Jennifer Greene
Por arte de magia
Título original: Prince Charming's child (1999)
Como no había compartido la cama con ningún hombre en cuatro años, Nicole se rió al oír el resultado del test de embarazo.
– Seguro que otra se alegraría con la noticia, pero no puedo ser yo. Créame… o ha consultado el historial de otra paciente, o el resultado de la prueba es erróneo.
Obviamente, la enfermera había oído con anterioridad esa clase de negativa, pues su pronta respuesta pareció preparada de antemano.
– No hay duda. Está usted embarazada de dos meses y medio, señorita Stewart, aunque veo que no esperaba este embarazo. Si necesita hablar con alguien acerca de sus opciones…
La sonrisa de Nicole se esfumó ante el tono serio de la enfermera.
– Tengo treinta y dos años. No soy una quinceañera irresponsable. Sé cuáles son mis opciones… y mis responsabilidades. Usted no lo comprende. No puedo estar embarazada porque no me he acostado con ningún hombre.
– Bueno, los milagros existen, pero no conozco ninguno de este tipo. Se necesitan dos personas para engendrar un hijo.
Nicole sabía que el tono burlón de la enfermera pretendía relajarla, pero la situación no tenía nada de humorística.
– Quizá piense que bromeo, pero le juro que no es así. ¡No he tenido relaciones con nadie! La prueba debe de haber salido mal. Por el amor de Dios, si sólo vine creyendo que tenía la gripe.
La enfermera pasó otros quince minutos charlando pacientemente con ella. No sirvió de nada. Nicole salió de la clínica conmocionada, con un montón de recetas y la mente saturada de información sobre los síntomas que podía experimentar durante los siguientes seis meses y medio.
Embarazada. La palabra no dejó de resonar en su mente mientras abría la puerta. Una vez fuera, un viento húmedo traspasó la seda marfil de su blusa y le azotó el cabello castaño rojizo. No debió dejarse la chaqueta del traje en la oficina. Dos horas antes, el día había sido agradablemente cálido, pero el clima de la costa de Oregón solía ser caprichoso a primeros de marzo.
Nicole se subió en su Taurus blanco, pero los dedos le temblaban tanto que apenas pudo girar la llave de contacto, y mucho menos accionar los botones de la calefacción.
¡Era de locos! Si estaba embarazada de unos tres meses, el niño tenía que haber sido concebido más o menos durante las vacaciones de Navidad.
Y eso era imposible. Totalmente imposible.
Giró hacia la autopista de la costa y pisó el acelerador. Su negocio estaba a unos quince minutos de la clínica, tiempo más que suficiente para que los últimos años de su vida relampaguearan ante el ojo de su mente.
Hacía mucho que había descubierto su talento innato para el diseño, pero existía mucha competencia en el campo de la decoración de interiores. A despecho de los problemas y dificultades iniciales, Nicole había logrado montar una empresa de decoración que no sólo iba viento en popa, sino que auguraba un futuro aún más prometedor.
Durante aquellos años, sin embargo, no había tenido tiempo para pensar en tener hijos o una vida familiar. Quién sabía, tal vez si el hombre adecuado hubiera aparecido en su vida, se habría replanteado la idea de tener hijos. Pero ahí estaba precisamente el problema. No había habido ningún hombre.
Nicole jamás se propuso convertirse en una santa célibe, pero había tenido buenos motivos para elegir la vida de eremita adicta al trabajo.
El estómago se le tensó de pronto a causa de los nervios. Los viejos nervios. Los aterradores y fantasmales nervios que llevaban años sin asomar su fea cabeza. Siempre había tomado las decisiones erróneas. Había llegado, incluso, a sentirse avergonzada de cómo era. Pero todo aquello quedó atrás. Había iniciado una nueva vida y empezaba a sentirse orgullosa de sí misma. No volvería a cometer errores irresponsables e impulsivos. Ni uno sólo. Aunque fuera nimio. Se había convertido en una clase de mujer distinta de la muchachita rebelde de sus años de juventud.
O eso había creído. Hasta que el test de embarazo había dado positivo.
Al cabo de unos minutos, Nicole aparcó enfrente del edificio de oficinas de ladrillo y cristal y entró presurosa, huyendo del implacable viento.
Su despacho estaba situado al fondo de la planta. Era una suerte de santuario de paredes enmoquetadas de azul y ventanas con vistas a un acantilado del Pacífico. Las olas azotaban furiosamente las rocas, que formaban un conjunto salvaje y solitario,
Exactamente como se sentía Nicole.
Con el pulso disparado, se derrumbó en la silla situada tras la impecable mesa de pacana y cerró los ojos.
Los rostros de sus empleados desfilaron por su mente. John, Mitch, Wilma, Rafe. Y sí, recordaba haber dado una fiesta para el personal de la empresa dos días antes de Navidad. El único acontecimiento social en el que había participado desde hacía una eternidad.
Ya antes se había dado cuenta de que algunos momentos de dicha fiesta aparecían confusos y nebulosos en su recuerdo. Pero no le había parecido extraño, pues aquella noche recordaba haberse sentido mortalmente cansada. Había celebrado la fiesta en su casa, e incluso había despejado algunas habitaciones para que los invitados pudieran dormir allí sin tener que preocuparse de conducir con una copa de más.
Nicole se frotó las sienes con los dedos. Sus empleados se lo habían pasado estupendamente, como ella deseaba… Algunos momentos de la fiesta acudían a su memoria nítidos como el cristal. Pero, hasta ahora, no había recordado cómo bromearon con ella acerca de su negativa a beber alcohol. Siempre le reprochaban su excesiva formalidad, el hecho de que nunca se soltara el pelo y se dejara llevar.
Lo de soltarse el pelo nunca había sido una buena idea. Nunca. Nicole tenía tras de sí una larga historia que deseaba ver muerta y bien enterrada. Sus empleados la respetaban, y ella había hecho lo posible para ganarse ese respeto. Aparte de eso, no toleraba bien el alcohol… como había aprendido por las malas años antes.
Pero, de repente, Nicole recordó que alguien le puso una copa de champán en la mano aquella noche. Una como mínimo. Posiblemente dos.
Cielo santo, ¿habría tomado tres?
De pronto, comprendió que aquella parte de la velada era la que aparecía oscura como una gruta en su memoria. El detalle no le hubiera importado en otras circunstancias. Pero, tras la noticia de su embarazo, todo adquiría una importancia fundamental.
Inquieta, se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta abierta. Cada empleado disponía de un despacho individual, pero el área central estaba equipada de mesas, tableros de dibujo y un aparato de vídeo. Diseñar modelos y bosquejos requería espacio, y a menudo todo el personal colaboraba en la concepción de algún que otro proyecto.
John estaba arrellanado, con los pies encima de la mesa, trabajando en un bloc de notas colocado en el regazo. Desde la puerta, Nicole alcanzó a ver la lisa superficie de su cabeza, su corbata de Mickey Mouse, las arrugas de concentración que fruncían su entrecejo. John se encargaba de la publicidad y el marketing. Tenía cuarenta y dos años, barriga incipiente, y era magnífico en su trabajo. Nicole temió que jamás superase la depresión cuando su mujer lo dejó hacía un año. Lo estimaba muchísimo, y sabía que haría cualquier cosa por él si fuese necesario. Era como un hermano para ella. De modo que no se imaginaba a sí misma acostada con John, aunque se hubiera tomado una bodega entera de champán.
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