– La cuestión es muy simple -dijo la señora Burchett-. Además del príncipe, la señorita Ingrid y usted, aquí sólo vive el servicio. Jean Paul y su hermana pasaban casi todo el tiempo esquiando o de viaje. La última vez que vi a Henry tenía dos semanas. No volvieron por aquí.
– ¿Nunca?
– Nunca -contestó la gobernanta-. El servicio es muy bueno, pero últimamente no recibían su salario. Sólo se han quedado porque algunos no tienen dónde ir. Yo era ayudante de cocina cuando llegué aquí, hace veinte años, y no habría ascendido a gobernanta si no fuera porque la anterior se marchó. Pero las cosas han vuelto a la normalidad desde que murió el príncipe Jean Paul.
– ¿Marc ha cambiado eso?
– Su Alteza, sí.
Tammy no podía llamarlo Alteza. Quizá si no la hubiera besado…
Quizá.
– ¿Y la señorita Ingrid?
– Lleva aquí tres días -suspiró la señora Burchett, sin poder disimular su desagrado-. Llegó para esperarlo… o eso dijo. Pero actúa como si fuera la dueña del palacio. Como la madre de la princesa Lar…
No terminó la frase, pero no hacía falta. -¿Cómo si fuera mi madre? -No quería decir eso -se disculpó la señora Burchett-. Lo siento. Es que… llevamos tanto tiempo esperando que volviera el niño… Significa todo para nosotros. Su Alteza ha conseguido traerlo a casa y eso es fundamental no sólo para mí sino para el país. Pero no debería criticar a la señorita Ingrid ni a su madre…
– No se preocupe. Conozco muy bien a mi madre.
– Entonces, ¿va a quedarse? -No me queda más remedio -suspiró Tammy, sentándose en la cama. O, más bien, subiéndose a la cama. Era tan alta que los pies no le llegaban al suelo. Se preguntaba qué hacía allí. ¿Cuál era su papel, tía de Henry? ¿Iba a quedarse allí para siempre? Sería como un pez fuera del agua.
Pero al menos había encontrado una persona amable entre el servicio. La señora Burchett la hacía sentir cómoda.
– Nos alegró tanto saber que no quería usted dejar al niño… Es la primera persona que se preocupa por él de verdad. Pobrecito… Pero en fin, ya está aquí -suspiró la gobernanta-. Supongo que querrá descansar. ¿Sus cosas llegarán hoy?
– Ya han llegado. Ése es mi equipaje -sonrió Tammy, señalando la mochila. -Pero querida… -Es todo lo que necesito. -¿Pero qué se pondrá para cenar? -Pienso cenar en la habitación. No quiero cenar ni con su Alteza. Ni con Ingrid
– No puede cenar aquí -protestó la señora Burchett.
– Entonces cenaré con usted, en la cocina.
– ¡Pero eso no puede ser! -replicó la mujer, horrorizada.
Tammy miró alrededor. Era una habitación preciosa, pero hacía falta un radiador, una nevera y un par de cosas más.
– ¿No puedo tomar un sandwich aquí?
– Quizá esta noche… No estoy segura. ¿Su Alteza sabe que no va a cenar con él?
– «Su Alteza» sabe que me gusta vivir de forma independiente.
– ¿Y lo aprueba?
– Me da igual. Yo tomo mis propias decisiones.
– Entonces pediré que le suban algo de comer, querida -sonrió la señora Burchett-. Si eso es lo que quiere… Pero no sé qué dirá el príncipe.
La señora Burchett le envió unos sándwiches y un vaso de leche para cenar. Para entonces Tammy llevaba dos horas en el palacio, pero no se sentía nada cómoda.
Había explorado un poco aquel ala, pero era tan grande que tardó una hora en ver la mitad de las habitaciones. Y no era tan valiente como para aventurarse en otra zona… por si no encontraba el camino de vuelta.
Henry se quedó dormido después de tomar el puré de verduras y Tammy aprovechó una ducha y cambiarse de ropa. Pero seguía sin sentirse cómoda.
Era imposible. Y cuando llegaron los sándwiches en una bandeja de plata, con un criado de librea y guantes blancos, se sintió completamente ridículas.
