Jacquie D’Alessandro - Un Romance Imprevisto

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Cuando Allie descubre que su marido, muerto en un duelo, había sido un criminal, resuelve intentar reparar los daños que ha causado. Su empeño la lleva de América Inglaterra, donde la esperan extraños accidentes y un romance inesperado…
Al quedar viuda como consecuencia de un escandaloso duelo, lo único que le resta a Alberta Brown es un alijo de objetos mal habidos. Decidida a reparar las ofensas de su inescrupuloso marido, Allie se embarca hacia Inglaterra en busca del dueño de un anillo masculino adornado con un misterioso sello. Una serie de extraños episodios a bordo la convencen de que se encuentra envuelta en un juego peligroso. Sin embargo, nada será más peligroso -y tentador- que el atractivo desconocido que la espera en el muelle.
Lord Robert Jamison deseaba contraer matrimonio con una mujer que despertara en él algo especial, pero nunca imaginó encontrarla en esa americana de belleza peculiar y espíritu independiente que le habían encomendado llevar a una espléndida mansión en la campiña inglesa. Allie, por su parte, se había jurado a sí misma no volver a casarse…
Todos los ingredientes están servidos para un apasionante -e imprevisto- romance, con todo el sabor de las maravillosas historias urdidas por Jacquie D'Alessandro.

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Un recuerdo de la hermosa casa que había compartido con David destelló en su memoria. Los altos techos, las paredes recién pintadas, las cavidades convertidas en inesperados y acogedores rincones. No era tan grandioso como lo que tenía ante sí, pero había amado cada centímetro de aquel lugar… hasta que se enteró de que había sido comprado con mentiras y engaños.

El sonido de la voz de lord Robert la devolvió al presente.

– La señora Brown será nuestra invitada durante varios días, Carters -decía al mayordomo, que estaba cuadrado ante él-. Enviaré una nota a la familia para informarles del cambio de planes.

– Sí, lord Robert. Daré orden de que las pertenencias de la señora Brown se coloquen en la habitación verde. ¿Debo servirles el té?

– Sí. En el salón, por favor. Y ocúpese de que calienten agua para que la señora Brown pueda bañarse.

Carters hizo una reverencia, giró con elegancia sobre los talones y se marchó.

– Por aquí. -Lord Robert hizo una inclinación de cabeza hacia la izquierda y la condujo por el corredor. La mirada de Allie iba de un lado a otro intentando fijarse en las exquisitas porcelanas colocadas sobre las mesas de madera de cerezo y la colección de pinturas que se alineaba en las paredes.

– Es una casa muy hermosa.

Robert sonrió.

– Protege de la lluvia a Austin y Elizabeth. -Se detuvo ante una amplia puerta de roble, giró el picaporte y le indicó que entrara.

Allie cruzó el umbral y un suspiro de placer se escapó de entre sus labios. El sol entraba en el salón desde una alta ventana en la pared del fondo, resaltando el tono cálido y dorado de toda la habitación. La recorrió con la mirada, contemplando todo al mismo tiempo. Las paredes amarillo pálido; un sofá de brocado y un par de sillones dorados colocados alrededor de una chimenea de mármol, el suelo de brillante madera de roble, decorado con dos amplias alfombras persas; un escritorio de mármol y oro, un piano en el rincón.

– Maravilloso -murmuró. Sus zapatos resonaron sobre el pulido suelo y luego se hundieron en la alfombra mientras cruzaba la estancia. Su mirada cayó sobre el cuadro de marco dorado que colgaba sobre la chimenea, y se le hizo un nudo en la garganta. Era Elizabeth, vestida con un sencillo traje color marfil, sentada en medio de un prado colmado de lilas, con varios gatitos y un perrito jugueteando a su alrededor. Un mechón caoba le caía sobre las mejillas, como empujado por una brisa primaveral, y su rostro expresaba una felicidad total, mezclada con un toque de pillería.

– Es exactamente así como la recuerdo -exclamó Allie en voz baja-. Feliz. Juguetona. Y rodeada de animales. ¿Lo han pintado recientemente?

– El año pasado. Elizabeth lo encargó como regalo de cumpleaños para Austin. Y está rodeada de animales. Cada uno de esos traviesos gatitos o ha sido padre o ha producido varias camadas, y al perrito se le podría denominar el Mayor Perro del Reino. Se llama Pirata, pero yo lo llamo C.L.

Allie apartó lentamente la vista del cuadro y la fijó en lord Robert.

– ¿C.L.?

– Abreviatura de Caballo Ladrador. Lo entenderá en cuanto lo vea, se lo aseguro. -Le dedicó una breve sonrisa y luego miró hacia el reloj que se hallaba sobre la repisa de la chimenea-. Si no le importa, la dejaré sola un rato. Tengo que pasar por mis habitaciones, y debo enviar esa nota a Elizabeth y Austin. Luego, si lo desea, puedo regresar y podríamos cenar juntos.

