– Bueno, tenemos a todo un equipo de detectives investigando a Tammy Diller en Minneapolis. Al final, su pasado saldrá a la luz. Los secretos no pueden permanecer enterrados eternamente, especialmente si son secretos oscuros. Simplemente es cuestión de tiempo que consigamos más información.
Pero el tiempo era precisamente lo que no les sobraba, pensó Rebecca. Dejó el envase del helado vacío sobre la bandeja y se acurrucó en la silla con la copa de vino en la mano.
– Entonces, ¿cuándo vamos a ir a Las Vegas?
– Tú no vas a ir a ninguna parte, pequeña.
– ¡Eh! ¿No he sido yo la que ha encontrado la pista que nos ha traído hasta Tammy? ¿Y no he sido yo la que ha descubierto que estaba en Las Vegas? ¿Qué pasa? ¿Todavía no te has dado cuenta de que estoy siendo muy útil? Además, monada, puedo viajar perfectamente sola. Pero me parece una tontería que no formemos un equipo cuando ambos estamos intentando localizar la misma información.
Gabe se sirvió un vaso de whisky y lo vació con los ojos fijos en el rostro de Rebecca.
– Es posible que esa tal Tammy no tenga el récord de criminalidad del estado, pero todo lo que hemos descubierto hasta ahora indica que solo ha sido una cuestión de suerte que no haya terminado en la cárcel, pelirroja.
– ¿Y? En realidad para mí eso es una buena noticia, puesto que significa que cada vez hay más posibilidades de que haya sido ella la que mató a Mónica.
– La cuestión es -dijo Gabe con un tono de excesiva paciencia-, que quiero que vuelvas a casa. Entre otras cosas porque, si existe la más mínima posibilidad de que Tammy Diller haya estado involucrada en el asesinato de Mónica, no creo que le haga mucha gracia que haya gente dedicándose a investigar su pasado. De modo que lo mejor que puedes hacer es regresar a tu casa y concentrarte en tus novelas y en los bebés.
– Y lo haría encantada… si mi hermano no estuviera en la cárcel -dejó lentamente la copa de vino sobre la mesa.
Llevaba ya tiempo esperando aquella regañina. Entre otras cosas porque imaginaba que Gabe nunca la habría invitado a cenar, y menos a solas en su dormitorio, si no se hubiera visto obligado a mantener una conversación con ella. Pero Rebecca se esforzó en explicarle una vez más lo que sentía.
– Gabe, esta tarde he pasado un miedo mortal. Estaba aterrada ante todo lo que veía en la calle Randolph. Snark me daba mucho miedo y, aunque todo haya salido bien, te aseguro que me he alegrado muchísimo cuando te he visto aparecer. De alguna manera, tenía la sensación de que todo esto me sobrepasaba.
– Maldita sea, pelirroja. Eso es precisamente lo que estoy intentando decirte.
Rebecca asintió lentamente y continuó:
– Pero Jake es mi hermano; es mi familia. Y no me importa lo que tenga que hacer ni el miedo que tenga que pasar para ayudarlo. Hasta que no demuestre su inocencia, nada va a impedir que intente ayudarlo.
Gabe la escuchaba, pensó Rebecca, pero no parecía comprenderla. Una extraña sensación se apoderó de su corazón mientras lo estudiaba detenidamente. Gabe le importaba. Lo apreciaba de una forma muy personal que no tenía nada que ver ni con su hermano ni con la extraña pareja en la que aquella investigación los había convertido. Aunque si no hubiera sido por ella, por supuesto, no habría tenido la menor oportunidad de conocerlo.
Estaba cansado, comprendió Rebecca. Sus ojos oscuros parecían casi negros cuando estaba agotado. Aquella era la primera vez que lo veía casi relajado, repantigado en la silla, con el pelo revuelto y una sombra de barba en el rostro. Pero incluso cuando se permitía dejarse llevar por el cansancio, su mandíbula conservaba el gesto de cabezonería y era evidente que estaba intentando encontrar un nuevo argumento para convencerla de que lo mejor que podía hacer era marcharse. Rebecca decidió emplear otra táctica, que, además, le permitía entregarse a sus ansias de saber algo más sobre él.
