– Muy bien, traeré una toalla húmeda del cuarto de baño… Quédate aquí. No te muevas ni levantes la cabeza.
Wilma entró de repente.
– ¿Qué le pasa? ¿Se pondrá bien?
– No tienes por qué hablar como si yo estuviera ausente -protestó Nicole irritada-. Estoy bi…
Mitch la interrumpió.
– ¿Puedes preparar algo de té, Wilma? Con una cucharada de azúcar. Y mira por ahí a ver si encuentras una manta.
– Enseguida, Largo -respondió Wilma con prontitud-. Y la reunión va muy bien, así que dile que no se preocupe.
– ¡Eh, que estoy aquí! No necesito tantos cuidados…
– Cállate, Nik -en el cuarto de baño, Mitch abrió los grifos, dejó el agua fluir hasta que se hubo refrescado, empapó una toalla azul y, por último, la torció-. No quiero hacerte daño, pero habrá que limpiar la herida. Es un buen corte, aunque no sé si tendrán que darte puntos.
– ¡Pues claro que no tendrán que darme puntos! -protestó Nicole. De pronto, guardó silencio-. Landers, ¿acabas de decirme que me calle?
– Aja. Y parece que, durante unos segundos, ha funcionado. Dentro de un minuto, te pediré que cuentes el número de dedos que ves en mi mano. ¿Entendido?
Más silencio. Cuando Nicole volvió a hablar, su voz había perdido todo rastro de testarudez, y era increíblemente tenue.
– Mitch… No quiero ser un incordio, de veras. Sólo me avergüenzo de estar causando tantas molestias.
– Vamos, vamos, no tienes por qué avergonzarte. Aquí sólo estamos tú y yo -a medida que limpiaba la herida, Mitch fue comprobando que el corte no era tan grave. No obstante, verla en un estado tan frágil lo abatía sobremanera.
Nik siempre se había negado a pedir ayuda a los demás. Nunca se quejaba de nada y solía mostrarse comprensiva con cualquier miembro de la plantilla que cometiese un error… salvo consigo misma. Mitch adoraba su indómita fortaleza de espíritu. Y realmente detestaba oír aquella nota frágil y suave en su tono de voz.
Una vez que hubo terminado de limpiar la herida, rodeó la silla y se acuclilló delante de Nicole. Sólo deseaba echar un vistazo a su semblante. Pero ella lo miró directamente a los ojos, y el beso que compartieron la noche anterior se materializó entre ambos con la fuerza de una descarga eléctrica.
– Me temo que te he deshecho por completo el peinado -dijo él con desenfado-. Y quedará aún peor cuando te aplique el antiséptico. Pero, al menos, creo que sobrevivirás.
En ese momento entró Wilma con una taza de té caliente.
– Le he puesto mucha azúcar. ¿Se encuentra mejor, Largo?
– Eh -terció Nicole.
Mitch siguió mirándole la cara, los ojos, la boca. Pero, al mismo tiempo, se las arregló para responder a Wilma.
– Imagino que se siente hecha polvo, por mucho que lo niegue. ¿Qué tiene en la agenda para el resto de la jornada?
– Basta ya, los dos. Y lo digo en serio -protestó nuevamente Nicole.
– Nada. La reunión con el señor Shaw era el plato fuerte del día, así que todo lo demás se aparcó. ¿Estás pensando en llevarla a casa?
– No, no está pensando en llevarme a casa -le informó Nicole.
Los ojos de Mitch seguían sin abandonar su rostro.
– Sí. En realidad, Wilma, estaba pensando en llevarla a mi casa. Se pondrá hecha una fiera cuando se lo proponga, pero está muy mareada. No conviene dejarla sola. En mi casa no podrá trabajar, así que quizá la convenza para que descanse un rato echada en un sofá.
Wilma sonrió y de inmediato adoptó un tono de complicidad.
– Me parece una idea magnífica, Largo. Todo irá bien, Nicole. Y acabo de echarles una ojeada a los muchachos. El señor Shaw se estaba riendo, de modo que las cosas no podrían ir mejor.
Cuando Wilma se hubo marchado para unirse a la tropa, Mitch colocó la taza de té delante de Nicole. Ella la aferró con ambas manos, pero sus ojos semejaban oscuras saetas.