Pero aún faltaba lo peor. Estaba dándole un mordisco a un sandwich cuando sonó un golpecito en la puerta. Marc no se molestó en esperar, entró directamente. Iba vestido para cenar: traje oscuro, camisa blanquísima, corbata azul.
Parecía un príncipe de película, pensó Tammy, intentando controlar los latidos de su corazón. -¿Qué estás haciendo? -Cenar -contestó ella. -Se cena en el comedor. -No. Yo ceno aquí.
Marc le quitó el sandwich de la mano. -De modo que la señora Burchett tenía razón. Estás cenando sándwiches de queso. -Lo que me han subido.
Marc la miró como si fuera un ser de otro planeta.
– Henry está dormido. ¿Qué haces aquí sola? -Ya te dije que quería vivir mi vida. -Eso es ridículo. La señora Burchett ha hecho una cena estupenda. No quiero que ofendas al servicio, Tammy.
– La señora Burchett me envió los sándwiches,
Marc. Ella me entiende…
– No entiende nada -replicó él, pasándose una mano por el pelo-. Tammy, tengo que llevar este palacio como es debido. Al servicio le gusta la normalidad… y la mayoría de ellos han permanecida leales en las peores circunstancias. Están encanta dos de recibir a Henry y lo mínimo que podías hacer es bajar y disfrutar del banquete que han preparado para nosotros.
– ¿Banquete?
– Un banquete, sí.
A Tammy le dio un vuelco el corazón.
– Yo no soy una princesa. Mi sitio no está aquí
– Ni el mío tampoco.
– Ya, seguro.
– Tú eres la tutora legal de Henry, su tía -insistió Marc-. Éste es tu sitio tanto como el mío. No pensarás quedarte en tu habitación durante los próximos veinticinco años, ¿verdad?
– Encontraré una casa -contestó ella-. Este palacio es enorme, pero tiene que haber un sitio done Henry y yo podamos vivir de forma independiente Una casita de campo o algo así.
– Sí, claro. Henry es el heredero de la corona estaría muy bien que viviera en «una casita de campo» -replicó Marc, irónico.
– Si oigo eso del heredero una vez más…
– Tendrás que oírlo muchas veces, Tammy, pe que Henry es el heredero del trono de Broitenbur ¿Tú crees que a mí me gusta vivir aquí? Tengo una casa estupenda a diez kilómetros de aquí, un chateau en Renouys. Ésa es mi casa y es allí donde quiero vivir. Yo no quería ser príncipe regente. Sí quería ser responsable de Henry, pero alguien tiene que hacerlo…
– Yo he venido a este país porque soy responsable de mi sobrino.
– Pues entonces hazlo bien. Pensé que eras más valiente, Tammy. Esconderte en tu habitación…
– ¡No estoy escondida! -exclamó ella, levantándose.
– ¿Por qué no bajas a cenar? -Porque estoy cansada por el desfase horario. -Sí, claro, y yo soy el rey de Siam. Has dormido como un tronco durante seis horas. -Eso no es verdad.
– Claro que es verdad -insistió Marc-. Te quedaste dormida sobre mi hombro en el avión. Y Henry también. Tengo una tortícolis que lo demuestra. No pude moverme durante seis horas… seis largas horas.
– ¡Yo no me quedé dormida sobre tu hombro! -¿Quieres que llamemos a la azafata? Seguro que podríamos localizarla. -Eso es ridículo.
– Desde luego que sí. Mira, servirán la cena dentro de quince minutos. Espero que te reúnas con nosotros en el comedor. -No quiero…
– Ni yo tampoco. Pero tengo que hacerlo. Cada uno tiene sus obligaciones, Tammy. -Sólo tengo vaqueros… -¿Y de quién es la culpa? Ella se cruzó de brazos, irritada. -¿Bajarás? -Yo…
– No tienes elección.
– ¡Muy bien! -exclamó Tammy por fin-. Bajaré a cenar en vaqueros y haré el ridículo delante de todo el servicio. Y ahora vete de mi habitación.
– Yo…
– ¡Sal de aquí!
Quince minutos.
Ayuda.
Podía bajar tal y como estaba. Podía hacerlo. Debería hacerlo.
Pero ella era… la tutora legal de Henry. Tenía un sitio en aquel palacio hasta que el niño no la necesitara. Y debería portarse de forma responsable.
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