Tammy…
«No seas ridículo», se dijo a sí mismo. No debería haberla besado. No sabía por qué lo había hecho, en realidad. Una cosa era segura: no iba a pasar de nuevo. No la deseaba, no quería saber nada de ella.
MARC SE despertó al oír risas. Cuando abrió los ojos eran las ocho de la mañana… Eso le enseñaría a pasear hasta las tantas por el lago. Tenía la cabeza embotada.
Quizá había imaginado las risas, pensó, muerto de sueño. Una cosa que aquel palacio no despertaba era risas precisamente.
Pero allí estaban otra vez, entrando por la ventana. ¿Sería Tammy?
Unos segundos después, oyó un golpecito en la puerta y Dominic entró con la bandeja del desayuno. Cuando abrió las cortinas y Marc se tapó los ojos, el mayordomo sonrió.
– Lo siento, señor, pero hoy tiene una reunión con el señor Lavac a las nueve.
– ¿A las nueve? ¿El señor Lavac? -preguntó todavía medio dormido.
– El contable, señor -contestó Dominic.
– Ah, sí, claro, el contable ^murmuró Marc-. ¿Quién se está riendo? ¿No será T… la señorita Dexter?
– ¿Le ha despertado, señor? ¿Quiere que les diga que no hagan ruido?
– ¿A quién?
– A la señorita Dexter y al príncipe Henry -sonrió Dominic, mirando hacia el jardín-. Aunque debo admitir que no me apetece hacerlo. Me gusta verlos reír. Y ella es…
– ¿Te gusta la señorita Dexter? -preguntó Marc, levantándose.
Tammy estaba tumbada en la hierba con Henry sobre su estómago, jugando a los caballitos. Una pata y sus polluelos observaban el juego desde el borde del lago, tan sorprendidos como Marc.
En cuanto a él… era increíble. Al verla reír así, sintió una ola de deseo inesperado.
Pero no era un deseo conocido. Era algo diferente. Le habría gustado bajar para jugar con ella. Y con el niño al que estaba empezando a querer.
¿Querer? El no lo quería, sólo estaba allí para salvaguardar la herencia de Henry, nada más.
No lo quería.
El mayordomo lo miraba con una expresión rara y Marc carraspeó, incómodo.
– ¿El servicio se lleva bien con Tammy?
– Muy bien, señor. La señorita Dexter se levantó a las seis de la mañana y tomó el desayuno en la cocina. Nos quedamos sorprendidos, pero ella se negaba a desayunar en el comedor. Bajó al niño con ella… en fin, la señora Burchett dice que no podría ser más diferente de su…
Dominic no terminó la frase.
– ¿Su hermana?
– Sí, la verdad es que sí. La princesa Lara y el príncipe Jean Paul jamás prestaban atención al servicio. Cuando se llevaron al niño a la señora Burchett se le rompió el corazón. Llevaban mucho tiempo deseando tener un niño en palacio.
– Sí -murmuró Marc, distraído. No podía apartar la mirada del jardín.
Las risas de Tammy y Henry eran contagiosas. En aquel momento ella lo lanzaba al aire y Henry disfrutaba como loco. Iba descalza, como casi siempre, y había vuelto a ponerse sus viejos vaqueros.
Por un lado parecía una mendiga, por otro… una princesa.
– Perdone, señor, ¿piensa llevarlos a Renouys?
– ¿Perdona?
– A su casa. ¿Va a llevarse a la señorita Dexter y al príncipe Henry a Renouys?
– ¿Por qué iba a hacer eso?
– La cláusula de la que usted me habló dice que el niño debe permanecer en el país… no en palacio.
– Ah.
– Así que hemos pensado que… quizá se lo llevaría a Renouys.
– No.
– ¿No?
– No.
Dominic no pensaba abandonar. Ése era el problema con los viejos empleados, que su idea del respeto era muy particular. Dominic lo conocía desde que era un niño y la demarcación entre mayordomo y jefe era más borrosa cada día.
– ¿Piensa quedarse a vivir aquí?
– Sabes que sólo estaré aquí hasta que consiga solucionar el asunto de Henry. La señorita Dexter se quedará aquí.
