Jennifer Greene - Orgullo y seducción

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Era muy peligroso seducir a alguien como él y luego tratar de olvidarlo
Lo único que Rebecca Fortune deseaba era tener un bebé, y si para ello tenía que acabar en la cama con el duro investigador Gabriel Devereax, pues se tragaría su orgullo e intentaría seducirlo. Sabía que Gabriel no tardaría en alejarse de su vida, con lo que su secreto estaría a salvo… Pero fue entonces cuando una soltera empedernida como Rebecca se dio cuenta de que lo que sentía por él había superado todas sus previsiones. ¿Sentiría lo mismo alguna vez el padre de su futuro hijo… especialmente cuando descubriera la mentira?

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Capítulo 5

Cualquiera encontraría irónica la situación, pensó Gabe. Él, que pretendía que Rebecca saliera en el primer vuelo hasta Minnesota, era el que estaba montado en el avión, y solo.

El sol comenzaba a asomar por el horizonte cuando salía del aeropuerto de Minneapolis-St . Paul, cargando con el ordenador portátil, la bolsa del equipaje y un humor de perros. Gabe nunca había necesitado dormir mucho y la cabezada que había echado en el vuelo lo había refrescado. Había considerado la posibilidad de llevarse con él a Rebecca cuando había hecho los arreglos para el viaje, pero esta estaba tan agotada que sospechaba que se pasaría durmiendo todo el día. Además, estaba muy segura en aquel hotel de Los Ángeles. Le había metido una nota por debajo de la puerta para decirle que se había marchado. Pero, definitivamente, su destino no era asunto de aquella pelirroja cabezota.

Aunque sí era asunto de su querida mamá, pensó. Menos de una hora después, había abandonado su Lexus negro, porque por nada del mundo dejaría abandonada a su antigua Morgan en el aparcamiento de un aeropuerto, había tomado un rápido desayuno y estaba cruzando las puertas del edificio de Fortune Cosmetics. Un guardia de seguridad le pidió que se identificara antes de permitirle el acceso al ascensor privado, el único que llegaba al piso en el que estaban los laboratorios de pruebas y el despacho de Kate Fortune.

Sobre el papel, era Jake Fortune el que estaba asumiendo los costes del trabajo de investigación, y mientras Jake continuara en la cárcel y sin posibilidad de salir bajo fianza, los cheques los firmaba Sterling Foster, el abogado de la familia. Se esperaba que Gabe diera los informes y los resultados de la investigación a Jake y a Sterling, y así lo hacía. Pero trabajar con los Fortune no resultaba sencillo, y Gabe siempre había comprendido quién era la que movía los hilos en la familia.

Y Kate esperaba estar al corriente de cualquier acontecimiento que pudiera afectar a su clan. Ella prefería el contacto regular cara a cara, a las llamadas telefónicas y estaba dispuesta a pagar generosamente las molestias que eso podía suponer con tal de hacer las cosas a su modo. Pero hubiera o no dinero de por medio, Gabe habría estado dispuesto a ponerse a su servicio.

Aquella mujer le gustaba. Su primer contacto con la familia Fortune lo había hecho para investigar la supuesta muerte de Kate. Su avión se había estrellado en la selva cuando un secuestrador había intentado matarla. Se había encontrado un cadáver y todo el mundo había dado por sentado que era el de Kate. Pero, en realidad, Kate Fortune había conseguido saltar del avión antes de que se incendiara y había sido rescatada por una tribu de la zona. Una vez recuperada de sus heridas, había planificado cuidadosamente su vuelta a Minneapolis y había llegado justo a tiempo para la lectura de su testamento. Temiendo que sus enemigos intentaran matarla otra vez o utilizar a su familia en contra de ella si se descubría que no había muerto, había decidido permanecer oculta. Solo se había puesto en contacto con Sterling Foster, que además de ser el abogado de la familia, era también un buen amigo. Kate había pasado los dos años siguientes observando a su familia en la distancia y ejerciendo de vez en cuando el papel de casamentera. Pero a pesar de todas sus maniobras, no había podido evitar que su hijo mayor fuera acusado de asesinato.

Durante su primera reunión, Kate se había ganado el respeto y la admiración de Gabe. A pesar de que había rasgos de su personalidad que su hija compartía con ella, Kate Fortune era una mujer muy racional y fácil de tratar. Un hombre siempre sabía a qué atenerse con ella.

