Jennifer Greene - Por arte de magia

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No era la gripe. Nicole estaba embarazada. Y no recordaba haberse acostado con ningún hombre en los últimos cuatro años. ¿Era posible que hubiese tenido relaciones con Mitch, su empleado… en unas circunstancias poco claras? En efecto, ella no se acordaba, pero así había sido. Y su caballero andante acabó rindiéndose a sus pies.
La propuesta de Mitch estaba motivada por el deber, pero en sus ojos brillaba una pasión auténtica… ¿Podía un matrimonio forjado por el bien de un futuro hijo convertirse en un amor de cuento de hadas entre la Bella Durmiente y su Príncipe Azul?

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– Vamos, sé que no puedes hablar en serio. No vivimos en la Edad Media. Ya nadie tiene que casarse por obligación. Las mujeres pueden criar solas a sus hijos.

– Así que… ¿estás completamente decidida a tenerlo? -inquirió Mitch rápidamente-. Sí, ya sé lo que dijiste antes. Pero fue a los pocos minutos de descubrir que estabas en estado.

Nicole se puso seria al instante.

– ¿Me preguntas si he cambiado de opinión? ¿Si estoy pensando en abortar?

– Eso exactamente.

Ella se guardó las manos en los bolsillos traseros de los téjanos.

– Si tuviera dieciséis años, o estuviera enferma, o supiera que el niño tiene problemas… no sé qué haría-dijo con total sinceridad-. Pero mis circunstancias no son ésas. Quizá no esperase un embarazo en estos momentos, pero siempre he querido tener hijos. Estoy sana y tengo una edad ideal para ser madre. Puedo criarlo sin problemas. Y sí… lo deseo. Aunque aún no he tenido tiempo para pensar cómo voy a arreglármelas.

– De acuerdo -Mitch exhaló un suspiro de alivio-. Pero tendrás que simultanear el trabajo y el embarazo. Y, más tarde, el trabajo y la crianza de un hijo.

– Lo sé…

– Y yo ocupo un lugar en todo esto, Nik. No sólo porque desee ser padre, sino también porque conozco el negocio. No hay nadie más capacitado que yo para ayudarte.

Nicole permaneció callada. Aquello era innegablemente cierto.

– También me preocupa cómo puede afectar todo esto a tu empresa y tu trabajo -prosiguió él-. Como bien has dicho, una mujer puede criar sola a su hijo en la actualidad. Pero eso es en teoría, y la vida no suele ser tan bonita en la práctica. La gente rumoreará acerca de cómo te quedaste embarazada si no tienes a un hombre a tu lado. A la mayoría no le importará. Pero tienes algunos clientes muy conservadores. Y has trabajado mucho para labrarte una reputación intachable.

– Te comprendo. Pero no temo que hablen de mí…

– Seguro que no, Nik. A mí tampoco me importa lo que digan los demás. Pero con un anillo de matrimonio te evitarías todos esos escollos.

Nicole se pasó una mano por el cabello. Así exactamente era Mitch en el trabajo. Cuando la plantilla empezaba a discutir, él rara vez alzaba la voz. Siempre tranquilo, práctico, sensato. Podía hacer creer a una mujer que un matrimonio entre desconocidos era perfectamente lógico.

– Y el niño tendría apellido. Gracias a Dios, la gente ya no suele ponerle a nadie la etiqueta de «bastardo», pero sigo creyendo que el apellido sí importa.

Ella tragó saliva.

– Todos los problemas que citas son reales, pero no puedo creer que hables en serio. ¡No podemos casarnos, Landers! Es una locura. ¡Si ni siquiera nos conocemos!

– Me conoces desde hace meses.

– No verdaderamente. Por el amor de Dios, ni siquiera podemos asistir a una reunión de la plantilla sin discutir la mayoría de las veces.

– ¿No se te ha ocurrido que quizá la fricción que hay entre nosotros tiene una causa… interesante?

Nicole se detuvo en seco.

– ¿Qué insinúas? ¿Que la causa de esa fricción es la química sexual?

– Eso mismo. En principio, pensé que se debía a un simple choque de personalidades… Pero la noche de la fiesta vi indicios que apuntaban en otra dirección.

– Con química o sin ella, no puedes hablar en serio, Mitch. No estoy en apuros. Ni tú. Aparte de que no tengamos la obligación de casarnos, no me hago ni de lejos a la idea de que quieras dejarte atrapar por mí.

– ¿No?

