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Jennifer Greene: Ola de Calor

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Jennifer Greene Ola de Calor

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Para Mick, era perfecta: inteligente, atractiva, apasionada. Desde el momento en que entró en su vida, sólo tuvo ojos para ella. Kat era un mujer preparada para el amor, pero había una parte de ella que no podía alcanzar… El conocer a Mick era lo más maravillosos que le hubiera sucedido. Pero comprendía que las mujeres como ella no podían pensar en el matrimonio. Y a pesar de que lo amaba, Kat sabía que cuando le dijera la verdad, lo perdería para siempre.

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– Mick.

– Están armando un alboroto increíble. Por el amor de Dios, preciosa, no puedo hacer frente a esto solo.

A Kat le pareció tan convincente como la estrategia de ventas de un vendedor de coches usados, pero cabía, después de todo, la posibilidad de que Mick necesitara ayuda de verdad. Ella se puso unos vaqueros y una blusa y llamó a la puerta de su vecino unos minutos después. Cuando Mick abrió vio que el revuelo que había descrito se quedaba corto. Kat permaneció abajo el tiempo suficiente para comer papas fritas, tomarse un refresco y conocer a las amigas de Angie. Luego, con renuencia, fue a reunirse con Mick.

Lo encontró apoyado en la barandilla de la escalera en el tercer piso, con los hombros encogidos. De repente toda la situación le pareció menos clara a la recién llegada. Quizás él había encontrado una excusa para hacerla ir allí, pero sus ojeras y la tensión que se reflejaban en su cara eran reales.

– ¿No podrías hacerlas entrar en razón?

– Mick, no se hace entrar en razón a unas chicas que están celebrando una fiesta de pijamas.

– Chillan como monos histéricos cada vez que bajo por la escalera. Incluso mi propia hija.

– Es lo normal gritar en esa clase de fiestas. Lo mismo que alquilar películas de miedo y quedarse despierta toda la noche.

– ¿Has visto sus caras?

– Han estado haciendo experimentos con pinturas. Eso también es una tradición.

– No para Angie. A ella no le gusta pintarse y no soporta a los chicos, ¿pero sabes de qué han estado hablando sin parar las últimas tres horas?

– De chicos.

– ¿Sabes cuántos refrescos pueden beber trece chicas?

– Muchísimos.

– Y se han comido diez pizzas. Trece chicas. Más que chicas parecen marranos.

– Sí -convino Kat con calma.

– Tienen encendidos todos los aparatos de la casa: televisión radio, tocadiscos. No me digas que eso es normal también.

– Mick, se están divirtiendo de lo lindo.

– Sí, lo sé.

La voz de Mick fue apenas un murmullo. Kat sintió la presión de sus dedos en el hombro izquierdo. Recordaba haberse sentado junto a él en el último escalón, pero no el momento exacto en el que él la colocó en sus rodillas.

– Estás muy tensa, muy cansada, amor mío. ¿Y crees que me gusta verte esas ojeras?

El descansillo de la escalera estaba en semipenumbra y Mick no podía verla bien. ¿De dónde había sacado que tenía ojeras?

Pero a Kat no le importó. Mick le empujó con suavidad la cabeza hacia abajo y comenzó a darle un masaje en el cuero cabelludo. Ella cerró los ojos y sintió que todos sus músculos se relajaban. Los pulgares y las palmas de Mick frotaban y acariciaban, no como un amante, pero sí con ternura suficiente para que fuera algo más que un simple masaje. El conocía su cuerpo. Conocía dónde estaba tenso cada nervio, dónde estaba contraído cada músculo.

– Hablando hipotéticamente creo que vas a ser una madrastra terrible, Kathryn -murmuró él en tono distraído.

– ¿Qué?

– No es lo que creen ellas, sino yo. Tienes una idea bastante flexible de lo que es la disciplina y nunca me vas a apoyar -parecía divertido-. Las secundas en todo lo que hacen. Entiendes todo lo que hacen. Y te lo digo desde ahora, preciosa, no quiero que cambies. Es probable que alguna vez riñamos por ello, pero no importa. Sigue siendo como eres y… ¿Adonde vas?

Haciendo un gran esfuerzo ella logró ponerse de pie.

– A casa -no sabía si era el masaje o la charla hipotética sobre madrastra lo que había hecho que se sintiera melancólica.