– Pero el palacio necesita un príncipe.
– Si me necesitáis ya sabéis dónde encontrarme. No puedo quedarme aquí para siempre.
– Será usted el príncipe regente durante veinticinco años -le recordó Dominic-. Para algunos, eso es toda una vida. Podría vivir aquí.
– No me apetece.
– Pero…
– Dominic, no -lo interrumpió Marc. La sonrisa había desaparecido. La sensación de estar atrapado que experimentaba desde que Jean Paul murió era abrumadora.
– Seguro que la señorita Ingrid…
– La señorita Ingrid no tiene nada que ver con mi decisión. ¿A qué hora dices que llega el señor Lavac?
– A las nueve.
– Entonces, será mejor que desayune. ¿La señorita Ingrid ya ha desayunado?
– No, señor.
– Una pena. En fin, me gustaría tener un rato para pasear antes de que llegue el señor Lavac.
– Sí, señor.
Dominic se dio la vuelta antes de que Marc viera su sonrisa de complicidad.
– Me parece buena idea, señor. El jardín está precioso.
Marc se duchó y se vistió en tiempo récord. Cuando iba a ponerse los zapatos, lo pensó un momento… ¿por qué no?, se dijo.90
Y bajó al jardín descalzo.
Lo lamentó de inmediato. Había gravilla entre los escalones de la entrada y el jardín… Cuando levantó un pie, dolorido, Tammy soltó una carcajada.
– Se le han olvidado las zapatillas reales, Alteza.
– Suelo ir descalzo -protestó él.
– Sí, seguro. Y yo suelo llevar tiara.
– Y elegantes vestiditos negros -sonrió Marc.
– A veces es necesario usar el atuendo de los nativos -replicó Tammy.
– Estoy de acuerdo. De ahí los pies descalzos.
– Pues no deberías copiarme. Yo no soy nativa de Broitenburg.
– ¿Crees que serías feliz si te quedaras en Broitenburg para siempre?
– Por favor… ¿Cómo voy a tomar una decisión así? Sólo ¡levo aquí un día.
– ¿Pero te gusta?
– Estoy un poco preocupada por las habitaciones. Pero Henry y yo hemos estado discutiendo el asunto y creo que podremos soportarlo. Además, si tú puedes… ¡una nativa de las antípodas no puede dejarse vencer por un broitenburgiano!
Estaba sonriendo, con esa sonrisa preciosa que parecía iluminar el día. Henry parecía contento en sus brazos y, al ver cómo se apoyaba en su pecho, se le encogió el corazón. Parecía tan cómodo con ella.
Mujer y niño parecían hechos el uno para el otro y Tammy estaba en el jardín de palacio como si fuera su propia casa.
Aquello podría funcionar.
– Marc, sobre lo de tener una casa propia…
– ¿Una casa?
– La verdad es que tampoco es apropiado que yo viva aquí. Anoche… te darás cuenta de que no puede funcionar.
– Yo creo que anoche funcionó estupendamente.
– Pues para mí no -replicó ella-. Si crees que voy a ser la anfitriona de tu amante de turno, lo llevas claro.
– Ingrid no es mi amante.
– ¿No?
Marc se puso colorado.
– Tammy…
– Mi madre dice que eres un mujeriego…
– ¿Qué sabe tu madre?
– La señora Burchett dice que has tenido muchas relaciones y que sales con Ingrid sólo desde hace unos meses. También me ha dicho que cuando Ingrid se vuelva posesiva la dejarás y te buscarás otra.
Era tan cierto que Marc se quedó boquiabierto. Definitivamente, el servicio de palacio lo conocía bien.
– Eso no es asunto tuyo.
– No, es verdad -asintió ella-. A menos que intentes besarme otra vez… y si sabes lo que es bueno para ti, no lo harás. Pero si piensas traer mujeres aquí…
– ¿Te importaría no meterte en mi vida privada?
– Es que eso me pone en una situación imposible. ¿Cuál era mi papel anoche? ¿Anfitriona, invitada? ¿O la anfitriona era Ingrid? Ella intentó ofenderme todo lo que pudo. ¿Significa eso que cada vez que cambies de novia tendré que soportar que me hagan sentir inferior?
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