– Gabe, ¿tú tienes algún hermano? ¿O algún familiar por el que puedas sentir algo parecido?
– Tengo familia, sí, pero crecí en un mundo muy diferente al tuyo. Yo nací en los barrios bajos de Nueva Orleans. Mis padres se peleaban como pit bulls y el mayor de mis hermanos emprendió el camino del delito. El siguiente se marchó de casa en cuanto tuvo oportunidad y jamás volvió. Y yo escapé de aquel ambiente alistándome al ejército. Por lo que yo vi durante mi infancia, la gente que dice quererse es capaz de montar escenas más sangrientas que cualquier ejército, y eso te lo dice alguien que ha estado en unas cuantas guerras. Así que no, no tengo ningún familiar por el que sentir algo parecido.
– Lo siento -susurró Rebecca.
Gabe la miró sorprendido por su respuesta.
– No hay nada que sentir.
Pero Rebecca pensaba que sí lo había. Ella sacaba a menudo el tema de los bebés porque era una forma muy previsible de irritar a Gabe. Desde el primer momento, habían bromeado y discutido sobre sus formas enfrentadas de ver la vida: el idealismo de Rebecca contra el pragmatismo de Gabe. Reírse de Gabe por su actitud cínica le había parecido divertido… hasta que se había enterado de cómo había sido su infancia. Una infancia que parecía solitaria, dura y carente por completo de amor.
Rebecca siempre había creído en el amor, la familia y los hijos y sí, incluso creía en la bondad del ser humano. Nunca había pensado que sus valores pudieran considerarse altruistas o idealistas, simplemente, creía que eran lo único que realmente importaba. Y no podía menos que compadecer a Gabe por haberse visto privado de ellos.
– ¿Y ahora por qué me miras así? -le preguntó Gabe con recelo.
– Por nada. Solo estaba preguntándome si en todo este tiempo habrías encontrado a alguien a quien querer.
– He encontrado muchas personas a las que querer, pequeña. Pero nunca he creído en ese amor romántico que supuestamente dura para siempre. La vida me ha tratado condenadamente bien. Nunca he necesitado aferrarme a la ilusión de mejorarla -frunció el ceño bruscamente, como si estuviera confundido por el rumbo que había tomado la conversación-. Volvamos al tema de tu vuelta a casa.
Rebeca se estiró en la silla y se levantó. El efecto de un día muy largo y de una cena copiosa la golpeó con la fuerza de un sedante. Solo había dormido unas cuantas horas durante los últimos dos días y las heridas y la tensión estaban empezando a hacerle sentirse tan maltrecha como un perro apaleado.
– Gabe, lo siento, no te enfades, pero no pienso ir mañana a ninguna parte. Además, en cuanto apoye la cabeza en la almohada, pienso quedarme en estado de coma durante doce horas por lo menos.
Gabe se levantó de la silla tan rápidamente que Rebecca sospechó que estaba deseando poner fin a aquella conversación.
– Lo de dormir me parece una buena idea. Tienes aspecto de estar destrozada.
– Por favor, creo que no podría soportar un cumplido más.
Gabe esbozó una inesperada sonrisa.
– No pretendía ofenderte…
Rebecca lo corrigió secamente.
– Tú siempre estás ofendiéndome… Y eso me afecta.
– Bueno, el caso es que pareces cansada. Y creo que lo único que te ha afectado ha sido esa copa de vino. Por cierto, ¿dónde están los zapatos? ¿Y dónde has dejado la llave de tu habitación?
– Deben de estar por ahí -miró a su alrededor, pero en vez de en la habitación, terminó fijando la mirada en su rostro.
De alguna manera, hasta entonces había interpretado la profundidad de sus ojos oscuros como un reflejo de su frialdad y no como expresión de soledad. Gabe creía en el honor, en la responsabilidad y en el deber. Incluso cuando estaba cansado, su postura era contenida, formal, tan rígida como la de un soldado; su actitud mostraba los valores que había encontrado en la vida para sostenerse. Sí, había encontrado valores, pero a Rebecca le parecía que no había conocido el amor.
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