iIba a besarlo! ¿Era así como hacían las cosas en América? La única otra americana que conocía era Elizabeth, y no podía negar que ésta se comportaba de una forma directa y amistosa, aunque no tan directa como eso. Pero no podía herir los sentimientos de la señora Brown rechazando su saludo tan poco británico.
Inclinó la cabeza y rozó con sus labios la boca de ella. Y se le paralizó todo el cuerpo. Durante unos segundos fue incapaz de moverse. No podía respirar. No podía hacer otra cosa que mirar fijamente los sorprendidos ojos de la mujer, mientras dos palabras inesperadas le resonaban en la cabeza.
«Por fin.»
Frunció las cejas y se agarró de ella como si se hubiera convertido en una columna de fuego. Por fin. Por todos los demonios, se había vuelto loco. Su próxima parada sería el manicomio estatal.
Las mejillas de la señora Brown se habían teñido de rojo.
– ¿Qué diantre esta usted haciendo? -preguntó en una voz que temblaba de inconfundible indignación.
¡Qué mal trago! Fuera lo que fuese lo que ella pretendía, era evidente que no era su intención que la besara. Y él deseaba con toda su alma no haberlo hecho. La boca todavía le hormigueaba con la insinuación de su sabor, y casi no podía resistir el impulso de lamerse los labios. O el de inclinarse sobre ella y lamerle los suyos.
Claramente turbado, Robert recorrió con la mirada el rostro de la joven, su atractivo rubor, las oscuras pestañas que enmarcaban los ojos, entre dorados y marrones, el hoyuelo que le agraciaba la barbilla, luego los labios… unos labios hermosos y gruesos. Húmedos, deliciosamente rosa, el inferior sensualmente lleno, y el superior, aunque pareciera imposible, más lleno aún.
¡Dios! ¿Qué clase de canalla era para atreverse a tener el más mínimo pensamiento lascivo hacia ella? ¡Pero si estaba de luto! Aunque tampoco era que hubiese tenido un pensamiento lascivo. Claro que no. Ese cosquilleo inexplicable que sentía sólo era… sorpresa. Sí, sólo era eso. Ella le había sorprendido. ¿Y la sacudida que había notado? Simplemente bochorno. Sí, se había comportado como un burro. No era la primera vez, y por desgracia, dudaba de que fuera la última.
Aliviado de haber vuelto a poner las cosas en la perspectiva correcta, dio otro paso hacia atrás.
– Mis disculpas, señora. No quería ofenderla. Le aseguro que pensé que usted tenía intención de besarme.
– ¿Y por qué iba a querer hacer una cosa así?
En vez de sentirse ofendido por la pregunta y el tono, le hizo gracia.
– ¿Quizá fuera una forma americana de saludar?
– En absoluto. Simplemente intentaba preguntarle algo de una forma discreta.
– Ah. Deseaba hablarme al oído.
– Exactamente.
– ¿Y qué quería…?
– ¡Alberta! Por fin te encuentro, querida.
Robert se volvió hacia la aguda voz. Una matrona baja, gruesa y vestida con elegancia se acercaba a trompicones hacia ellos, intentando sin mucho éxito controlar tres perritos blancos, que parecían tirar de ella en tres direcciones diferentes. Incluso si no hubiese reconocido a la formidable lady Gaddlestone, era imposible confundir a sus tres perros, esos pequeños encantos que recordaba claramente de la última vez que los había visto, cuando, para sí, les había puesto los motes de sir Meamucho, sir Muerdealgo y sir Rascapierna.
– ¡Tedmund! ¡Edward! ¡Frederick ! ¡Parad inmediatamente! -La baronesa tiró de las correas, sin poder detener al trío antes de que la arrastraran más allá de él y la señora Brown. Una de las bestezuelas levantó rápidamente la pata y remojó una mala hierba que había crecido entre los adoquines. Los otros dos saltaron alrededor de Robert, uno contemplando su tobillo como si estuviera pensando en darle unos cuantos mordiscos y el otro observando su pantorrilla con una mirada indudablemente lujuriosa.
– Sentaos -ordenó Robert, alzando las cejas.
