Jennifer Greene - Por arte de magia

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No era la gripe. Nicole estaba embarazada. Y no recordaba haberse acostado con ningún hombre en los últimos cuatro años. ¿Era posible que hubiese tenido relaciones con Mitch, su empleado… en unas circunstancias poco claras? En efecto, ella no se acordaba, pero así había sido. Y su caballero andante acabó rindiéndose a sus pies.
La propuesta de Mitch estaba motivada por el deber, pero en sus ojos brillaba una pasión auténtica… ¿Podía un matrimonio forjado por el bien de un futuro hijo convertirse en un amor de cuento de hadas entre la Bella Durmiente y su Príncipe Azul?

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En lugar de tranquilizarla, aquel comentario pareció sumirla aún más en un estado de confusión. Una ráfaga de culpa sonrojó sus mejillas.

– Dios. Mira, tengo que asimilar todo esto, así que sé sincero conmigo. ¿Qué hice? ¿Te salté encima en la fiesta? ¿Fuiste incapaz de negarte porque yo era la jefa?

– Eso no fue en absoluto lo que pasó, Nicole.

– Entonces, ¿cómo fue? ¿Y por qué no has vuelto a decirme nada después?

Mitch se frotó la nuca en un gesto de exasperación. Durante casi tres meses, habría dado lo que fuera por que Nicole le hiciese aquellas preguntas. Había tenido que hacer acopio de toda su voluntad para mantenerse callado, cuando su tendencia natural era encarar los problemas de frente. Sólo por el bien de Nicole había guardado silencio.

Se levantó despaciosamente.

– No voy a rehuir tus preguntas, Nik… Es más, deseo responderlas. Pero ya ha terminado el horario de oficina. Pareces agotada. Y no creo que el despacho sea el sitio adecuado para hablar de esto. ¿Qué te parece si encargamos algo de cenar y seguimos charlando en tu casa?

– No sé… -ella empezó a menear la cabeza.

– Te comprendo. Ha sido un día cargado de acontecimientos. Y no quiero presionarte. Pero antes de que empieces a hacer planes sobre el niño, creo que necesitas saber lo que sucedió aquella noche. Yo también soy parte de todo esto… y no me importa dónde hablemos. Sencillamente, supuse que en tu casa te sentirías más cómoda.

Nicole accedió… no porque deseara pasar más tiempo con él, sospechó Mitch, sino porque verdaderamente quería saber lo que ocurrió aquella noche.

Ambos se pusieron en marcha sin que mediaran más palabras. Ella cerró el despacho mientras él llamaba a un restaurante chino para pedir la cena. Luego, se separaron en los aparcamientos. Al cabo de media hora, Mitch recogió la comida china y se dirigió a casa de Nicole en su Miata rojo.

Al llegar, se apeó del coche, cerró la portezuela con la cadera y fijó la vista en la casa. Sólo la había visto una vez… la noche de la fiesta. Y una mirada le bastó para recordar aquella noche con todo lujo de detalles. No obstante, evocar el cuerpo cálido y dispuesto de Nicole, desnuda en la cama, y sus ojos hermosos y vulnerables, sólo entrañaba problemas. En aquella ocasión, Mitch pensó que estaba despertando a la Bella Durmiente. De hecho, podría jurar que eso fue exactamente lo que ocurrió… Pero el detalle de que la princesa no recordara absolutamente nada destrozaba, por desgracia, el final del cuento de hadas.

Permaneció inmóvil unos segundos más, observando la casa. El edificio constaba de dos plantas, con artesonado de madera que acusaba las inclemencias del tiempo. Un porche techado circundaba la planta baja, y el jardín aparecía salpicado de arbustos ornamentales a la sombra de un viejo y nudoso ciprés. Las escaleras que descendían hasta la playa estaban construidas con tablones ya desvencijados.

Quizá un artista había diseñado todo el conjunto, pues poseía un toque indudablemente bohemio. Y Mitch se había enamorado de él nada más verlo. Parecía hecho a la medida de Nik. La casa contenía el espíritu romántico, libre y salvaje que Mitch siempre había intuido en ella.

La puerta principal se abrió de golpe.

– ¿Mitch? Me pareció oír el coche. Pasa, por favor.

Mitch no quería entrar. Lo que deseaba hacer, de serle posible, era soltar la bolsa de comida, abrazar a Nicole y besarla hasta robarle el sentido. El simple hecho de mirarla hacía que sus hormonas se alborotaran y aullaran como un lobo solitario en celo.

