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Jennifer Greene: Ola de Calor

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Jennifer Greene Ola de Calor

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Para Mick, era perfecta: inteligente, atractiva, apasionada. Desde el momento en que entró en su vida, sólo tuvo ojos para ella. Kat era un mujer preparada para el amor, pero había una parte de ella que no podía alcanzar… El conocer a Mick era lo más maravillosos que le hubiera sucedido. Pero comprendía que las mujeres como ella no podían pensar en el matrimonio. Y a pesar de que lo amaba, Kat sabía que cuando le dijera la verdad, lo perdería para siempre.

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Mick se puso de pie también, pero ella fue hacia la puerta antes que él. Era como si quisiera escaparse. Sin embargo, titubeó un momento en la puerta.

– Mick, de verdad creo que si necesitas ayuda se la estás pidiendo a la persona equivocada, pero si me necesitas… ya sabes dónde vivo. Creo que no te sentirías muy cómodo comprando sostenes con Angie. Ese tipo de cosas las podría hacer yo y con gusto.

– Bien -dijo Mick. Le abrió la puerta a su vecina y ella murmuró algunas frases de cortesía.

Había vuelto a convertirse en una extraña. En cierto sentido nunca habían sido más que extraños, pero él había sentido algo más esa noche, algo especial, algo real… algo muy importante para él.

Quería decirla que ella había sido muy amable al ir a verlo y hablar con él… pero no sabía cómo hacerlo.

Y como no conocía otra forma de dar las gracias, se inclinó hacia ella con lentitud. Kat no se apartó al sentir el roce de sus labios. Se quedó paralizada, lo cual desconcertó a Mick. No era posible que estuviera asustada; Mick nunca asustaba a las mujeres. Sólo le había dado un beso de buenas noches, de agradecimiento. No podía interpretarlo mal.

Cuando Mick apartó los labios, Kat lo siguió mirando fijamente hasta que el ambiente se puso tenso. Mick tardó un momento en comprender.

Kathryn, su vecina,, tenía tal confianza en sí misma que podía intimidar a un hombre con su sola presencia.

Pero Kat, esa Kat que lo miraba tiernamente, casi asustada, no.

Kathryn tenía un control casi total sobre sus sentimientos.

Kat no siempre podía controlarlos.

Todavía estaban de pie en el umbral de la puerta abierta. El aire acondicionado los abanicaba por un lado. El calor de la noche les llegaba por el otro lado. Mick sintió como si estuvieran atrapados entre el frío de la soledad y el calor del amor.

Mick atravesó el umbral. Tomándole la barbilla con una mano, le sostuvo la cara. El pulso de la joven se aceleró al sentir esa caricia. Ella trató de mover la cabeza, y Mick pensó que la piel de su vecina era demasiado suave para soportar el roce de sus manos callosas, que ya habían perdido la costumbre de acariciar.

Sedosas madejas rojas brillaron entre los dedos de él cuando ella bajó la cabeza. Mick descubrió de repente que besar a Kat sería muy diferente que besar a cualquier otra.

Ella se quedó quieta. Mick sólo le rozó los labios con suavidad. Y otra vez tuvo la extraña sensación de que no había echado de menos a una mujer todo ese tiempo. Había echado de menos a Kat.

Y los suaves labios de ella, tan inmóviles, de repente cobraron vida bajo los de él. Las manos de Kat subieron por los brazos de Mick, muy lentamente y entonces él la abrazó con más fuerza.

Kat se estremeció cuando sus pequeños senos tocaron el pecho desnudo de su vecino. Rodeó con los brazos el cuello de él.

Mick había pensado, desde que murió su mujer, que un hombre podía vivir sin pasión. Podía endurecerse; podría vivir solo si fuese necesario; podía controlar sus deseos, negarlos. Pero sólo durante cierto tiempo. No para siempre.

Eso era lo que él había pensado, pero no sabía qué sentía una mujer al respecto. La pasión de Kat era salvaje… como la inocencia misma.

Kat lo había desconcertado durante mucho tiempo. Pero ya no. Podía sentir que estaba tan sola como él mismo; podía percibir su recelo, su temor, a pesar de que su boca se movía bajo la de él, anhelante, ávida. No era una mera atracción sexual. Era algo más profundo y peligroso que el sexo. Era la búsqueda de la comunicación absoluta, del entendimiento y la pasión que iba más allá de los sentidos.

