De modo que podía permitirse el lujo de hacer un par de preguntas impertinentes.
– ¿Estás casado?
– No.
– ¿Tienes pareja?
Él levantó una ceja, incómodo.
– Tengo… novia.
– Ah, ya veo.
Tenía novia. Entonces, ¿por qué la había besado? A lo mejor su madre tenía razón y era un mujeriego.
– ¿Y tú? -le preguntó Marc-. El detective me ha dicho que no tienes novio.
– Esto no es justo. Yo tengo que creer lo que me digas, pero tú me has investigado.
– No tendrás que contratar a un detective, tranquila. Cualquier revista europea te dirá todo lo que quieras saber sobre mí… Por cierto, si has estado en Europa deberías haber leído algo sobre Lara. Salía continuamente en las revistas… las fotos de la boda salieron en todas las portadas.
– Estaba en Australia cuando se casó -suspiró Tammy-. Subida a un árbol.
– ¿Tu lugar favorito?
– Sí.
– ¿Y eso?
– Porque la gente me hace daño -contestó ella, con toda sinceridad-. Atarte a alguien hace daño. Lo intenté con Lara y mira lo que pasó.
– Pero lo intentarás de nuevo con Henry.
No me queda más remedio.-Tienes elección. Ya te dije que yo me comprometía a cuidar de él.
– ¿Y tu novia? ¿Qué habría dicho?
– A Ingrid no le gustan muchos los niños -contestó él, incómodo-. Pero sabes que yo habría cuidado de Henry.
– ¿Ah, sí?
Henry estaba chupando la oreja del osito de pe-luche con la intensidad de un atleta. Henry y «Teddy» habían hecho una buena amistad, pero Tammy sospechaba que la oreja del osito no llegaría a Europa.
– ¿Lo habrías cuidado de verdad, personalmente?
– Por supuesto.
Aquel hombre parecía muy seguro de sí mismo. Capaz de cualquier cosa. ¿Capaz de cuidar de un niño?
– ¿Qué tal si empiezas ahora mismo?
Antes de que él pudiera protestar, Tammy lo colocó sobre su rodilla. Sobre la rodilla de Marc, príncipe regente de Broitenburg.
Su Alteza se quedó helado.
– No puedo.
– Claro que puedes. Acabas de decir que lo habrías hecho -sonrió Tammy cerrando los ojos-. Yo voy a dormir un ratito, Alteza. Que lo pases bien.
Se quedó dormida y cuando despertó, varias horas después, habían bajado las luces del avión y el hombre que estaba a su lado dormía profundamente.
Como Henry. El niño se había quedado dormido sobre las rodillas de Marc. Afortunadamente, la azafata les había puesto una manta.
Tammy los miró, sonriendo. Parecían tan tranquilos, como si aquello fuera de lo más normal.
Incluso se parecían. El niño tenía la cabeza bajo la barbilla de Marc y le agarraba un dedo con el puñito…
De repente, la imagen fue demasiado para ella y se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué tenía aquel hombre que siempre le daban ganas de llorar? Marc abrazando al niño…
No sabía nada de él, pensó. Nada en absoluto, excepto que era el príncipe regente de un diminuto país europeo. Que tenía una novia llamada Ingrid…
«A Ingrid no le gustan los niños», le había dicho. Marc era un hombre serio, incluso podría parecer despiadado, pero Henry despertaba en él sentimientos nuevos, sentimientos que quizá ni él mismo creía tener.
«A Ingrid no le gustan los niños».
¿Qué clase de persona era Marc? ¿En qué sitio iba a vivir?
En un palacio gigantesco.
La limusina los dejó delante de la entrada de piedra, con unos escalones que parecían los del Parlamento. Bajo los escalones había un lago que se perdía en la distancia…
Sobre sus cabezas, las torres puntiagudas del palacio. Era como un cuento de hadas. Hecho de piedra, brillaba bajo el sol, con una belleza que la dejó impresionada.
No era ostentoso, o quizá lo era, pero estaba construido con mucho encanto. Rodeado de jardines y bosques, Tammy estuvo a punto de saltar del coche y ponerse a explorar.
