Jennifer Greene - Orgullo y seducción

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Era muy peligroso seducir a alguien como él y luego tratar de olvidarlo
Lo único que Rebecca Fortune deseaba era tener un bebé, y si para ello tenía que acabar en la cama con el duro investigador Gabriel Devereax, pues se tragaría su orgullo e intentaría seducirlo. Sabía que Gabriel no tardaría en alejarse de su vida, con lo que su secreto estaría a salvo… Pero fue entonces cuando una soltera empedernida como Rebecca se dio cuenta de que lo que sentía por él había superado todas sus previsiones. ¿Sentiría lo mismo alguna vez el padre de su futuro hijo… especialmente cuando descubriera la mentira?

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Rebecca tragó la bilis. Inclinó la barbilla, reunió todo el valor que pudo y miró al más alto del grupo a los ojos con la más amable de sus sonrisas.

– Hola -dijo alegremente-, ¿podrías ayudarme?

Quizá aquel muchacho nunca había oído nada parecido. Quizá no lo había oído ninguno, porque, durante unos instantes, parecieron perplejos. Pero, entonces, uno de ellos adelantó una pierna.

– Claro que puedo ayudarte -contestó con voz grave, haciendo reír de nuevo a sus compañeros.

– Vaya, eso es magnífico -contestó Rebecca efusivamente-. ¿Conoces por casualidad a una mujer llamada Tammy Diller? Vive en este barrio -bajó la cabeza y buscó en el bolso el papel en el que llevaba apuntada la dirección-, en el número doce mil novecientos setenta de la calle Randolph. Es ese edificio de allí.

– No, no conozco a ninguna Tammy Diller. Pero me encantaría conocerte a ti -acercó el dedo a la cadena que Rebecca llevaba en el cuello.

Bueno, aquello ya era demasiado para seguir fingiendo valor. Rebecca iba a vomitarle encima sin poder hacer absolutamente nada para evitarlo.

Pero, de pronto, el joven dejó caer la mano y la sonrisa que se insinuaba en sus labios desapareció. Retrocedió bruscamente. Ninguno de los muchachos sonreía a esas alturas. Todos comenzaron a caminar hacia atrás.

Instintivamente, Rebecca volvió la cabeza. Y allí estaba Gabe, como si hubiera surgido de la nada. Su ceño era más sombrío que un cielo de tormenta. Y parecía suficientemente enfadado como para triturar el acero con una sola mirada.

Capítulo 4

– Se fueron sin pagar el alquiler de los últimos dos meses. No debería haberme fiado de ellos. El chico, Wayne, o Dwayne, o algo parecido, tenía muy buen aspecto. Y Tammy era capaz de embaucar a cualquiera. Siempre vestía muy bien, tenía unos ojos preciosos. Por su forma de vestir, era lógico creerse lo que Tammy contaba. Según ella, estaban pasando un bache temporal. No tenían aspecto de vivir en este barrio.

Gabe interrumpió aquel largo monólogo. El propietario tenía el rostro de una comadreja, ojos brillantes y larga nariz, pero hablaba más que una cotorra.

– Así que esa Tammy Diller lo engañó. ¿Y cómo dice que se llamaba su novio? ¿Dwayne o Wayne?

– No se lo puedo decir con seguridad. Era ella la que me pagaba, y en efectivo además, de modo que no le presté a él mucha atención. De todas formas, no me gustaba mucho su novio, eso sí que se lo puedo decir. Sonreía demasiado. Si quiere saber mi opinión, uno no debe fiarse nunca de un hombre que sonríe constantemente.

– ¿Cuándo los vio por última vez?

– Hace unas dos semanas. Yo procuro cuidar del edificio, pero eso no quiere decir que venga todos los días. Si vienes demasiado, los inquilinos te acosan en cuanto sale la más mínima gotera…

– Estoy seguro -respondió Gabe en tono consolador-. Entonces dice que no los ha visto desde hace dos semanas… Y supongo que no tiene la menor idea de adonde han podido ir, claro.

– Si supiera dónde están, habría ido a buscarlos para que me pagaran. Tampoco sus vecinos parecen saber nada. Aunque claro, en este barrio a la gente no le gusta hablar demasiado.

Evidentemente, el casero era la excepción a esa regla. Durante el tiempo que aquel hombre había estado proporcionándole información sobre Tammy Diller, Gabe había sido capaz de dominar su impaciencia, pero aquello cambió bruscamente. Instintivamente, buscó con la mano tras él esperando contactar con el cuerpo de Rebecca. Pero no encontró a nadie.