La sangre le ardía en las venas a Mick, pero sintió que su vecina se estremecía y se ponía rígida de repente. Ella se apartó primero. O lo intentó.

Mick se dio cuenta de que ella quería separarse y pensó que estaba bien. Pero no así. No como unos adolescentes asustados que huían de su propio deseo.

La estrechó con más fuerza, sólo un momento más, hasta que la respiración de los dos volviera a su ritmo normal. Mick olió a rosas, escuchó el susurro del viento y deslizó los dedos por el sedoso pelo de la joven. La besó en la frente con ternura.

– Está bien -dijo con suavidad.

Ninguno de los dos había buscado esa pasión, ni la había esperado. Pero él no la forzaría a seguir, ella no tenía nada que temer. No de él.

Pero para ella no estaba bien. Sonrojada, con la boca temblorosa, apartó la cara.

– No quería…

– Vamos, Kat. Tómalo con calma, yo tampoco quería que sucediera esto.

– No sé qué…

– Yo tampoco.

– Sólo ha sido un error. La gente comete errores a veces. Pero puedes confiar en mí, Mick. No volverá a suceder.

Y se fue. Se fundió con las sombras de la noche antes que él pudiera contestar. No sabía lo que habría dicho. El comentario de Kat fue como una disculpa. No tenía mucho sentido, ya que él fue quien la besó.

Pero la reacción de ella no lo asombró. Nunca había comprendido a Kat.

Esperó hasta verla subir los escalones de su porche, oyó el ruido de la puerta de su casa al cenarse y vio apagarse la luz del porche. Luego volvió a entrar en su casa.

Quizá era más de la una, pero ya no tenía sueño. Vació las botellas de cerveza en el fregadero, apagó las luces de la sala y subió a ver cómo estaban sus hijas. Estaban dormidas. Noel tenía encendida la radio. Angie abrazaba un oso de peluche. Mick apagó la radio y subió al tercer piso de la casa, para asomarse por la ventana.

La casa de Kat era idéntica a la de él, pero ella usaba los cuartos de manera diferente. Mick dormía en el tercer piso. Kat en el segundo. La luz de la habitación de Kat estuvo encendida otra media hora. Un buen rato después de que ella la apagó, Mick se quedó de pie delante de la ventana, viendo cómo la luz de la luna iluminaba el encaje de las cortinas del cuarto de su vecina.

Las cortinas del cuarto de Mick no tenían encaje. Eran de tela sintética. El mobiliario y la decoración de su casa eran sencillos. A June nunca le había interesado la decoración de interiores.

Era una mujer con la que era fácil convivir. No había en ella nada de frágil. Era sencilla, vital, entusiasta.

Mick nunca había modificado su estilo de vida por su mujer, no porque no lo hubiera querido, sino porque June se habría enfadado si lo hacía. June era una mujer independiente y respetaba la independencia de los demás.

Había estado enferma dos años; fue una enfermedad lenta y dolorosa. La gente pensaba que Mick había lamentado su muerte. No era cierto. Había lamentado esos dos largos y penosos años. Había sufrido intensamente por no poder ayudarla, por no poder aliviar su dolor.

Mick la había querido, de eso no cabía duda. Pero siempre había faltado algo; no para ella, para él. June nunca lo había necesitado. Como hombre, como esposo, como otro ser humano. Mick hubiera querido que lo necesitara, en especial esos últimos y espantosos meses. Ella nunca le había dado esa oportunidad.

Cuando ella murió, la gente pensó que la repentina obsesión que Mick mostraba por su trabajo se debía al dolor de su pérdida. Pero la verdadera razón por la que se había volcado en su trabajo fue porque se sentía culpable. El agotamiento físico y mental era más fácil de soportar que los malos recuerdos. June nunca había sido verdaderamente feliz en su matrimonio. Dios sabía que él tenía razones poderosas para sentir lo mismo. Pero sabía que no podría haberse casado con una mujer más buena. June era buena, noble.

La falla estaba en él. Había estado casado catorce años con una mujer excelente… y siempre se había sentido más solo que un ermitaño.

Se apartó de la ventana. Se desnudó y se metió en la cama después de apagar la luz.

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