Jennifer Greene - Orgullo y seducción

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Era muy peligroso seducir a alguien como él y luego tratar de olvidarlo
Lo único que Rebecca Fortune deseaba era tener un bebé, y si para ello tenía que acabar en la cama con el duro investigador Gabriel Devereax, pues se tragaría su orgullo e intentaría seducirlo. Sabía que Gabriel no tardaría en alejarse de su vida, con lo que su secreto estaría a salvo… Pero fue entonces cuando una soltera empedernida como Rebecca se dio cuenta de que lo que sentía por él había superado todas sus previsiones. ¿Sentiría lo mismo alguna vez el padre de su futuro hijo… especialmente cuando descubriera la mentira?

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Rebecca pretendía agacharse a recoger sus zapatos, pero, de alguna manera, descubrió que sus brazos, en vez de bajar, se alzaban hacia Gabe. Como este tenía ya la llave en la mano y estaba tendiéndosela, físicamente estaban muy cerca. Lo suficiente como para abrazarlo. Y el impulso de abrazarlo fue de pronto irresistible. Su corazón comenzó a concebir toda una serie de excusas. Rebecca odiaba imaginarse a Gabe durante la infancia, atrapado en un entorno violento, enfrentado a la rabia y a la soledad. Y aunque la irritara hasta la locura con aquel machismo que lo inducía a proteger a cualquier mujer que se cruzara en su camino, había estado a su lado durante los últimos días y…

Bueno, maldita fuera. Ninguna de esas razones era más que una excusa. Rebecca necesitaba abrazarlo. Y no había nada más complicado que esa simple necesidad.

Dos segundos después, le estaba rodeando el cuello con los brazos y el aire acondicionado de la habitación parecía sufrir una seria avería. La temperatura se elevó por lo menos treinta grados. Ni siquiera en los trópicos podía haber más calor que el que se había generado espontáneamente entre ellos. Porque era imposible que lo hubiera generado ella sola cuando lo único que había pretendido había sido darle un impulsivo e inocente abrazo.

Cuando la boca de Gabe descendió sobre los labios de Rebecca, se fundió con ellos, todos los pensamientos inocentes de la escritora se hicieron añicos. Porque nada inocente podía ser tan divertido. Y tan peligroso.

Rebecca no estaba del todo segura de cómo aquel abrazo había terminado convertido en un beso. Definitivamente, le iba a resultar imposible analizarlo. Lo único que sabía era que Gabe sabía a whisky, que el sabor de su boca no era un sabor dulce, sino un sabor punzante, intenso. Rebecca saboreó la boca de un hombre hambriento. Saboreó la boca de un hombre que estaba intentando advertirla de manera explícita de que un hombre adulto jamás apostaba solamente por algo tan inocente como un beso… y que ella era demasiado adulta como para estar tentando a un tigre sin ser consciente de lo que estaba haciendo.

Pero Rebecca no lo estaba tentando. Quizá debería haber recordado la peligrosa sensación de su primer abrazo. Pero en aquella ocasión todo era diferente. Posiblemente, nadie había besado a aquel tigre en particular desde hacía mucho tiempo; por lo menos con el cariño y la emoción que Rebecca estaba depositando en aquel beso, porque Gabe parecía a punto de explotar. Y no con brusquedad. Sino en respuesta a aquel deseo.

Deslizaba las manos por la espalda de Rebecca, estrechándola contra él, acariciándola, dejando que resbalaran por la seda del vestido como si quisiera que estuviera mucho más cerca de él. Los pequeños senos de Rebecca se aplastaban contra el musculoso pecho de Gabe, moldeándose contra sus contornos. Gabe olía a sol, a viento y en su cercanía se diluían todas las ilusiones que hasta entonces Rebecca había concebido sobre los hombres. Gabe no se parecía a ningún hombre de los que hasta entonces había conocido. Y lo que estaba sintiendo por él no se parecía a nada de lo que había experimentado a lo largo de su vida.

Rebecca jamás había tenido un átomo de sumisión en todo su cuerpo, pero aquella sensación de rendición no tenía nada que ver con la sumisión. Era más parecida a una sensación de pertenencia, como si sus huesos quisieran licuarse para fundirse con Gabe, como si toda la fuerza que valoraba en sí misma como mujer perdiera importancia cuando estaba con él.