Allie dudó por un momento, estudiando el apuesto rostro del joven. ¿Qué engaños se ocultaban tras la calidez que radiaba de sus oscuros ojos azules? ¿Qué secretos enmascaraba su amistosa sonrisa? Lo ignoraba, pero la experiencia le había enseñado a sospechar que debajo de sus encantadores modales debía hallarse alguna clase de engaño o insinceridad. Aun así, puesto que se encontraba en casa de su hermano, no podía negarse a cenar con él.

– Me parece perfecto, lord Robert.

– Excelente. Mientras tanto, si necesita cualquier cosa, dígaselo a Carters, aunque es tan espantosamente eficiente que, sin duda, sabrá lo que desea o necesita antes de que usted misma se dé cuenta. Y no deje que su aspecto la intimide. -Se inclinó hacia delante como si fuera a confiarle un secreto, y Allie aspiró la refrescante fragancia de la ropa recién lavada, mezclada con otro aroma fresco y boscoso que no sabía situar, pero que era sin duda agradable-. En caso de que haya escapado a su atención -explicó lord Robert en un tono conspiratorío-, le advierto que Carters es penosamente serio. Austin jura que lo ha visto reírse con Elizabeth, a lo cual sólo puedo responder que Austin debe de ser tonto, porque en toda mi vida nunca he visto a Carters ni sonreír. Y créame, no será porque no lo haya intentado. Conseguir que Carters sonría se ha convertido en algo así como un reto, pero por ahora sigo sin lograrlo. Por tanto lo he motejado señor C.F. -Ante la mirada inquisitiva de Allie, clarificó-: Señor Ceño Fruncido. -Le lanzó una sonrisa a la que Allie supuso que muy pocas mujeres serían inmunes y luego le hizo una reverencia-. Buenas tardes, señora Brown. Espero con impaciencia la cena de esta noche. -Salió de la sala y cerró la puerta tras de sí.

Allie se apretó el vientre con las manos y suspiró aliviada. Gracias a Dios que lord Robert se había ido. De alguna forma, el joven la hacía sentir falta de espacio aunque los separaran varios metros. Y se negaba a sentirse divertida por el mote que le había puesto a Carters. O al perro de Elizabeth.

No podía decidir qué era peor, si sus amables bromas, que la habían hecho sentir una inesperada e indeseada calidez, o su compasión, que le había provocado un sentimiento de culpa. Se miró el negro vestido. Como el resto del mundo, lord Robert había supuesto que su traje de viuda significaba que aún lloraba la muerte de David. Y como al resto del mundo, no lo había sacado de su error.

¿Cómo podía compartir la humillación de saber que si aún llevaba las ropas de viuda era porque no podía pagarse otras? ¿Que no se las podía permitir porque su marido había resultado ser un criminal, y todo su capital se había agotado por su decisión de indemnizar a la gente a la que su marido había timado?

Claro que llevar los vestidos de luto le proporcionaba otra ventaja, aparte de ahorrarle dinero. Alejaban a cualquier posible pretendiente. Y otro hombre era sin duda la última cosa que quería.

Aun así, odiaba la falta de sinceridad, y sentía remordimientos por tal engaño. Pero apartaba de sí la culpabilidad con firmeza. No cabía ninguna duda de que lord Robert Jamison no era más que cristal tallado: hermoso para contemplar, capaz de retener la atención de cualquiera durante un corto periodo de tiempo, pero sin la mis ligera sustancia detrás del brillante exterior. La sombra de algún secreto le oscurecía la mirada, y según lady Gaddlestone, alguna falta empañaba su pasado. Sí, ya conocía a los de su tipo, y era una experta en tratar con hombres así.

Pero tenía que dejar de pensar en él. Lo primero era un buen baño para librarse de los restos del agua de mar.

Luego necesitaba alquilar un vehículo.

En su casa de Grosvenor Square, Geoffrey Hadmore, conde de Shelbourne, se hallaba sentado ante el escritorio de caoba de su estudio privado. Lentamente, alternaba la mirada entre el deslustrado anillo de plata que descansaba sobre la pulida madera y el hombre que acababa de entregárselo, al tiempo que intentaba dominar la tempestad que se iba formando en su interior. Se enorgullecía de mantener siempre una apariencia de calma, a diferencia de muchos de sus iguales, que eran dados a vulgares estallidos emocionales.

Aun así le costaba no saltar y rodear con las manos el escuálido cuello de Redfern. Su escuálido y estúpido cuello. Alzo el anillo y lo sostuvo entre el índice y el pulgar, luego clavó en Redfern su más gélida mirada.

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