Tres traseros caninos se dieron inmediatamente con las piedras del suelo, y tres pares de ojillos negros le miraron fijamente.
– Maravilloso, lord Robert -exclamó la baronesa, jadeando agotada-. Aunque debo decir que resulta muy irritante que los chicos hagan caso a casi cualquier extraño y no a su mamá.
– Ah, pero es que Teddy, Eddie, Freddie y yo somos viejos amigos, ¿no es cierto? -Robert se agachó y les hizo cosquillas en el sedoso pelaje. Inmediatamente se le presentaron tres barriguillas para que las rascara-. Compartimos algunos paseos muy tonificantes la última vez que usted visitó Bradford Hall. -Se levantó, para consternación de los chicos, e hizo una reverencia a la baronesa-. Es una sorpresa y un placer verla de nuevo, lady Gaddlestone. No estaba al corriente de que viajara en el barco. Veo que ya conoce a la amiga de mi cuñada, la señora Brown.
– Sin duda. Alberta ha sido una magnífica compañera de viaje. Contratarla fue un golpe de genio por mi parte.
¿Contratarla? ¿De qué estaba hablando la baronesa? Robert miró a la señora Brown y notó que, aunque un ligero rubor le había cubierto las mejillas, alzaba la barbilla y lo miraba con una expresión altiva digna del príncipe heredero de la Corona, casi retándolo a que se atreviera a desaprobar el haber aceptado tal empleo. Pero él no lo hizo. Sin embargo, que hubiera aceptado un empleo le sorprendió y le despertó la curiosidad.
Antes de que pudiera pensar más en el asunto, la baronesa siguió hablando.
– Nunca podría haberme consolado si se hubiera ahogado esta mañana.
Robert se quedó mirando a la baronesa.
– ¿Ahogado?
– ¡Sí, cielos, ha sido espantoso! -Un estremecimiento recorrió el generoso cuerpo de lady Gaddlestone-. A la pobre muchacha le golpeó un cabrestante suelto y la lanzó por encima de la borda. Gracias a Dios, los chicos vieron lo que pasaba. Ladraron hasta que casi les dio una apoplejía. El capitán Whitstead realizó una brillante maniobra y la tripulación sacó a Alberta del mar. Por suerte nada como un pez.
La baronesa agitó una mano frente al rostro, y Robert confió en que no estuviera a punto de desmayarse. Pero recordó que, gracias al cielo, la baronesa no era propensa a desvanecerse artísticamente sobre el diván y llamar pidiendo sus sales. Haciendo honor a tal recuerdo, la baronesa se recuperó. En cuanto estuvo seguro de que la baronesa estaba bien, Robert dirigió su atención a la señora Brown.
– Lamento mucho que sufriera tan terrible accidente. ¿Resultó herida?
– No. Sólo asustada.
– ¡Oh, pero usted nunca lo hubiera dicho! -interrumpió lady Gaddlestone-. Estuvo realmente magnífica, mantuvo la calma y flotó hacia la superficie como un corcho. Cielos, yo hubiera gritado como una loca, y luego me hubiera hundido como una piedra. El capitán Whitstead quedó muy impresionado. Y por mi parte, creo que mc habría desmayado por primera vez en mi vida si no hubiera tenido que rescatar de los hicos a uno de los los tres se habían lanzado contra los tobillos del señor Redfern. ¡Oh, nunca los había visto morder y gruñir de tal manera! Por suerte, el señor Redfern se mostró muy comprensivo cuando le expliqué que todo ese alboroto había afectado la delicada naturaleza de los chicos. Naturalmente, sus pantalones nunca serán los mismos, estoy convencida. -Lanzó un pequeño suspiro y prosiguió-: Ahora sólo nos cabe esperar que Alberta no sufra ninguna molestia posterior, como una congestión pulmonar. -Clavó una severa mirada en la señora Brown. Deberías tomar un baño caliente en cuanto te instales y luego irte a la cama.
La señora Brown asintió con la cabeza.
– Yo…
– Y usted-insistió la baronesa, mirando fijamente a Robert- debe asegurarse de que la cuiden adecuadamente hasta que la duquesa pueda hacerse cargo de ella.
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