El viento había esparcido las nubes de la tarde, y el cielo se veía claro como el cristal. El cabello de Nicole reflejaba la flama del ocaso, y su piel emitía una suerte de luminiscencia suave y sensual.

Pese a todo, Mitch luchó por serenarse. Besarla hasta robarle el sentido era una idea muy sugestiva, pero podía llevar fácilmente a un desenlace desastroso. Mientras se acercaba a la casa, descubrió que tenían un nuevo e interesante problema.

– Más vale que tengas hambre. Traigo suficiente comida china para alimentar a un ejército.

– Ya lo veo -repuso ella con desenfado. Rápidamente tomó la bolsa de comida cuando Mitch llegó a las escaleras. Lo miró a los ojos y luego apartó con presteza la mirada. Nicole no era de las que temían mirar a una persona a los ojos. Sería capaz de enfrentarse a un tigre sin titubear.

De modo que había estado reflexionando, se dijo Mitch. Quizá siguiera sin recordar nada de aquella noche, pero ahora parecía verlo desde una perspectiva muy diferente. A sus ojos, había pasado de ser un empleado amable, capaz y solícito a convertirse en un enigmático amante.

A Mitch le gustaba aquel cambio. El estado nervioso de Nicole contribuía a equilibrar la balanza. Él había sufrido a solas una tensión sexual casi insoportable durante meses, cuando Dios sabía que estaba más que dispuesto a compartirla.

– Si me dices dónde están los platos, te ayudaré a servir la cena -propuso.

– No hace falta que me ayudes. Sólo tardaré un minuto. ¿Te apetece una copa antes?

– Sí, un vaso de agua. Yo mismo me lo serviré. No sugerí que cenáramos juntos para que fueras mi camarera, Nik. Se supone que debía servir para relajarte.

Se sentaron a comer en la cocina, alicatada de azul. Él la observó mientras probaba el rollito de primavera y la salsa agridulce. Ella bebió agua más que comió, mientras llevaba el cauce de la conversación por derroteros relacionados con la política y la religión… temas interesantes, pero que nada tenían que ver con lo que en realidad ocupaba el pensamiento de ambos. A Mitch no le importó que Nicole divagara. Sabía que necesitaba tiempo para relajarse. De repente, ella soltó el tenedor.

– Así no hacemos nada -dijo con impaciencia.

– ¿A qué te refieres?

– Estamos evitando el tema de los hijos como si fuera algo prohibido. Y yo tengo la culpa. No es que no quiera hablar de ello. Todo lo contrario. Pero no sé qué decir, cómo empezar…

– No debes culparte de nada. Te sientes incómoda conmigo…

– No, en absoluto. Llevamos meses trabajando juntos, por el amor de Dios. Hasta hemos discutido como viejos amigos. Jamás hemos tenido dificultades para entendernos.

Pero ahora existía una diferencia, pensó Mitch, y era que Nicole lo veía como un amante y no como un empleado.

Retiró la silla y sugirió:

– ¿Qué tal si intentamos charlar dando un paseo por la playa?

Los ojos de Nicole se iluminaron de inmediato.

– Sí. Me sentará bien el aire fresco -no obstante, bajó la mirada y echó un vistazo a su traje de calle.

– Yo fregaré los platos. Así tendrás tiempo para ponerte algo más cómodo y abrigado -dijo él.

– No tienes por qué fregar…

– No es nada, Nik. Adelante, ve a cambiarte.

Ella titubeó, pero luego accedió y desapareció escaleras arriba. Mitch acabó de fregar en un par de minutos y a continuación se paseó por la sala de estar. La noche de la fiesta, el interior de la casa lo había fascinado tanto como el exterior… pero por motivos completamente distintos.

La escalera conducía a los tres dormitorios y los dos aseos del piso superior. En la planta baja, la puerta principal daba directamente a un enorme salón con grandes ventanales con vistas al mar. Además de la cocina, había una sala de estar y un solario orientados hacia el este.

El trazado de la casa era excelente… pero era la decoración lo que desconcertaba a Mitch. Nicole tenía un talento innegable para el diseño de interiores, pero la decoración de su propio hogar era increíblemente horrible. Sin duda había invertido tiempo y dinero en ella, pero el estilo era austeramente minimalista… tonos neutros; alfombra, tapicerías y moquetas marrones; muebles funcionales; en definitiva, una ausencia absoluta de color y de creatividad. Algo que no iba con el carácter de Nik. La sala de estar le hizo pensar en un alma atrapada. Inquieto, Mitch revolvió las monedas que llevaba en el bolsillo, pensando en que, de no haber visto el otro lado de Nicole, no tendría el problema de estar enamorado como un tonto de ella.

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