Detrás del palacio, las montañas cubiertas de nieve y, en el lago, varios cisnes blancos nadando perezosamente. El palacio no estaba bien atendido, le había dicho Marc, pero a ella no se lo parecía.
Era mágico. Y era su nuevo hogar.
– ¿Qué te parece? -preguntó Marc.
– Pues… apabullante, una absurda ostentación de riqueza.
– Vaya.
– Y pretencioso.
– ¿De verdad?
– Y… es precioso, Marc -sonrió Tammy.
– Ah, menos mal.
Cuando pensó en su estudio diminuto tuvo que pellizcarse para comprobar que aquello era real. Y cuando un mayordomo uniformado le abrió la puerta de la limusina, tuvo que pellizcarse otra vez.
– Esto no es real -murmuró.
Marc la estaba observando, pero no sonreía. La miraba con una expresión enigmática.
– Es real.
– Bienvenida a casa -dijo el mayordomo con toda solemnidad.
«Bienvenida a casa».
Los criados estaban colocados en fila, como en las películas. Había unas en el vestíbulo del palacio, como esperando revista. Marc sabía el nombre de cada uno y ellos lo saludaron con lo que a Tammy le pareció auténtica simpatía.
– Yo no podré acordarme de todos los nombres -murmuró, incómoda.
Por primera vez, pensó que Marc había tenido razón sobre la ropa. Quizá un vestidito no habría ido mal.
– No espero que los recuerdes de inmediato. Pero deberías aprender los más importantes: Dominic, el mayordomo, y la señora Burchett.
Una mujer mayor le hizo a Marc una reverencia, pero estaba mirando a Henry. Desde que bajaron del avión, habían hecho turnos para llevarlo en brazos y, en aquel momento, lo llevaba él.
– La señora Burchett es la gobernanta de palacio. Es inglesa. Cualquier cosa que quieras saber puedes preguntársela a ella.
– Será un placer -dijo Madge Burchett-. Cómo ha crecido el niño. No lo habíamos visto desde que nació… y usted es su tía -añadió, mirándola de arriba abajo. Era evidente que estaba comparándola con Lara-. Bienvenida a casa.
– Gracias.
– ¿Quiere que la lleve a su habitación?
– Buena idea -dijo Marc. Intentó darle el niño a la señora Burchett, pero Henry se negaba a soltarlo, de modo que tuvo que dárselo a Tammy.
Le había entregado el niño a las mujeres. Ya había hecho su papel y, a partir de aquel momento, pensaba vivir su vida, pensó ella.
En ese momento oyó un grito y una chica más o menos de su edad entró corriendo en el vestíbulo. Había estado montando a caballo y su atuendo era… magnífico, espléndido. Su pelo castaño estaba recogido en un precioso moño francés y la sonrisa que le dirigió a Marc era de cine. Llevaba en la mano una fusta, pero la soltó y se echó en sus brazos.
– ¡Cariño! Por fin has vuelto a casa.
Tammy vio que la señora Burchett miraba a la pareja con expresión de desaprobación.
– Bueno, señorita Dexter… podrá hablar con la señorita Ingrid más tarde. Ahora vamos a la habitación para que el niño y usted puedan descansar un rato.
– Dígame cómo funciona esto.
Tammy tardó dos minutos en saber que había encontrado una amiga en la señora Burchett. Los vaqueros y las camisetas podrían ser inapropiados para el palacio, pero era evidente que la gobernanta temía que ella fuera otra Lara… u otra Ingrid. Su alivio era palpable.
– ¿Qué quiere saber?
– Todo -contestó ella.
Estaban colocando a Henry en la habitación. Durante el viaje no había dado ningún problema y era evidente por qué: porque no esperaba nada. No lloraba porque las lágrimas no le conseguían nada en absoluto. Iba de unos brazos a otros sin quejarse y se conformaba con la oreja de su osito.
Debería quejarse, pensó Tammy. Debería exigir atención. Cuanto más tiempo pasaba por él, más deseos sentía de estrangular a su madre, a Marc, a Lara, a cualquiera que hubiese tenido algo que ver con aquel desastre…
Читать дальше