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Jennifer Greene: Al amparo de la noche

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Jennifer Greene Al amparo de la noche

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Obligada por la tormenta, Bree llamó a la puerta de una misteriosa mansión sin imaginar que sería recibida por un atractivo hombre y su hija, una niña demasiado lista para su corta edad. Cuando Simon Courtland le ofreció una habitación para dormir, Bree aceptó de inmediato, pero jamás pensó que al poco rato Simon entraría en su dormitorio como sonámbulo y semidesnudo…

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Al principio el desafío de vagar sin rumbo le había parecido divertido. Las Navidades en Carolina del Sur, la primavera en las Montañas Nubladas, el verano en Maine. La América de las ciudades grandes y de los pueblos apartados, gente y modos de vida diferentes. A Bree le gustaba disfrutar de cada experiencia que el camino le brindara.

Pero no podía durar siempre. Desde el principio había sabido que era una huida. Y también sabía de qué estaba huyendo.

Matthew no había sido su primer error, pero había constituido la gota de agua que había desbordado el vaso. Estaba harta de ser tan boba. Si alguien la necesitaba, acudía sin pensárselo. Dar formaba parte de su naturaleza. Y la confianza en la gente. Pensó que cuando se extiende el corazón ante los demás como si se tratara de una manta siempre aparece un hombre dispuesto a pisotearlo. Y ella se había descubierto repitiendo los mismos errores. Había tenido que tomar una determinación para cambiar.

Viajar sola la había obligado a endurecerse, a aprender a protegerse a sí misma y a desarrollar su capacidad de enjuiciar a la gente. La confianza en uno mismo y la autosuficiencia no eran unos rasgos de carácter innatos, sino capacidades que una mujer podía aprender a desarrollar.

Decidió dormir. Al día siguiente habría tiempo de preguntarse por qué seguía huyendo. Cuando se le cerraron los párpados pensó vagamente que no había cerrado la puerta con el pestillo. Sonrió. Podía ser impulsiva pero no era tonta. Si hubiera tenido que dormir en la casa de cualquier otro desconocido se habría levantado a cerrar. Simón la había mirado con el mismo deseo que habría mostrado por un perro. Se le ocurrió que no se había sentido tan segura en más de un año.

En mitad del sueño sus ojos se abrieron de repente. No creía haber dormido más de dos horas. Estaba de costado abrazada a la almohada, como dormía siempre. Sin embargo, no estaba acostumbrada a despertarse con el brazo de un hombre en la cintura mientras que unos muslos duros presionaban contra su trasero.

Le habría gustado gritar pero tenía un nudo en la garganta. El terror la había paralizado. Poco a poco, aunque el miedo no desapareció, se transformó en una emoción más soportable al caer en la cuenta de que nadie la atacaba. El cuerpo masculino que se acurrucaba contra ella era un peso muerto.

Ya podía gritar pero estaba más inclinada a maldecir. Después de tanto tiempo en la carretera, Bree creía que había hecho de su olfato para los problemas un arte superior. Era evidente que la autocomplacencia no le servía para nada en aquel caso. Se debatió para ponerse de espaldas, lo que sólo sirvió para destaparla pero no tuvo ningún efecto en el Donjuán que dormía a su lado. La cabeza se apretó contra su cuerpo y una mano abarcó su pecho con toda familiaridad, como si ya supiera el tamaño y la forma de su seno de antemano.

Bree podría haberle dicho que no había trato. En realidad, él debía haber llegado a la misma conclusión, ya que se había quedado durmiendo.

No era divertido. La tormenta había cesado y la habitación estaba sumida en un silencio inquietante. La luz de la luna se filtraba por la ventana. Bree podía ver pero estaba demasiado atontada como para pensar con claridad. La situación, sin embargo, no tenía nada confusa. Ella disponía de dos opciones, o bien encontraba las palabras adecuadas, o se decidía por un bonito y sonoro sopapo.

Bree votaba por el sopapo pero había un problema técnico. Tumbada de espaldas, enredada en la bata y la manta, trabada por el brazo sobre su cuerpo, carecía de punto de apoyo. Hizo un esfuerzo por sentarse, la mano de Simón resbaló hasta lo más íntimo de su regazo. Le miró furiosa y se sobresaltó al ver que tenía los ojos abiertos.

