Mick la había querido, de eso no cabía duda. Pero siempre había faltado algo; no para ella, para él. June nunca lo había necesitado. Como hombre, como esposo, como otro ser humano. Mick hubiera querido que lo necesitara, en especial esos últimos y espantosos meses. Ella nunca le había dado esa oportunidad.
Cuando ella murió, la gente pensó que la repentina obsesión que Mick mostraba por su trabajo se debía al dolor de su pérdida. Pero la verdadera razón por la que se había volcado en su trabajo fue porque se sentía culpable. El agotamiento físico y mental era más fácil de soportar que los malos recuerdos. June nunca había sido verdaderamente feliz en su matrimonio. Dios sabía que él tenía razones poderosas para sentir lo mismo. Pero sabía que no podría haberse casado con una mujer más buena. June era buena, noble.
La falla estaba en él. Había estado casado catorce años con una mujer excelente… y siempre se había sentido más solo que un ermitaño.
Se apartó de la ventana. Se desnudó y se metió en la cama después de apagar la luz.
Kat no era June.
En nada se parecía a June.
Quizá era independiente y orgullosa, pero también era extravagante. Llevaba ropa del siglo diecinueve y llamaba la atención por la calle con su pelo rojo. Y Además era apasionada.
Mick siempre había deseado encontrar una mujer a la que él le importara. Quizá había dejado de creerlo posible a causa de June, y con Kat… bien, quizá no era sensato enamorarse de una mujer a la que no entendía. Sería peor aún arriesgarse a lastimar a alguien que ya había sufrido una decepción.
Aunque en realidad no sabía si Kat había sufrido una decepción. Lo único que sabía con certeza era que ella lo atraía y lo intrigaba sobremanera. Se acordaba de su perfume, de su cuerpo pequeño acoplado al de él, de sus pequeños senos puntiagudos, de su suave piel…
¿Sabes cuánto trabajo tienes mañana? No podrás dormir si no dejas de pensar en ella, Mick Larson, se reprochó a sí mismo.
Pero por primera vez en meses, quizá en años, Mick no quería dormir.
– Así que quiere usted una repisa. ¿Pero de qué estilo la quiere, barroca, gótica…? -sosteniendo el teléfono entre la oreja y el hombro, Kat escribía el pedido. Cuando se abrió la puerta de su minúscula oficina, todavía estaba hablando.
Georgia, vestida al estilo siglo diecinueve modernizado igual que su jefa, sólo balbuceó una palabra:
– Auxilio.
Kat sonrió, terminó de hablar por teléfono lo antes que pudo y luego fue a la tienda. El local estaba atestado de clientes. La ayudante de Kat, Georgia, tenía treinta y nueve años y el pelo rizado color castaño. Le encantaban las galletas de mermelada.
Dos de los clientes eran coleccionistas de muñecas de porcelana. Kat los atendió primero, luego fue hacia las tres señoras de pelo cano que estaban delante del mostrador de joyas.
– ¡Señorita Bryan! -exclamó una de las damas-. La semana pasada tenía usted una sortija de granate en este escaparate, una piedra rodeada por perlas pequeñas. Tenía una inscripción.
– Lo recuerdo. ¿Quiere verla otra vez?
La señora de mejillas sonrosadas quería verla, pero no comprarla, y Kat no puso ninguna objeción. Mientras hablaba con ella sobre joyas antiguas, Kat recorrió la tienda con mirada posesiva.
Todo el lugar estaba lleno de aromas y preciosos objetos cuyo objetivo era cautivar a los amantes de las antigüedades. Kat era inteligente y sabía disponerlo todo de manera estratégica: a los clientes les gustaba explorar, sentir que descubrían "un hallazgo". Las repisas, los cajones abiertos e incluso el suelo estaban astutamente sembrados de "hallazgos": un arpa del siglo diecinueve, un caballo mecedora, lámparas de cristal, botas altas estilo fin de siglo para dama, mantillas de encaje, cucharas de plata estilo "art nouveau" y muñecas victorianas.