Gabe alzó la mano y la hundió en su pelo. Rebecca saboreó su lengua. El cuello comenzaba a dolerle por la presión de los besos de Gabe, pero la lengua del detective le parecía un terciopelo húmedo, íntimo, que buscaba y atesoraba los rincones secretos de su boca. Oyó gotear un grifo. Y a pesar de tener los ojos semicerrados, vio las luces de la ciudad a través de la rendija de las cortinas. Y sintió la excitación de Gabe, palpitante, creciendo viva y ardiente contra su vientre.

No quería respirar. No podía. Aquello no estaba mal. Durante toda su vida, había confiado en lo que le decía su intuición por encima de lo que pudieran demostrarle los hechos. El calor se hacía cada vez más ardiente y con él crecía un deseo tan poderoso que apenas estaba preparada para comprenderlo, pero el intenso latir de su corazón continuaba manteniendo la loca promesa de que aquello estaba bien, de que incluso admitiendo su miedo, estaba bien que estuviera con él.

Las manos de Gabe vagaban por su cuerpo, acariciándolo y descubriendo sus contornos a través de la seda. Estrechó las manos contra su trasero y la estrechó contra él, haciendo la caricia más íntima, más sensual, más…

Rebecca aulló. Indudablemente, sobresaltándose más ella de lo que lo asustó a él. Desde luego, el grito no estaba destinado a poner reparo alguno a la rapidez con la que estaba extendiéndose aquel fuego, escapando por completo a su control. El problema era que tenía una vergonzante y enorme herida en el trasero, producto de su irrupción en casa de Mónica. Gabe retrocedió bruscamente.

– ¿Te he hecho daño?

– No. Bueno, sí. Pero no por lo que estás pensando -había tantas sensaciones lujuriosas circulando en su mente que no parecía capaz de decir nada coherente-. Estoy bien, pero es que me has rozado involuntariamente un moretón.

– Te aseguro que he rozado mucho más que un moretón deliberadamente -y dejó caer las manos más rápido que si acabaran de pasarle una patata caliente. Tenía la voz ronca, respiraba con dificultad y la mirada de sus ojos era puro fuego-. Maldita sea, Rebecca.

– Maldita sea, Gabe -repitió Rebecca. Pero su voz era muy dulce. Quería hacerle sonreír-. Besas endiabladamente bien, muchachito. Yo no tengo la culpa de que me gusten tus besos.

– No te estoy culpando de nada. Ni tú ni yo pretendíamos la química que ha surgido entre nosotros. Pero creo que los dos sabemos que permitir que esto vaya a más, o vuelva a suceder otra vez, no sería una buena idea.

– Digamos que no tenemos muchas cosas en común.

– Nos parecemos tanto como una mariposa y una roca -rápidamente, volvió a localizar la llave de la habitación, se la colocó a Rebecca en una mano y le puso los zapatos en la otra-.Te acompañaré a tu habitación -le dijo cortante.

Se dirigió con ella hacia la habitación y la vio entrar sin decir nada y frunciendo el ceño, como si quisiera advertirle que no se le ocurriera volver a probar nada. Una vez en el interior de su habitación, Rebecca tiró las llaves y los zapatos a la cama, se apoyó en la puerta cerrada y dejó escapar un enorme y agitado suspiro.

Gabe tenía razón, en realidad no tenían nada en común. Las razones de Gabe para estar en contra de la familia le habían quedado muy claras, pero el hecho de que comprendiera su pasado no cambiaba nada. Ella quería tener hijos. Quería formar una familia. Quería un amor verdadero y no tenía ningún sentido involucrarse sentimentalmente con un hombre que no valoraba la familia y el compromiso como ella lo hacía.

Pero su cuerpo todavía temblaba, todavía estaba vivo, despierto, enaltecido por aquellos besos salvajemente sensuales que había compartido con Gabe. El pulso corría acelerado por sus venas y tenía la sensación de que las rodillas se le habían convertido en gelatina.

Quizá fuera solo sexo. A lo mejor estaba tan impactada porque ningún hombre había alterado hasta ese punto sus hormonas. Y Gabe insistía en ser brutalmente sincero con ella. Había dejado muy claro que era un hombre con el que no debería involucrarse sentimentalmente.

Pero eso no quería decir que aquellos sentimientos tan salvajes y maravillosos desaparecieran. Y hasta que hubieran conseguido demostrar la inocencia de su hermano, iba a ser inevitable. Rebecca no podía recordar haberse sentido nunca tan perdida o insegura. Y sabía que corría el peligro real de perder la cabeza por Gabe a menos que tuviera mucho, mucho cuidado.

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