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Jennifer Greene: Ola de Calor

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Jennifer Greene Ola de Calor

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Para Mick, era perfecta: inteligente, atractiva, apasionada. Desde el momento en que entró en su vida, sólo tuvo ojos para ella. Kat era un mujer preparada para el amor, pero había una parte de ella que no podía alcanzar… El conocer a Mick era lo más maravillosos que le hubiera sucedido. Pero comprendía que las mujeres como ella no podían pensar en el matrimonio. Y a pesar de que lo amaba, Kat sabía que cuando le dijera la verdad, lo perdería para siempre.

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– Vamos, admítelo. Hice bastante bien las cosas en la tienda, ¿no?

Kat abrió la boca, pero no dijo nada. Mick se había portado terriblemente. No había palabras para expresarlo. No llevaban ni veinte minutos en la tienda cuando empezó a preguntar:

– ¿Ya hemos terminado?

Y no era que no hubiera intentado ser comprensivo, pero él iba de compras como un cazador buscaba una presa. Noel quería una blusa de lentejuelas. Y eso era todo, Mick se dedicó entonces a buscar por toda la tienda lo que tuviera lentejuelas, sin que le importara la talla.

– ¿Qué te parece ésta? -había preguntado.

Por error, entró en un probador. Por error, le permitieron entrar en la sección de pendientes. Se quedó quieto con las manos en la cintura y el ceño arrugado.

– Bien… estamos buscando algo rosa, ¿verdad?

Las chicas miraban a Kat como diciéndole: "haz algo". Ella lo intentó. Le dijo con firmeza que no entrara con ellas en la sección de ropa interior, también que no hiciera ningún comentario ni mirara siquiera a Angie cuando salieran. Mick había obedecido al pie de la letra a Kat. No miró ni una sola vez a su hija. De hecho, casi la aplastó al salir por mantener la mirada fija en el frente.

En ese momento Kat se sintió inclinada a poner la cabeza en los hombros de ese hombre torpe y conmovedor. Estaba decidido a ser un buen padre, contra viento y marea.

Kat estaba agotada. No estaba hecha para ser el árbitro entre un padre y sus hijas, y mucho menos para hacer el papel de madre sólo porque era mujer.

Se dijo que Mick no era peligroso. Toda la tarde lo había demostrado. ¿Cómo podía ser peligroso un hombre que podía hacerla reír tanto y que tanto la exasperaba? Era simplemente de carne y hueso, humano. Era extraño cómo podía hacerla derretirse de esa manera.

Mick se incorporó y se apoyó en un codo. El olor a tierra y a brisa marina se adhería a su cuerpo; su ensortijado pelo parecía casi blanco a la luz de la luna. Cuando Kat notó que su mirada tenía una expresión seria, sintió algo extraño en el corazón.

– Está bien. Dímelo claramente: ¿he estropeado algo al acompañarlas?

Kat consideró decirle la verdad, pero volvió a mirarlo a los ojos y cambió de idea.

– Lo has hecho bastante bien -optó por decirle.

– ¿Lo bastante bien para ganarme una recompensa?

– ¿Qué clase de recompensa? -preguntó ella con suspicacia.

– Las chicas me contaron que tienes un caballito de tiovivo en tu salón. Supongo que me estaban tomando el pelo, pero admito que siento curiosidad.

Mick sabía que ella desearía no haber estado en la cocina de él esa primera noche, que no quería verlo en su oficina, y ciertamente no había querido que fuera con ellas de compras esa tarde. Tampoco tenía que arreglárselas para entrar en su salón, aunque no era propio de él recurrir a subterfugios.

Sin embargo, con Kat no había manera de ser directo.

– ¿Quieres tomar rápidamente una limonada o té helado? -lo invitó Kat con renuencia.

– Sí, lo que sea -a Mick no se le escapó el "rápidamente". Si Kat lograba su objetivo él no estaría mucho tiempo en su casa.

Mientras Kat estaba en la cocina, Mick merodeó por el salón para satisfacer su curiosidad.

Pensó que era muy del estilo de Kat. Había escogido el azul oscuro con toques de color melocotón. Las paredes, el sofá, el sillón y la alfombra eran todos azul marino. Incluso la lámpara del rincón tenía un pie de cristal azul oscuro, pero había algunos objetos de color melocotón: flores de seda, cojines, un grabado encima de la repisa. Todo el mobiliario era antiguo, caro, y atrevido, desafiantemente femenino; a excepción del caballito.

