Allie estudió su rostro, y una sensación de alarma le atenazó el estómago. Algo había destellado en los ojos de Robert al hablar de «varios asuntos»… el mismo tipo de evasiva que ella conocía tan bien, gracias a David. Pero la mirada había sido tan pasajera… ¿Se la habría imaginado?
– Es una oferta muy amable, lord Robert, pero…
– La amabilidad no tiene nada que ver, créame. Es simple instinto de supervivencia. Si apareciera por Bradford Hall sin usted, después de prometer solemnemente que la llevaría allí, mi honor estaría irreparablemente dañado. -Una lenta sonrisa le iluminó el rostro-. Y Elizabeth no pararía de regañarme hasta que se me cayeran las orejas.
Por un corto instante, Allie sintió que respondía involuntariamente a la sonrisa de Robert, que permitía que su calidez la inundara. Se parecía tanto a la de David…
Robert se puso serio.
– ¿Se encuentra bien, señora Brown? De repente se ha puesto un poco pálida.
– Estoy bien. Sólo estaba pensando en…
– ¿Sí?
– En que usted me recuerda mucho a mi marido.
Robert pareció sorprenderse ante sus palabras, luego sonrió cortés, con una mirada comprensiva.
– Gracias.
En ese momento, el lacayo regresó con el baúl. Después de atarlo en lo alto del carruaje, partieron, dejando atrás los olores y ruidos del puerto. Mientras se alejaban de la margen del río, Allie se fue relajando un poco, hasta poder mirar al hombre que se sentaba frente a ella. El hombre que era otro David, sólo que esta vez con un envoltorio aún más atractivo. Le había agradecido que lo comparara con David. Pensaba que le había hecho un cumplido.
«Si supieras, lord Robert. Si tú supieras…»
Lester Redfren surgió de la larga sombra que proyectaba el casco de madera del Seaward Lady . Contempló con ojos entrecerrados el carruaje lacado en negro que se alejaba y escupió sobre los adoquines. Maldición, aquella mujer tenía la suerte del diablo. ¿Cómo demonios se suponía que iba a matar a esa mocosa si siempre estaba rodeada de viejas cotorras y perros ruidosos? Se miró el bajo roto de los pantalones. Estúpidas bestias. Habían arruinado lo que hubiera sido el asesinato perfecto. ¿Y no era maldita mala suerte que la Brown esa supiera nadar?
Y ahora se había ido con un pelele encopetado. Se dispuso a seguir a pie el carruaje que se llevaba a su presa. Demonios, el que le había contratado no estaría satisfecho de que aún no estuviese muerta.
«Pero ya me encargaré yo de que la arreglen. Nunca he fallado en ningún trabajo, y no voy a empezar ahora. Mañana a esta hora, estará muerta. Y yo seré un hombre rico.»
Mientras el carruaje seguía su camino hacia Mayfair entre las atestadas calles, Robert observaba a su compañera, intrigado por su comportamiento. Estaba sentada erguida como un palo, con las enguantadas manos enlazadas sobre la falda, y aunque dirigía la mirada a las tiendas que pasaban, parecía mirar más allá de ellas. Robert se fijó que le temblaba un músculo de la mejilla, signo inequívoco de que la señora Brown estaba apretando los dientes. De repente, se le ocurrió que estaba más que triste; parecía auténticamente angustiada.
Recordó que lady Gaddlesrone había comentado que la señora Brown había sido su acompañante durante el viaje. ¿Estaría pasando la señora Brown por dificultades económicas que la obligaran a buscar un empleo? La mirada de Robert se entretuvo sobre el vestido de luto. El traje estaba bien cortado y era de buena tela, pero mostraba sutiles señales de uso. No podía decir si era acorde con la moda, porque desconocía los estilos americanos. Pero si se guiaba por la moda inglesa, hubiera dicho que tenía varios años.
Le picaba la curiosidad, pero se contuvo con firmeza. La situación económica de la señora Brown no era asunto suyo, y notaba que ésta no recibiría con agrado ninguna pregunta al respecto. Tampoco lo haría él, en circunstancias similares. Su obligación tan sólo era cuidar de ella y hacerla sentirse bienvenida hasta que se reuniera con Elizabeth en Bradford Hall. Y cuanto antes lo lograra, antes podría reemprender la búsqueda de una esposa. Y sin duda podría aprovechar su inesperada estancia en Londres. Una visita a su abogado para revisar las últimas cuentas del pago de la indemnización…
Decidido a representar el papel de perfecto anfitrión ante su reservada acompañante, se aclaró la garganta y se forzó a sonreír.