Volvió la cabeza. Una milésima de segundo antes, Rebecca estaba a su lado, al alcance de su mano. En aquel momento había desaparecido.

En cuanto se quedara a solas con ella, pensaba matarla. Preferiblemente mediante un método artesanal. Quizá la estrangulara con sus propias manos. Si alguien iba a hacerle algún daño, prefería ser él el primero. Y eso significaba que tendría que mantenerla a salvo hasta que pudiera disfrutar de aquel privilegio. Y en aquel barrio, eso significaba no perderla de vista en ningún momento.

Gabe escapó al sociable casero y, una vez fuera del edificio, lo recibió una tarde calurosa en la que no corría una gota de aire. Se detuvo durante diez segundos y escrutó la calle con la mirada, buscando el destello de una melena pelirroja. Una prostituta vestida con una minifalda de cuero abordaba a sus posibles clientes en la esquina más alejada de la calle. Un vendedor de drogas trabajaba a unos veinte metros de Gabe. De pronto, pasó por delante del detective un adolescente larguirucho corriendo a toda velocidad mientras apretaba contra su pecho una revista de mujeres desnudas; tras él, corría gritando el anciano vendedor del quiosco.

Cuando Gabe había llegado de Minnessota la tarde anterior, sabía exactamente el tipo de barrio con el que iba a encontrarse. De modo que esperaba todas y cada una de las cosas que había encontrado al salir del coche: excepto a Rebecca rodeada por media docena de pandilleros. Aquella imagen se repetía en su cerebro, aumentando peligrosamente la presión de su sangre.

Si Rebecca se había visto envuelta en más problemas, tendría que matarla definitivamente. Y, maldita fuera, más le valía que no le hubieran hecho ningún daño. ¿Pero dónde demonios había podido ir…?

Allí. Gabe descubrió su cabeza inclinada y su melena resplandeciendo bajo la luz del sol. Durante unos segundos, un musculoso ciudadano negro de cerca de dos metros de altura con el pelo rapado y los hombros cubiertos de tatuajes le había impedido su visión. Al parecer, Rebecca estaba hablando con él. Y de buen grado, como si estuviera manteniendo una conversación con un viejo amigo.

Desde donde él estaba, Gabe pudo ver que el hombre llevaba una navaja en el bolsillo trasero. Cuando Rebecca cambió de postura, Gabe tuvo una clara visión de su hermosa melena, del vendaje que llevaba en la frente, de su ajustado vestido de seda y de la cadena de oro que brillaba en su cuello. El hombre también volvió la cabeza y Gabe pudo ver la cicatriz que cruzaba su rostro justo en el momento en el que estaba levantando la mano hacia Rebecca.

Gabe no tuvo tiempo ni de soltar una maldición. Se movió a toda velocidad. Había tanta gente en la calle que no pudo correr directamente hacia ellos, pero los vecinos se apartaban en cuanto veían su expresión.

Con los pulmones ardiéndole por el esfuerzo y la adrenalina corriendo a toda velocidad por sus venas, se colocó detrás del tipo y le quitó la navaja instintivamente. El hombre se volvió y soltó un indignado:

– ¡Eh!

Cuando Rebecca vio a Gabe, su respuesta fue un espontáneo:

– ¡Gabe! ¿Sabes una cosa? -le preguntó en un tono más ingenuo que el de la mismísima Pollyana.

En cuestión de segundos, Gabe comprendió que aquel hombre no había levantado la mano para hacerle ningún daño a Rebecca, sino para apartarla. Dejó que el tipo se alejara e intentó tranquilizarse. Aquella mujer no reconocería el peligro aunque estuviera mordiéndole el trasero, pero por razones que estaban más allá de toda lógica, y sobre todo en aquel barrio, no se encontraba en una situación de peligro. Rebecca le explicó que aquel era Snark, Snark conocía a Tammy y lo último que había oído sobre ella era que había ido a Las Vegas para hacer algún negocio.

Snark miró a Gabe con la misma amabilidad con la que lo habría mirado una cobra; sabía los motivos por los que el detective le había quitado la navaja, pero no hubo nada en su actitud que pareciera amenazar a Rebecca. Snark pareció serenarse. Y también lo hizo Gabe. Por lo menos al cabo de un rato.

Y al cabo de un rato, el nuevo amigo de Rebecca se alejó calle abajo a grandes zancadas, dejando a Gabe solo con aquella mujer de ojos chispeantes.

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