– Me estoy planteando con mucho entusiasmo la posibilidad de despedirte -dijo en tono sombrío.
– Bah. Podrías despedirme por muchas cosas, pero no por esto. Por si aún no te has dado cuenta, Nik, la plantilla se preocupa por ti. Si te vas sola a casa, ¿no crees que la preocupación les impedirá trabajar?
– Ésa no es la cuestión. Me has manipulado para salirte con la tuya.
– Aja. Pégame un tiro, si quieres. Pero, sinceramente, ¿crees que tomarte el día libre va a matarte? Te encuentras mal. Te duele la cabeza. Tienes el traje manchado de sangre, una carrera en la media y el cabello hecho unos zorros. Y ni siquiera son las diez. Si tengo que sobornarte, de acuerdo. Te alquilaré una película picante.
Nicole no quería sonreír, pero las comisuras de sus labios se arquearon sin poder evitarlo. Empezaba a debilitarse. Al cabo de quince minutos, Mitch le había aplicado un poco de antiséptico, había recogido sus papeles en un maletín e instalado a Nik en el asiento del pasajero de su Miata. Ella seguía protestando obstinadamente, sobre todo por el hecho de que se dirigieran a casa de Mitch en vez de a la suya, pero parecía consciente de sentirse más débil que un gatito. Casi antes de que se pusieran en marcha, sus párpados se cerraron repentinamente.
Durmió durante los veinte minutos del trayecto. Mitch, por su parte, se sentía preocupado. Preocupado por la cuestión del sexo.
Algunas de las cosas que le había contado a Nicole sobre la noche de la fiesta eran ciertas. Habían hablado, sí. Y habían hecho el amor. Hacer el amor con ella había sido una experiencia increíble e imborrable.
Sólo había un pequeño detalle que Mitch se había inventado: en realidad, Nicole no se mostró tan «salvaje» y «desinhibida» como él había afirmado. Alguna experiencia dolorosa le había dejado profundas cicatrices. Mitch siempre lo había presentido. Nik era demasiado hermosa, demasiado vibrante, para negarse a sí misma una vida afectiva a menos que el miedo constituyera un factor predominante. El embarazo le había dado la oportunidad de demostrarle que siempre estaría a su lado, junto a ella. ¿Acaso no era lógico? El futuro de ambos estaba en juego. Al igual que el futuro del niño.
Pero el asunto del sexo seguía inquietándolo. Quizá el hecho de que Nicole hubiera olvidado lo ocurrido aquella noche significaba que él carecía de la habilidad o la pericia necesarias para complacerla sexualmente…
Nicole se removió en el asiento mientras Mitch detenía el coche. Sus somnolientos ojos se entornaron para contemplar el panorama.
– Ésta no es mi casa -protestó.
– Te llevaré a tu casa. Prometido. Pero tendrás que echarte en mi sofá hasta que me convenza de que te encuentras bien.
– En este país hay leyes que condenan el secuestro.
– Aja. Aprovecha y obtén un almuerzo gratis antes de que me detengan. ¿Tienes hambre? ¿Te apetece algo de sopa? ¿Pan tostado?
– Cangrejo.
– Cangrejo -repitió él en tono neutro.
Ella soltó una risita.
– Sólo estaba bromeando, Mitch… No quiero nada, de verdad. Ojalá me hubiera dado cuenta antes de que éstos eran los síntomas de un embarazo. A veces, tengo el estómago tan revuelto que apenas puedo pensar. Y a los pocos minutos me pongo a soñar despierta con patas de cangrejo untadas con mantequilla.
– ¿Eso significa que empiezas a sentirte mejor?
– Lo bastante como para permitirme fisgonear un poco. Diablos, nunca imaginé cómo sería tu casa. ¿La diseñaste tú?
Mitch observó cómo se apeaba del automóvil. Sus movimientos no eran tan firmes como deseaba aparentar, pero, al menos, su curiosidad femenina venció momentáneamente su reluctancia a estar allí.
– Sí, hasta cierto punto. Por suerte, descubrí a tiempo que para un arquitecto es un error ponerse a discutir con una montaña. El contorno de ese risco condicionó en gran medida el diseño. ¿Te gusta?
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