– ¿Aparte del accidente de hoy, ha disfrutado del viaje por el océano? -pregunto.
La señora Brown siguió mirando por la ventana.
– Sí.
– ¿Encontraron mal tiempo en algún momento?
– Sí.
– ¿Sintio temor?
– No.
Robert chasqueó los labios.
– ¿Cree que si lo sigo intentando, daré con alguna pregunta a la que me responda con más de una sílaba?
Finalmente, la joven lo miró.
– Quizá.
– Ah, ¿lo ve? Ya lo he conseguido. -Le sonrió, pero la señora Brown simplemente siguió mirándolo, estudiándolo en realidad, y Robert se preguntó si estaría otra vez pensando en que le recordaba a su marido-. ¿Aparte de sus asuntos, hay alguna otra cosa que le gustaría hacer durante su estancia en Londres? ¿Asistir a la ópera? ¿Visitar las tiendas?
Esperaba que la mención de las tiendas despertara un brillo de interés en los ojos de la mujer, pero ella se limitó a murmurar: «No, gracias», y volvió a concentrarse en el exterior.
La lástima lo inundó de nuevo y notó un nudo en la garganta. Con pocos meses de diferencia, Robert había perdido a su amado padre y luego a Nate, un hombre que había sido para él más que un sirviente de toda la vida. Había sido un amigo querido. Pero qué devastador debía de ser perder a la persona que se amaba por encima de todas. ¿Cómo habría sido la señora Brown antes de la muerte de él?
Intentó apartar la mirada de ella, pero, para ser sincero, encontraba su aspecto inesperadamente… cautivador. Había algo en esos grandes ojos castaños, de largas pestañas, en cuyas profundidades se reflejaba una profunda melancolía… Era casi doloroso mirarla, pero le resultaba imposible apartar la vista de ella.
Su mirada se posó en la boca de la mujer, y observó fascinado cómo se mordisqueaba preocupada el labio inferior, con unos dientes blancos y perfectos. Diablos, el resto podía ser una triste viuda, pero esa increíble boca parecía robada a una cortesana. Al instante recordó el roce de sus labios con los de ella, y la sensación como de un golpe en el estómago que había experimentado.
Una aberración, se dijo con firmeza. Cualquier hombre con ojos en la cara opinaría que esos labios eran hermosos. Además, siempre se sentía así cuando besaba a una mujer hermosa.
«No, no es cierto. Nunca habías sentido nada igual.»
Frunció el ceño, y se obligó a separar la vista de la mujer y mirar hacia la calle. ¡Dios, aquello se estaba convirtiendo en un viaje realmente difícil! Y de repente tuvo la sospecha de que su día o dos en Londres con la señora Brown iban a parecerle como una década o dos.
Cuando llegaron a la elegante mansión Bradford, Allie suspiró aliviada. Normalmente no le importaba el silencio, pero de alguna manera la falta de conversación con lord Robert había hecho incómoda la situación. La culpa, claro, era totalmente suya, y se hizo el propósito de ser más correcta en cuanto se hubiera ocupado de sus asuntos y pudiera concentrarse en otras cosas. Naturalmente, las otras cosas no serían lord Robert, pero como mínimo le resultaría más fácil conversar cuando su mente estuviera libre de preocupaciones.
Después de bajar del carruaje, lord Robert la acompañó a través de una elaborada verja de hierro forjado hasta la elegante mansión de ladrillo. En el vestíbulo blanco y negro, con suelo de mármol, Allie intentó no mirar asombrada el lujo y la elegancia que la rodeaban, pero no lo consiguió en absoluto. Cientos de prismas brillantes reflejaban la luz solar, que daba sobre la araña más grande que nunca había visto, y cubrían las paredes tapizadas de seda con minúsculas estrellas de sol. Un corredor se abría hacia la izquierda y otro hacia la derecha, y una amplia escalinata se curvaba hacia el piso supcrior. Resultaba increíble pensar que su alborotadora amiga de la niñez viviera ahora en medio de todo ese lujo.
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