– ¡Caramba! -Mick la rodeó con rapidez, le palmeó el trasero, tiró del tirante del hombro y luego lanzó un silbido de admiración. Kat no pudo contener la risa.
– Caramba -repitió Mick-. Una mujer que lleva un traje de baño para nadar. Pensé que la única razón por la que una mujer iba a la playa era para untarse de crema y para pintarse las uñas de los pies -bajó la mirada a los pies de Kat y se llevó una mano al pecho con aire melodramático-. ¡No están pintadas! ¿Qué dirá Noel?
– En cuanto encuentre a mis aliadas, tus hijas, vas a lamentar hasta haber nacido -dijo Kat.
– ¿Ah, sí?
– Te voy a ahogar cuando estemos en el agua. Si yo fuera tú empezaría a rezar.
– Estoy rezando -antes de que ella pudiera parpadear, Mick le echó las toallas al brazo-. Tú lleva las toallas. No se puede esperar que un hombre rece y lleve las toallas al mismo tiempo.
Kat lo siguió fuera de la cabaña, como si… como si se estuviera divirtiendo. Casi como si fuera tan natural jugar con Mick como lo era hablar con él y estar con él y sentir esa loca oleada de regocijo y amor que la inundaba cada vez que estaban juntos.
Hasta podría decirse que se estaba enamorando de él.
Por suerte era lo bastante sensata como para no permitir que eso sucediera.
Conforme se hacía más tarde, la marea comenzaba a subir. Las gaviotas volaban sobre las aguas buscando su cena. El cielo estaba despejado todavía, pero el calor ya no era tan intenso. Mick se incorporó para quitarle a Kat su camisa de los hombros, con la que la había protegido antes de los abrasadores rayos del sol.
Ella se movió cuando la tocó, pero no se despertó, lo cual le concedió a Mick algunos momentos más para mirarla a gusto. Hasta que ella no se despertara, él podría contemplarla todo lo que quisiera.
Uno de los tirantes se le había deslizado por el hombro y ella estaba acostada sobre su estómago con una pierna levantada. Tenía el pelo mojado por el agua de mar, era como una maraña de seda roja.
Mick vio que tenía pecas cerca de la clavícula y otras más abajo. Su trasero, que había estado mirando la última hora, era pequeño, firme, redondo, exquisito e incitante.
Kat era la mujer más sensual que él había conocido, le agradaba tanto su aspecto como su temperamento, y la forma en la que reaccionaba cuando la acariciaba. Casi lo volvía loco, pero ella siempre se detenía, temerosa, antes que sus caricias o sus besos se hicieran más intensos. Mick llegó a la conclusión de que tenía miedo. Tenía un miedo, profundo, irracional.
Mick no comprendía la razón. No entendía a Kat y había tardado varias semanas en aceptar que no necesitaba entenderla. Ninguna otra mujer le había hecho sentir esa atracción tan intensa, esa sensación de plenitud.
Ningún otro hombre yacería al lado de Kat… en la arena o en la cama.
Eso lo sabía Mick muy bien.
Kat se estiró a su lado, como una gatita y entreabrió los ojos somnolienta. Por un momento se desconcertó, sin percatarse de que la sombra de Mick la cubría de manera tan posesiva como su mirada. Por un momento los ojos de Kat se encontraron con los de él y el deseo se reflejó en ellos. Por un instante ella le dijo lo que él anhelaba saber, que lo deseaba; que estaba interesada. Y, lo más importante de todo: que lo necesitaba.
Kat se despertó por completo de repente y se incorporó con movimientos bruscos. Miró hacia la playa con expresión algo ansiosa.
– ¿En dónde están Noel y Angie?
Pobrecita. No quería decirle que sus "damas de compañía" habían desertado.
– Hay una tienda en el parque municipal y es el sitio favorito de Angie. Siempre se encuentra a chicos de su edad allí con los que pasarla bien. Y Noel ha encontrado a algunos adolescentes jugando pelota en la playa. Le ha echado el ojo a un muchacho pecoso. Dudo de que las veamos hasta que se estén muriendo de hambre.