Kate, cosa que a Gabe no lo sorprendió en absoluto, estaba en pleno funcionamiento a las siete de la mañana. Antes de que Gabe hubiera tomado asiento ya había hecho llevar el café a su mesa. Teniendo en cuenta que era ella la propietaria de aquel imperio cosmético, su nuevo despacho era indiscutiblemente funcional, en él no había prácticamente nada superfluo. Las paredes eran de madera de teca y el suelo estaba cubierto por una lujosa alfombra oriental, pero el escritorio y los muebles eran muy sobrios y Kate llevaba puesta una aséptica bata de laboratorio.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando? -le preguntó Gabe.

Kate se echó a reír al oír la pregunta.

– Lo que yo hago es jugar, no trabajar, Gabe. Y llevo aquí desde las cinco de la mañana. Me encantan las primeras horas del día, sin llamadas de teléfono, sin interrupciones… Durante las horas de trabajo normales, no se puede hacer prácticamente nada -se puso unas gafas de montura dorada. Típico de ella, no estaba dispuesta a perder el tiempo-. Y dime, Gabe, ¿qué tienes para mí?

Gabe le puso al corriente de todo lo que había encontrado, desde los callejones sin salida hasta las pistas con alguna posibilidad de éxito. Cuando le entregó la copia de la carta que le había escrito Mónica a Tammy Diller, vio que Kate fruncía el ceño con expresión de perplejidad. No tardó mucho en leer aquellas pocas líneas, pero sí lo suficiente como para que Gabe pudiera estudiarla con atención.

Rebecca se parecía de una forma asombrosa a su madre. Hasta cierto punto. Kate debía estar a punto de cumplir los setenta años. Pero tanto su hija como ella eran de constitución flexible y delgada. Ambas tenían unos ojos inolvidables y una exuberante melena castaño rojiza, pero Kate tenía ya algunas hebras del color del acero que parecían hacer juego con la dureza de su personalidad y llevaba el pelo pulcramente recogido, tal y como correspondía a la juiciosa mujer de negocios que era.

Seguramente Kate utilizaba algunos de los cosméticos que habían hecho famosa a su empresa, pero no iba pintada en absoluto. Ni siquiera enfrentado al sol de la mañana, su rostro mostraba apenas arrugas. Arrugas que, por cierto, no se molestaba en esconder. Kate era una mujer fuerte, poco sentimental, y tenía un aire autoritario que era precisamente la razón por la que Gabe había conectado con ella desde el primer momento. Era una mujer astuta, dura y de principios. No se doblegaba ante nadie. Y, si Gabe tenía algo que decir al respecto, se había ganado el derecho a ser la directora de la empresa y además tenía un seco e irónico sentido del humor muy similar al suyo.

Pero Gabe no podía mirar a Kate, su constitución, su elegancia, su descarado sentido del humor y su implacable carácter, sin pensar en Rebecca. Sin embargo, para cualquier hombre era fácil hablar con Kate. Kate era una mujer realista, fría. Y Gabe no estaba seguro de que su hija pudiera reconocer el significado de la palabra realismo aunque estuviera leyéndola en un diccionario de letras gigantes.

Kate terminó de leer la carta y se la devolvió.

– Me temo que esto no demuestra la inocencia de mi hijo. Esperaba algo más, Gabe.

– Yo también esperaba poder traer algo más, pero todavía hay que remover mucha porquería hasta encontrarlo -jamás había intentado adular a Kate.

Y sabía que no tenía por qué hacerlo.

– Lo sé -lo miró a los ojos-. No puedo jurar que mi hijo sea inocente, te lo dije desde el primer momento. Pero quiero saber la verdad, quiero encontrar todas y cada una de las pruebas que nos lleven a encontrarla, sea esta la que sea. Y como el juicio es ya algo inminente, nuestro principal problema es la falta de tiempo. Necesitamos respuestas, las necesitamos ya. Cada día que pasa, coloca el caso de mi hijo en una situación más peligrosa -vaciló un instante, desvió la mirada hacia la ventana y la sostuvo allí durante un largo minuto antes de volverse de nuevo hacia él-. El nombre de esa Tammy Diller me inquieta, no sé por qué.

– Sí, te he visto fruncir el ceño mientras leías la carta. Por un momento, he pensado que habías reconocido el nombre.

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