sentía tensa por haber conducido bajo la tormenta y la casa había despertado su curiosidad.

Encontró el gabinete donde tenía que dormir. Colgó sus ropas sobre el radiador y salió de puntillas sin arriesgarse a encender ninguna luz excepto la del salón central.

La casa era terreno abonado para fantasmas y fantasías descabelladas. Los suelos de madera crujían, el viento silbaba por las rendijas. Las telarañas ocultaban los techos y había montañas de muebles cubiertos con sábanas. Aquella casa no podía ser de Simón.

Sólo encontró un cuarto cerrado, todos los demás estaban repletos de tesoros. El suelo del cuarto de estar estaba cubierto por una alfombra oriental gruesa y preciosa que debía tener más de cien años. La cocina, por la que había que pasar para acceder al baño tenía un hogar más alto que un hombre, un horno de ladrillos y una despensa que hubiera hecho las delicias de cualquier cocinero. El comedor disponía de un elevador empotrado que lo conectaba con la cocina.

Bree estaba encantada. Cuando un enorme reloj dio la una, decidió poner fin a su exploración. Existía el riesgo de que su anfitrión bajara a investigar aquellos ruidos extraños. Fue al gabinete y cerró la puerta.

Ya había descubierto que la luz principal no funcionaba pero había una lámpara junto al sofá. El gabinete estaba atestado de libros y olía a polvo y a tabaco de pipa. Cuando sacó la cama verificó las advertencias de Simón, el colchón era más duro que una piedra. No importaba, había dormido en sitios peores. Apagó la lámpara y se arrebujó en la manta dispuesta a dormir.

La oscuridad era absoluta. El viento gemía en la chimenea del hogar. Los relámpagos iluminaban unas sombras poco familiares. La casa tenía un aire un tanto fantasmal pero ella se sentía segura. No era la casa lo que le impedía conciliar el sueño, era la soledad. Demasiadas camas extrañas, demasiados lugares desconocidos. Un año sin un perchero en el que colgar su sombrero, un año de no ir a ninguna parte y, según su familia, de vivir temerariamente. La familia lo era todo en el lugar de donde procedía. Bree tenía unos doscientos parientes cercanos. Todos entonaban la misma cantinela, una mujer de veintisiete años debía vivir en un lugar fijo y estar casada a ser posible con un niño en camino o, por lo menos, una carrera.

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