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Jacquie D’Alessandro: Un Romance Imprevisto

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Jacquie D’Alessandro Un Romance Imprevisto

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Cuando Allie descubre que su marido, muerto en un duelo, había sido un criminal, resuelve intentar reparar los daños que ha causado. Su empeño la lleva de América Inglaterra, donde la esperan extraños accidentes y un romance inesperado… Al quedar viuda como consecuencia de un escandaloso duelo, lo único que le resta a Alberta Brown es un alijo de objetos mal habidos. Decidida a reparar las ofensas de su inescrupuloso marido, Allie se embarca hacia Inglaterra en busca del dueño de un anillo masculino adornado con un misterioso sello. Una serie de extraños episodios a bordo la convencen de que se encuentra envuelta en un juego peligroso. Sin embargo, nada será más peligroso -y tentador- que el atractivo desconocido que la espera en el muelle. Lord Robert Jamison deseaba contraer matrimonio con una mujer que despertara en él algo especial, pero nunca imaginó encontrarla en esa americana de belleza peculiar y espíritu independiente que le habían encomendado llevar a una espléndida mansión en la campiña inglesa. Allie, por su parte, se había jurado a sí misma no volver a casarse… Todos los ingredientes están servidos para un apasionante -e imprevisto- romance, con todo el sabor de las maravillosas historias urdidas por Jacquie D'Alessandro.

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Jacquie DAlessandro Un Romance Imprevisto 1 Alberta Brown se agarró con - фото 1

Jacquie D’Alessandro

Un Romance Imprevisto

1

Alberta Brown se agarró con fuerza a la barandilla de madera del Seaward Lady mientras un escalofrío le recorría la espalda. Con la esperanza de aparentar una calma que no sentía, echó un rápido vistazo a su alrededor.

Los hombres de la tripulación se gritaban unos a otros y reían mientras lanzaban gruesas maromas y recogían las velas, preparándose para la inminente llegada a Londres. El aire, cargado con el penetrante aroma del mar, arrastraba desde el bullicioso puerto el sonido de voces, convertidas en un murmullo indescifrable. Los pasajeros se habían reunido en grupos junto a la barandilla, charlado nerviosamente, sonriendo o saludando con la mano a alguien en el muelle. Todos parecían perfectamente tranquilos y deseosos de pisar tierra después de los tres meses que había durado el viaje desde América. Nadie la estaba mirando.

Aun así, no podía librarse de una extraña sensación de amenaza. El peso de una mirada la cubría como un sudario. El corazón le golpeaba el pecho con lentos y pesados latidos. Se obligó a respirar hondo para calmarse y a devolver su atención al cercano puente.

«Estoy totalmente a salvo. Nadie quiere hacerme daño.»

Rogó a Dios que fuera cierto.

Pero no conseguía deshacerse de la desagradable sensación de que no lo era. Bajó la mirada hacia la espuma que golpeaba el casco mientras el barco cortaba suavemente las olas, y el estómago le dio un vuelco. Dios, no hacía ni tres horas que había caído en esas azules aguas…

Cerró los ojos con fuerza, estremeciéndose. Recordó la impresión al sentir que la empujaban desde atrás, la caída… eterna, dando manotazos desesperados al aire, mientras gritos de pánico le surgían de la garganta y se acallaban de repente cuando el agua helada se cerró sobre ella. Estaría eternamente agradecida al trío de perros que, con sus ladridos, alertaron del accidente a un atento marinero. Aun así, a pesar de la rápida reacción del hombre y de sus propias habilidades de nadadora, Allie había estado a punto de ahogarse.

El accidente. Sí, así lo llamaba todo el mundo. Un cabrestante mal asegurado se había soltado y le había golpeado entre los hombros, empujándola por encima de la borda. El capitán Whitstead había reprendido a toda la tripulación.

Pero ¿había sido realmente un accidente? ¿O alguien había soltado intencionadamente el cabrestante y lo había impulsado hacia ella?

Sintió un nuevo escalofrío, e intentó convencerse de que sólo se debía a que aún tenía el cabello húmedo bajo el sombrero. Con todo, no podía pasar por alto el hecho de que su casi fatal caída no era el primer incidente extraño que le había sucedido durante el viaje. Primero había sido la inexplicable desaparición de su alianza de bodas. ¿La había perdido o se la habían robado? Aunque el anillo no tenía gran valor monetario, sí que lo echaba de menos por su valor sentimental, ya que era un recuerdo tangible de lo que había tenido… y perdido.