Estaba despierto.

Sólo que no exactamente.

Bree se pasó una mano por los cabellos. El desconocido de la noche anterior era un pez gordo dictatorial, con unos ojos acerados y fríos, desprovistos de toda pasión. Aquel cuerpo musculoso era el mismo, sus rasgos duros no habían cambiado. Pero el hombre que yacía a su lado tenía unos ojos sensuales, luminosos de emoción, que la miraban directamente a la cara.

Sólo que no exactamente.

Bree le pasó la mano ante los ojos. No parpadeó. Le tocó el brazo. Su piel estaba terriblemente fría. De repente se dio cuenta de que no llevaba más que unos calzoncillos azules. Una excitación sexual recorrió todo su cuerpo mientras ella la maldecía por su inoportunidad. Bree hizo un esfuerzo por ignorar su erección evidente, sus brazos musculosos, el pecho ancho. Pero no pudo ignorar la carne de gallina que tenía a causa del frío.

Estaba helado y ni siquiera había intentado taparse con la manta. Si bien había intentado seducirla parecía haber abandonado su meta. Dormía profundamente sólo que con los ojos abiertos.

No tenía sentido.

Sin embargo, hay ocasiones en que una mujer no necesita tener todos los datos para emprender la acción adecuada.

– Sal de mi cama inmediatamente, Courtland.

Sin dilación, y también sin apresurarse, la mano se levantó y él se puso en pie. Por un segundo, su figura se recortó contra la luz de la ventana y Bree contuvo el aliento.

Su estereotipo de un sonámbulo era que alguien andaba dormido como un robot con los brazos extendidos ante sí. Supuso que Simón era un sonámbulo pero ni era un robot ni era el gélido señor Courtland.

Simplemente era un hombre vulnerable con una expresión apesadumbrada en los ojos y un silencio que hablaba de un aislamiento y una soledad terribles. Su figura casi desnuda se movió en la oscuridad con la fluidez de un predador en la noche, pero Simón no era ningún predador. Cuando salió de la habitación sus pasos carecían de dirección, estaban ciegos y perdidos.

Se lo imaginó rondando por la casa el resto de la noche y a punto estuvo de salir tras él. Pero por una vez en su vida tuvo el sentido común de controlar su impulsividad. Simón había dejado bien claro que no quería tener nada que ver con ella. Si intervenía sólo lograría enfadarle. ¿Caminaría sonámbulo muy a menudo? ¿Y si se hacía daño? ¿Qué clase de tensión hacía que un hombre se levantara durmiendo? ¿No conocía a nadie que pudiera ayudarle? Eran unas preguntas fascinantes de las que nunca sabría la respuesta.

Se sentó en la cama apoyada contra el respaldo del sofá. No quería coger el coche sin haber descansado un poco más pero tampoco deseaba quedarse durmiendo. Repentinamente, le parecía muy importante obedecer a Simón y desaparecer antes de que él se despertara.

Las casas quejumbrosas, pobladas de sombras, no la asustaban. Le gustaba el riesgo y todavía tenía que encontrar algo que verdaderamente la amenazara.

Sin embargo, la curiosidad era su más antigua enemiga. Se repitió a sí misma que Courtland no era problema suyo. No quería volver a meterse en problemas. En el pasado, cuando veía a alguien dolido, se lanzaba de cabeza a ofrecer su consuelo. Antes se entregaba, comprometía su alma y su corazón y siempre acababa herida, baqueteada irremisiblemente.

Una voz somnolienta le susurró que estaba haciendo una montaña de un grano de arena. ¿Para qué se preocupaba? En un par de horas estaría de nuevo en la carretera.

No había nada de lo que asustarse.

Capítulo 2

Bree durmió como un tronco, pero sus sueños fueron saboteados por un merodeador en calzoncillos azules con ojos apesadumbrados y heridos, que la persiguió por los bosques para atraparla una vez bajo los árboles sombríos y otra en un prado a la luz de la luna. En las dos ocasiones le quitaba la ropa sin miramientos y la poseía con una creatividad apasionada y sin inhibiciones. Eran unas escenas desagradables y duras.

Cuando Bree abrió los ojos el solo había subido mucho en el cielo. En su cabeza somnolienta sólo cabía un pensamiento, tenía que salir de allí.

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