El unicornio de madera era extravagante. Su crin era dorada, su silla escarlata y esmeralda. Además era de tamaño natural. Sólo una mujer romántica podía tener algo así en su salón. Mick pensaba que el unicornio lo ayudaba a entender a Kat. Era como encontrar una pieza roja en un rompecabezas completamente azul.

De pronto se preguntó por qué una mujer cálida, amable, atractiva y romántica dormía sola.

– El caballito no pega en la sala, ¿verdad?

Mick se dio la vuelta y vio a Kat con una bandeja, en la que llevaba dos vasos de limonada helada y un pequeño plato con galletas. Cuando la dejó en una mesita inclinándose, sus pantalones cortos se subieron un poco y dejaron al descubierto una generosa porción de su muslo. De repente se le secó la garganta a Mick.

– No tenías por qué tomarte tantas molestias.

– No es molestia, en absoluto -aseguró Kat y luego señaló el unicornio-. Lo encontré cuando iban a deshacerse de él en una feria y me enamoré de él.

Kat le ofreció a su visitante una galleta.

– Está muy rica -comentó él después de probarla.

– Espera a que pruebes las otras.

– ¿Tienes familia aquí?

Kat negó con la cabeza.

– Mis padres y mi abuela viven en Louisiana. En Shreveport. Y tengo un hermano mayor que emigró a Atlanta hace unos diez años. Aparece de vez en cuando, por lo general con su ropa sucia para que se la lave y sin previo aviso. Siempre le digo que lo voy a estrangular.

Era posible, pero Mick notó que había calidez y amor en la voz de su anfitriona al hablar de su hermano.

– Parece que se llevan bien -comentó él.

– Sí, por suerte. Tengo una familia maravillosa. Toma otra galleta -dijo Kat.

– Entonces tienes una familia con la que te llevas muy bien, pero a nadie en Charleston. Sin embargo hace cinco años agarraste tus bártulos y te mudaste aquí, ¿no?

– Tus hijas deben de estar preguntándose dónde estás -dijo Kat con firmeza.

– Saben dónde estoy. Ellas me dijeron que viniera, para que viera tu caballito y de paso me dieras una conferencia sobre cómo los padres no deben poner en ridículo a sus hijas cuando éstas van de compras -sonrió cuando Kat lo miró con azoro-. ¿Cómo se llama el tipo de Shreveport? -inquirió Mick.

– ¡Cielos! ¿Acaso me he perdido una parte de esta conversación?

– No te has perdido de nada, pero te lo diré en caso de que así sea. Me iré pronto, pero no ahora mismo. De modo que puedes quitarte los zapatos y ponerte cómoda.

– Estaba esperando a que me dieras permiso.

– Caramba, qué descarada. ¿Cómo puedes tomártelo tan a la ligera?

– ¿El qué?

Mick movió la cabeza de un lado a otro.

– Estabas tan enfadada conmigo en la sección de pendientes que apenas podías hablar, luego mi mano te rozó el hombro y dejaste de estar irritada. No podías dejar de reírte cuando yo sostenía las cajas de medias, hasta que trataste de sacarme de la tienda casi a rastras. En el momento en que me tomaste del brazo, te sonrojaste y te pusiste tensa.

– ¡Estaba pensando en tus hijas!

– También yo. Me pasé toda la tarde tratando de hacer lo más indicado. Lo que pasa es que cada vez que estoy cerca de ti me siento como si me hubiera tomado un whisky doble con el estómago vacío. Y tú… -le tomó un mechón de pelo y se lo acomodó detrás de la oreja-… devuelves los besos con entusiasmo y eso es peligroso. Todos estos años viviendo juntos, Kat, y estoy seguro de que ninguno de los dos sabía que existía esta atracción. ¿Te preocupa?

– Yo… -Kat oyó su propia voz, que era más un susurro que un sonido.

Los dedos de Mick sólo habían tocado su pelo un segundo; sin embargo la calidez de su tacto persistía mientras sus ojos no dejaban de mirarla con intensidad y ternura. Sería más inteligente negar que existía esa atracción, sugerir de manera diplomática que él estaba interpretando mal su reacción cuando la besaba. Pero el caso era que Kat no sabía mentir. Al menos no a Mick.

– Sí, me preocupa -admitió finalmente.

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