Para los clientes que no sucumbían al ver esos objetos, Kat procuraba atraerlos por el olfato. Vendía sacos perfumados y jabón. Los aromas de naranja y canela, rosas y limón habían invadido desde hacía mucho tiempo la tienda. Si al oler esas delicias los clientes no compraban, Kat apelaba a un tercer sentido: el gusto.
Algunas tiendas servían café para los clientes. Kat ofrecía ponche o té. Cuando algún comprador se acomodaba en los sillones mullidos para descansar un poco mientras buscaba preciosos objetos, se le ofrecía un merengue, galletas de mermelada o, cuando Georgia tenía tiempo, un trozo de alguna deliciosa tarta. Por supuesto, al lado de la caja registradora había a la venta galletas y pastelillos estilo siglo diecinueve.
Las tres señoras de pelo cano recorrían la tienda. Entraron otras dos clientas. Kat supo con sólo mirarlas que ninguna de las dos era una derrochadora. Kat adoraba su tienda, pero antes de llevar ni un mes en el negocio fue consciente de que las ganancias que tendría no le permitirían nadar en la abundancia.
Georgia le ofreció una taza de té y un panecillo. Kat se los tomó y habría vuelto a trabajar si la campanilla no hubiera sonado de nuevo.
Mick entró en la tienda con toda rapidez, pero en seguida se detuvo con una cómica expresión de susto en la cara. Todas las mujeres que había allí se volvieron para mirarlo. Kat supuso que se sentía abochornado. Pocos hombres entraban en la tienda con pantalones vaqueros viejos, botas de trabajo llenas de polvo y un casco en la cabeza. La camiseta blanca que llevaba estaba impecable, pero sus hombros eran demasiado anchos para la mayor parte de los pasillos y, a menos que respirara con mucho cuidado, en ese momento estaba a punto de tirar al suelo un montón de mantillas. Georgia, experta en evitar desastres, dejó la caja registradora y corrió hacia él. Se detuvo, pensativa, cuando se dio cuenta de que el desconocido había visto y reconocido a Kat.
Los ojos de Mick se posaron en ella con avidez. Era la misma mirada que le había dirigido tres noches antes, poco antes que ella recobrara la cordura y se apartara de él después de que la besara.
Había algo peligroso en Mick y no era que estuviera a punto de tirar los estantes de las mantillas. Su peligro residía en su sonrisa tierna, en su forma de ladear los hombros para no causar destrozos, en sus ojos azules como el mar que no se despegaban de Kat mientras iba hacia él.
– No respires, no parpadees, no te muevas -ordenó Kat.
– No lo haré, créeme.
Kat llegó a tiempo de evitar que se cayeran las mantillas y le sonrió abiertamente.
– Si te reduces unos treinta centímetros y aprietas los codos contra el cuerpo, podríamos lograr que atravesaras la tienda. Mi oficina está en la parte de atrás -su sonrisa se desvaneció al ver la expresión del recién llegado-. Debe ser muy serio lo que vienes a decirme para haber dejado tu trabajo. ¿Qué pasa?
– ¿Cómo?
– ¿Vienes a contarme algún problema de Angie y Noel?
Mick titubeó.
– Pues… sí.
Así que no iba a verla para hablar de las chicas, pensó Kat. Mick podía construir grandes barcos, pero le costaba mucho trabajo idear pequeñas mentiras. Era sincero y honrado, algo que Kat había descubierto tres noches antes. Quizás esas cualidades explicaban que ella hubiera perdido la cabeza por un momento.
La mirada de Mick se posó en el pelo de la joven. Se lo había rizado a la antigua; llevaba una blusa de cuello alto con un broche y tenía la nariz empolvada. En los labios de él se dibujó una sonrisa.
– Siempre me ha intimidado -murmuró.
– ¿El qué?
– Tu expresión de doncella inaccesible, virginal. Y sospecho que no te vistes así por tus clientes, sino porque te encanta hacerlo.
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