– ¿Cuándo ha ocurrido todo eso?
– Mientras dormías.
– No estaba dormida -le aseguró Kat-. No es posible. Nunca duermo de día.
– Bien. Mientras no dormías, entonces -dijo Mick en tono apacible-. Te tapé para que no te quemaras. Excepto la nariz -le tocó la enrojecida nariz.
– Mick…
– ¿Sí? -Mick no podía esperar más para sacudirle la arena de la nuca.
Mientras estaban todavía cerca, dejó que sus dedos se le hundieran en el pelo. La arena estaba mezclada con las sedosas hebras.
– Si no recuerdo mal, me habías dicho que a tus hijas ya no les entusiasmaba pasar un día en la playa. Que no querían venir porque aquí no había nada que hacer. Y la razón por la que he venido contigo este fin de semana es para ayudarte a entretenerlas.
– ¿Yo te dije eso?
– Sí.
– Ah, caray. Bueno, pues te mentí -declaró Mick y le colocó con cuidado el tirante del traje de baño.
Ella no parecía percatarse de que estaba incorporada sobre un codo, de tal forma que su acompañante podía ver un pequeño y redondeado seno. Al ponerle el tirante pudo mirarla con discreción.
– ¿Mick? -había tal paciencia en su expresión que él tuvo que sonreír.
– ¿Sí?
– Voy a hablar contigo sobre tu costumbre de mentir. Mira, parece que hay un pájaro revoloteando por aquí -dijo olvidándose de su propósito de regañarlo al ver el ave.
– ¿No te has preguntado para qué hemos comprado diez barras de pan para sólo un fin de semana? Incorpórate muy lentamente y con todo sigilo. El pájaro comerá de tu mano si quieres, pero prepárate.
– ¿Para qué?
En el momento en el que Mick se estiró hacia atrás y le dio una hogaza de pan a Kat, otra gaviota se unió al banquete. Kat no había terminado de desenvolver el pan cuando una docena de gaviotas se arremolinó sobre su cabeza.
Kat comenzó a reírse y no pudo contenerse.
– ¡Por Dios, ayúdame!
– Lo estás haciendo muy bien -Mick observó cómo desmigajaba el pan a la velocidad del rayo.
Ella se dio la vuelta, parecía una ninfa rodeada de gaviotas hambrientas.
– ¡La barra se acabará en cuestión de segundos… basta, ladrona!-una audaz gaviota fue directamente por el pan. Otra la apartó sin miramientos y una tercera se cernía en el aire, esperando atrapar al vuelo su ración-. Yo pensaba que las criaturas de esta isla eran salvajes.
– ¿Te parecen muy civilizadas las gaviotas?
– Me parecen maravillosas -Kat se enterneció cuando un ave tomó de su mano un pedazo de pan.
– No te entusiasmes con esas voraces ingratas. Cuando se acabe el pan, ni siquiera se acordarán de tu nombre.
– Eres muy escéptico, Mick.
– Es la pura verdad.
– No me importa. ¿No te parecen preciosas?
Quien le parecía preciosa a Mick era Kat. La siesta le había sentado bien; él sabía que su vecina trabajaba demasiado. También sabía que era lista. Lo suficiente para haber encontrado una buena excusa para no ir con él y sus hijas ese fin de semana si no hubiera querido, lo suficiente para evitar que la besara si no lo deseaba. Y bastante lista para saber que él no era un hombre a quien le gustara jugar, ni con los sentimientos de una mujer ni con los de él.
El pensaba que su relación acabaría siendo íntima. Ella tenía que darse cuenta. Era posible que Kat no supiera que cuando estaban juntos él se sentía vivo como nunca se había sentido. Le bastaba con tocar a Kat para que surgiera en su interior lo que era posible, lo que nunca había tenido, todo lo que podía y debía haber entre un hombre y una mujer.
Algún hombre le había hecho daño. No hacía falta ser psicólogo para darse cuenta. Era evidente cada vez que él intentaba besarla o acariciarla con pasión.
Kat tenía sus razones para estar inquieta, pero sólo porque él intentaba proporcionarle más satisfacción de la que ella podía tolerar.
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