Luego la caída por las escaleras, en la que, por suerte, no se había roto nada, aunque los dolorosos morados habían tardado semanas en desaparecer. En aquella ocasión había notado un empujón… El sentido común le decía que sólo había sido un tropezón accidental, pero no podía sacarse de encima la sensación de que la habían empujado. ¿Y qué decir de la misteriosa afección de estómago que había sufrido la semana anterior? Nadie más había enfermado. ¿Podría ser que hubieran puesto algo en su comida?

Pero ¿por qué? ¿Qué razón podía tener alguien para desear hacerle daño? Se había hecho esa pregunta docenas de veces y no había sido capaz de dar con una respuesta concluyente. Quería pensar que estaba a salvo, pero una voz interior le advertía que existía la posibilidad de que no fuera así. ¿La habría seguido a Inglaterra alguna amenaza del pasado?

Volvió a mirar a su alrededor, pero no notó nada raro. Su inquietud disminuyó un poco y se dio ánimos. El barco atracaría en menos de una hora. Entonces se perdería entre la multitud y se sumiría en el anonimato de la gran ciudad. Allí nadie la conocía. Nadie…

Bajó la mirada, deslizándola por el vestido negro de luto que la cubría. La severa sarga se ondulaba bajo la fuerte brisa. Una imagen de la cálida sonrisa de David le cruzó la mente, y apretó los ojos con fuerza en un vano intento de alejar el intenso pesar que aún, pasados tres años de su súbita muerte, la invadía siempre que pensaba en su difunto marido. Dios, ¿cesaría algún día el dolor que le oprimía el corazón? ¿Volvería alguna vez a sentirse completa?

Sus dedos acariciaron de manera distraída la tela del vestido mientras su mente dibujaba el pequeño objeto que escondía bajo los voluminosos pliegues, cosido al dobladillo de la enagua. Para tenerlo seguro. Y siempre cerca. Sobre todo después de la inexplicable desaparición de su alianza de bodas.

«Ésta es la última etapa de mi viaje, David. Después de reparar este último agravio, seré libre.»

– ¡Alberta! ¡Aquí estás! Los chicos te han estado buscando por todas partes.

Allie se volvió hacia la voz, familiar y autoritaria, agradecida por la interrupción de sus turbadores pensamientos. La baronesa Gaddlestone se le acercó con un vigor que desdecía de su gruesa figura y sus sesenta y tres años. Claro que parte del brioso andar de la baronesa se debía a las muchas energías de los tres perros malteses que sujetaba por las correas. «Los chicos», como llamaba la baronesa a su peluda jauría, arrastraban a su dueña como si fueran unos poderosos bueyes y ella un carro cargado.

Allie dejó a un lado sus preocupaciones y se agachó para recibir el entusiasta y ruidoso saludo que le ofrecían las tres bolitas peludas.

– ¡ Edward , compórtate! -riñó la baronesa cuando el más pequeño de los malteses llenó la cara de Allie de besos húmedos y alegres-. ¡ Tedmund ¡! ¡ Frederick! Parad inmediatamente!

Los chicos desoyeron alegremente a su dueña, como solía pasar siempre que se alborotaban, pero Allie disfrutaba con el ruidoso jaleo de los perros. Más aun, tenía una deuda con ellos que nunca podría saldar. Cuando Allie cayó por la borda, fueron sus incesantes ladridos los que alertaron al marinero. Así que estaba dispuesta a pasar por alto sus malas costumbres y sólo se fijaba en su innegable encanto.,Qué importaba que a Edward le encantara marcar como suyos todos los trozos de madera o cuerda que tuviera al alcance? Y a bordo de un barco, esa manía mantenía tan ocupado al perrito que todas las noches caía exhausto en su cesta.

¿Cómo podía censurar a la predilección que sentía Frederick por mordisquear tobillos, cuando había sido él el que casi arrastró al marino salvador hasta la barandilla mientras sus hermanos se quedaban afónicos de tanto ladrar? Su mirada halló a Tedmund , que se había alejado unos cuantos metros para dedicarse a su actividad favorita, esta vez sobre un montón de trapos viejos. Oh, Dios. En muchas ocasiones había intentado explicar a Tedmund que no era educado tratar de hacer perritos con cualquier otra cosa que no fuera una perra, e incluso así, sólo en privado, pero Tedmund seguía sin hacer caso.

Después de separar discretamente a Tedmund del montón de trapos y de haber repartido a partes iguales su cariño entre los tres perros, Allie se incorporó y los contempló juguetear.

– Sentaos -ordenó.

Tres traseros caninos se colocaron inmediatamente sobre el suelo de la cubierta.

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