– No -espetó Nicole-. Somos muy distintos. ¿Crees que no sé que toda la plantilla me considera una remilgada? No es posible que quieras casarte conmigo. Nos volveríamos locos mutuamente en un par de días… si duráramos juntos tanto tiempo.

– Coincido en que no tenemos la obligación de casarnos. Y tienes razón, Nik, quizá nuestra vida en común fuese una pesadilla -dijo Mitch irónicamente-. Pero eso no lo sabemos… porque nunca hemos intentado pasar tiempo juntos. En privado.

– Es cierto, pero…

Mitch no la dejó terminar.

– Mira, no pretendo convencerte de nada. Pero creo que tenemos poderosas razones para intentarlo. Ese niño es una realidad y forma parte de nuestras vidas. No deseo echar la vista atrás en el futuro y lamentarme de no haber hecho al menos la prueba.

Llegaron a las escaleras de la casa. La luna era un globo de blancura fantasmagórica que se reflejaba en las olas del mar. Su luz plateada iluminaba todo lo que Nicole necesitaba ver… salvo a Mitch.

Cuando se giró para mirarlo, estaba de espaldas al mar, con el rostro oculto por las sombras. En ese instante, le pareció muy cercano. Podía sentir la intensidad de su mirada y, aunque no distinguiera su expresión, el pulso se le aceleró repentinamente.

– No sé, Mitch. Necesito tiempo para pensarlo. No me opongo a que pasemos tiempo juntos. De hecho, es conveniente y necesario. Me gustaría pensar que podemos hablarnos con absoluta franqueza, llegar a entendernos. Pero la idea del matrimonio…

– ¿Te parece exagerada?

Ella asintió.

– Sí.

Él se rascó el mentón.

– ¿Demasiado anticuada? ¿Demasiado inviable? ¿Demasiado… cursi?

– Sí.

– De modo que quieres olvidar el asunto del matrimonio. Al menos, por ahora.

– Sí.

– De acuerdo. Pero que sepas que eres libre de sacarlo de nuevo a colación si cambias de parecer.

– Muy bien. No lo haré, pero gracias -dado que la conversación parecía zanjada, Nicole dio un paso hacia las escaleras… pero Mitch le agarró de repente la muñeca.

Ella ladeó la cabeza, suponiendo que quería decirle algo más. Con suavidad, él le soltó la mano. Tierna, cuidadosamente, alzó las suyas para enmarcar el rostro de Nicole, cuyo cerebro la previno de que deseaba besarla. No podía creerlo. Pero no se resistió.

Notó cómo los dedos de Mitch se introducían entre las hebras de su cabello con la suavidad de una pluma. Su boca sabía cálida, dulce, evocadoramente sugestiva. Su piel tenía la fragancia del aire salado, mezclada con un aroma limpio y masculino.

Nicole notó un agradable hormigueo, una sensación cada vez más intensa… Mitch la afectaba de un modo extraño. No había otra explicación. Pero cuando alzó las manos para alejarlo de sí, sus dedos acabaron deslizándose por su cintura. Abrió la boca para anunciar que estaban cometiendo una tontería, y de pronto sintió la lengua de él entre sus labios, avanzando, moviéndose, enredándose con la suya.

Las estrellas empezaron a dar vueltas. Como si de pronto se hubieran introducido en un sueño, Nicole empezó a devolverle el beso, a besarlo como jamás pensó que pudiera besar a nadie, como si necesitara besar para seguir viviendo. Nada de aquello tenía sentido. Nada. Llevaba asustada todo el día. Cualquiera podía vivir un momento de locura cuando su mundo se había visto vuelto del revés. Lo único que debía hacer era dominarse.

Salvo que ya no se sentía asustada, ni deseaba dominarle. Ningún hombre le había hecho sentir aquella magia. Pero el calor que ascendía por sus senos y por su vientre la hacía sentirse viva, como si llevara dormida toda la vida hasta entonces. Como si los besos de aquel hombre la hubieran despertado.

Era perfectamente consciente de que había perdido el juicio. Pero saberlo no impidió que la sangre se le subiera a la cabeza.

Era demasiado grande. Demasiado alto. Tenía que agacharse incómodamente para besarla, pero ella no parecía ser receptiva a los problemas de Mitch. Bastante tenía con los suyos propios. Los muslos de él la rodearon, amándola, excitándola. Sus manos grandes y suaves le acariciaban el cabello, mimándola, venerándola. Los besos se sucedieron uno tras otro, cada cual más estremecedor y placentero que el anterior, transmitiéndole la sensación de que, por primera vez en su vida, estaba a salvo. Y, al mismo tiempo, expuesta a un exquisito y delicioso peligro.

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