– Cariño, mírame.

Ella no se dio la vuelta. La voz de Mick era muy suave y, Kat sintió que se le humedecían los ojos. Se encaminó a toda prisa escalera abajo.

– No es lo que piensas, Kat. Trata de recordar que éramos amigos mucho antes que intentáramos ser amantes.

Kat recordó eso la siguiente semana. No sirvió de nada. Mick podría querer que su relación volviera a ser de amistad, pero eso no era lo que sentía por él y nunca lo sería.

Sola en su casa el miércoles por la noche, se dio un baño caliente para serenarse. En vano. Después, recorrió la casa envuelta en una toalla. Dio vueltas al caballito del tiovivo, recorrió el vestíbulo y luego subió por la escalera. Se detuvo delante de la ventana de su habitación y vio un relámpago dibujar un zigzag de plata en el cielo. Vio… pero no en realidad.

Hasta el día anterior al mediodía, ella se había aferrado a la esperanza de que hubiera una razón evidente que explicara el cambio de conducta de Mick. Aunque había concluido el tratamiento prescrito por el ginecólogo, no pudo concertar una cita con su médico para decidir el tratamiento a seguir después hasta el día anterior. Lo lógico era que Mick hubiera evitado todo contacto físico hasta que ella recibiera la autorización del médico. Sin embargo, la noche anterior Kat había logrado dejar caer un "ya estoy bien" mientras cenaba con Mick y las chicas y él ni siquiera había parpadeado. Más importante aún, muchísimas horas habían pasado desde la noche anterior y esa noche.

Comenzaba a desesperarse.

Mick le tenía cariño. De eso estaba segura. Procuraba estar con ella la mayor parte de su tiempo libre. Kat sabía que no recibiría un premio como la madrastra perfecta, pero quería de verdad a Angie y Noel. Y Mick fue quien la animó a que estableciera una relación cada vez más estrecha con las chicas.

Lo que más le importaba, era que Mick había cambiado. ¿No se daba cuenta él? El trabajo ya no era toda su vida. Todavía se preocupaba cuando sus hijas hacían algo que no le gustaba, pero eso no tenía importancia; era un padre maravilloso, al menos convivía más con ellas. Sólo necesitaba alguien que le dijera que todo estaba bien. Alguien que le hiciera reír, alguien con quien se sintiera a gusto, que lo aceptara tal como era… y como quería ser.

Kat estaba convencida de que tenía algo que ver con que él hubiera cambiado. Había pensado que él estaba cambiando en aspectos que le hacían ser mejor, que enriquecían su personalidad, que afinaban su sensibilidad. Había pensado que, quizá… quizá él había encontrado en ella algo que realmente le importaba.

Había pensado que la quería.

Kat se peinó el pelo mojado. El dolor que sentía la desgarraría si no tenía cuidado. Era más fácil soportar la ira y, ciertamente, también sentía eso.

¿No tenía acaso una razón? Mick la había hecho conocer el amor y el deseo y luego se había olvidado de ello. La había hecho desear con vehemencia y luego la había obligado a enfrentarse a cosas terribles, a hablar de cosas bochornosas, mortificantes, la había llevado a ver a una ginecóloga y todo como si fuera la cosa más natural entre un hombre y una mujer que se quieren. Y luego adoptaba otra vez la actitud de un buen amigo… y nada más.

Kat aceptaría eso si tuviera sentido, pero era absurdo. Mick no la lastimaría deliberadamente, de eso estaba segura. Tenía una faceta maliciosa, pero era honrado y sincero. Si hubiera dejado de quererla, habría cortado su relación sin recovecos.

Y la única explicación que Kat podía encontrar era que Mick pudo haber hallado algo sobre lo que no podía ser sincero… que no podía afrontar… no por sí solo, al menos.

Dios sabía que Kat entendía muy bien las dimensiones de ese tipo de problemas y estaba a punto de llegar a su habitación cuando se le ocurrió algo. Maldición, pensó.

De repente soltó la toalla, se puso una bata, fue al estudio y llamó a su vecino. El teléfono sonó una vez. Luego otra vez y otra. Mick levantó el auricular cuando iba a sonar una cuarta vez. Era evidente que había estado dormido, porque su voz era adormilada y ronca.

La de Kat era beligerante.

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